domingo, julio 10, 2005

La Pasión de Mike

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"Para ser el más grande sólo le faltaría que las fotografías de sus combates fueran en blanco y negro". (M. S., un 27 de Junio de 1987)

"I'm just like you. I enjoy the forbidden fruits in life, too. I think it's un-American not to go out with a woman, not to be with a beautiful woman, not to get my
d--k sucked"
. (Mike Tyson)

"I was gonna rip his heart out. I'm the best ever. I'm the most brutal and vicious and most ruthless champion there's ever been. There's no one can stop me. Lennox is the conqueror? no, I'm Alexander, he's no Alexander!. I'm the best ever, there's never been anybody as ruthless. I'm Sonny Liston, I'm Jack Dempsey, there's no one like me. I'm from Nasau. There's no one that can match me. My style is impetuous, my defense is impregnable and I'm just ferocious. I want your heart, I wanna eat his children. Praise be to Allah!" (Mike Tyson)






“Soy el boxeador más grande que ha creado Dios”, llegó a decir de sí mismo. Y muchos le creímos. Yo todavía lo sigo creyendo. Nadie de los que lo vieron abatir hombres como mosquitos los sábados por la tarde en televisión, nadie de los que lo vieron convertirse en el campeón de los pesados más joven de la historia tras destruir sin sudor a Trevor Berbick en apenas dos rounds, pensó por un instante que aquella frase hubiera sido pronunciada por un fanfarrón. Ni siquiera mi padre. Porque para entonces ya nadie pensaba que aquel negro de mirada iracunda, piel lisa y brillante como la de un tiburón y músculos de acero fuera un hombre normal. Ya era el “Terror del Garden”, “Iron Mike”, “El Asesino de Brooklyn”, “El hombre más malo del planeta”, “Dr. K.O.”. Y la gente abarrotaba los estadios para ver a ese terrible personaje de Marvel que no era necesario leer en papel coloreado en el metro porque habitaba un ring y era como ir al zoo a ver una criatura extraordinaria y feroz devorando hombres en las fluorescentes noches de las Vegas. Tal era así que cuando días antes a su pelea con Lennox Lewis amenazó con comerse a los niños del británico, muchos nos preguntamos en qué recóndito lugar los escondería el londinense para lograr mantenerlos a salvo de los afilados dientes de Tyson.

Fue precisamente tras su derrota frente a Lewis en la Pirámide de Memphis cuando mi padre me dijo que el ocaso de un boxeador comienza cuando se convierte en imperfecto de indicativo: Era, tenía, pegaba. Muchos de los que años antes le habían idolatrado ya habían empezado a hacerlo. Yo me negué con fuerza. Con la absurda obstinación del que cree que para la derrota de un supervillano es necesaria la existencia de un superhéroe que no conseguía encontrar en ningún cuadrilátero. Lewis era un gigante perezoso y abúlico capaz de vencer a Tyson y al día siguiente perder contra el Pato Donald y Holyfield un gordo saco de patatas desorejado que compraba sus calzones en tiendas pre-mamá.

Hasta la aparición de Mike Tyson mi padre y yo compartíamos admiración por Joe Frazier, aquel indómito guerrero de los cuadriláteros que alcanzó la gloria pugilística perdiendo combates a vida o muerte contra Muhammad Alí. Ni siquiera yo pude resistirme a la forma en que mi padre contaba el combate entre los dos gigantes en Manila demonizando a Alí como el charlatán fanfarrón que días antes de la pelea había insultado a Frazier llamándolo “gorila” y “demasiado feo para ser campeón de los pesados”, y canonizando a Smokin’ Joe como el tipo que resistió catorce rounds con el rostro ensangrentado y que motivó que su entrenador Eddie Futch arrojara la toalla porque era incapaz de ver los puños que lo golpeaban repetidamente en el rostro. “Joe voy a detenerla”, dicen que dijo Futch. “Pero jefe, le quiero ganar”, dicen que respondió Joe con el rostro fracturado. “Siéntate, hijo. Nadie olvidará jamás lo que hiciste hoy aquí”, dicen que le dijo su entrenador. Futch tenía razón: Nadie pudo olvidar aquel legendario combate de Manila en el que Alí, tras la pelea, afirmó que “había sido lo más cercano a morir que había estado nunca”. Frazier representaba todo aquello que mi padre admiraba en un boxeador: coraje, pundonor, nobleza, capacidad de sufrimiento y resistencia al dolor. De Alí dijo siempre que había sido el boxeador que mejor y más eficazmente había proyectado su propio miedo. Íntimamente, la noche en que Foreman y Alí pelearon en el Zaire en el denominado “Combate del siglo”, ambos deseamos que “Big George” le partiera la cara a ese jodido bravucón matasiete… sin demasiado éxito. Y en casa “se lloró y hubo indignaciones brutales seguidas de una humillada melancolía”.

Hasta que un 22 de noviembre de 1986 un chico de apenas veinte años con fuego en la mirada y hierro en los puños se subió a un ring y destruyó en dos rounds a todo un campeón del mundo de los pesados, Trevor Berbick, con la facilidad con la que se aplasta a la famosa cucaracha de la canción. Entonces ya ni siquiera los épicos relatos de mi padre, ni el heroico magnetismo de los grandes perdedores que tanto admiraba –Firpo, Jack LaMotta, Joe Louis, Joe Frazier- lograron que me resistiera a la fascinación que despertaba en mi aquel tipo inexpugnable que derribaba contrincantes de un solo golpe, de un soplido, en el primer asalto y les veía el miedo en las pupilas acercándose con sus habilidades primitivas y pulverizaba a leyendas como Larry Holmes y hacía agujeros con sus puños en la pared de su vestuario momentos antes de salir al ring y demoler a Michael Spinks en 91 segundos ante el asombro de 22.000 personas que contemplaron aquella furia desatada de la naturaleza, que contemplaron la “Ira de Dios”, como llegó a decir Bert Sugar, afamado periodista de boxeo. Su ira. De ella se alimentó siempre Tyson, esa fue su verdadera fuerza. Aquella ira inmensa que fue creciendo en ese niño debilucho que se dejaba empujar y robar por los compañeros que le llamaban “mariquita” y salía corriendo al triste apartamento de Brownsville donde vivía para llorar desconsolado con los pómulos húmedos y los párpados hinchados y subía a la azotea y le daba de comer a sus únicas amigas, las palomas. La ira inmensa que explotó el día que uno de aquellos chicos quiso matar a su paloma favorita para acabar siendo vapuleado, pateado por el pequeño Mike, la que le hizo jefe de una banda de jóvenes delincuentes a base de poner ojos morados y romper dientes, la que Cus D’Amato rescató del reformatorio y adiestró luego para convertirlo en el mejor boxeador del planeta. “Primero transformé la chispa en una llama. Ésta se tornó fuego, y el fuego en un incendio incontrolable”, dijo D’Amato, el verdadero “padre” de Tyson.

La llama de Mike Tyson se apagó definitivamente el pasado 11 de Junio frente al irlandés Kevin McBride. La ira que alimentó al supervillano neoyorkino durante años parecía haberse desvanecido de su espíritu. Nadie le vio herido por los golpes del irlandés pero estaba exhausto. Tardó una eternidad en levantarse de la lona para dirigirse tranquilamente a su rincón. Todos pudimos ver que no deseaba estar allí. "Esto es todo, estoy terminado. No está en mi corazón, ya no estoy interesado en pelear. Ya no tengo el deseo. Ya no tengo el estómago para hacerlo. Ni siquiera mato insectos en mi casa. Ya no mato a nada. Solía matar pajaritos, les arrancaba la cabeza. Ya no tengo el corazón para matar animales. Mi vida cambió en general. Eso probablemente haya cambiado mi manera de pelear", dijo en la rueda de prensa posterior al combate. La única motivación que había encontrado para subirse esa noche al ring había sido su deuda de 40 millones de dólares. "Quiero pagar mis deudas, pero sólo haré lo que pueda en la vida. Si tengo dinero, les pagaré. Si no tengo dinero, no les puedo pagar. Si me encierran, al menos tendré un lugar donde quedarme. Estoy acostumbrado a estar encerrado", añadió con una serenidad escalofriante.

“Soy el boxeador más grande que ha creado Dios”, llegó a decir de sí mismo. Y yo lo sigo creyendo. Cuando el pasado 11 de junio lo vi crucificado en las cuerdas de ese ring de Washington ya no me quedó duda alguna. Es de sobra conocida la afición de Dios por crucificar a algunas de sus creaciones más perfectas. Por fin, sobre un cuadrilátero había encontrado al superhéroe que habría de derrotar para siempre al supervillano Mike Tyson. No se llamaba Kevin McBride. Se llamaba Mike Tyson.

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