jueves, septiembre 10, 2009

Insomnio

En los años que me contemplan he sufrido dos largos periodos de insomnio. El primero y el más crudo sucedió cuando tenía 18 años. Perdí casi 10 kilos y fue tan largo que una noche pensé que cuando muriese habría vivido el doble de lo que habría logrado vivir en el mismo tiempo una persona normal. Aunque, para ser sincero, en ese momento y a tenor de lo que conseguía dormir por la noche tampoco imaginé que acabara siendo demasiado. Jamás admití tomar nada que me ayudara a conciliar el sueño. Pero es cierto que tuve la tentación de hacerlo en muchas ocasiones. Y en casi todas ellas aparecía mi rostro demacrado y mis ojos enrojecidos frente a un espejo, vómitos en el lavabo de mi cuarto o una cuartilla garabateada sobre la mesa. En seis meses no aparecí por casa para evitar que me vieran en aquel estado lamentable. Para ello fingí exámenes inexistentes, provoqué guerras y tormentas por teléfono y alegué curdas y chicas de fin de semana. Y esto último fue lo único cierto. Al alcohol y al sexo de aquellos años les debo mis únicas horas de sueño en aquel tiempo y que hoy probablemente esté escribiendo esto con un bostezo en los labios y aparentemente cuerdo.

Nunca me quejé de mi falta de sueño. Ni siquiera cuando empecé a sufrir aquellas devastadoras migrañas que me dejaban exánime sobre la cama durante horas impidiéndome que me acercara a la armería más cercana, comprara una pistola y me volara de una maldita vez la tapa de los sesos. Porque en el fondo sabía que aquel insomnio era mi aliado. Como ya lo había sido tiempo antes en aquellas otras interminables noches en vela -siempre después de jugar, siempre después de perder- en las que el amanecer me sorprendía repasando una y otra vez cada movimiento, cada jugada. Noches en las que con frecuencia encontraba soluciones brillantes a problemas que me habían parecido irresolubles mientras jugaba.

Una mañana, después de casi seis meses, me levanté de la cama, me duché y salí a la calle. Era muy temprano, las calles aún estaban casi vacías. Entré en un bar que acababa de abrir y pedí uno de los pocos cafés que he tomado en mi vida. Mientras el camarero calentaba la cafetera supe que aquella noche volvería a dormir. El insomnio no es más que la oportunidad, el tiempo, que el cuerpo nos ofrece de perdonarnos a nosotros mismos cuando por fin somos conscientes de que jamás encontraremos la solución. De que jamás hallaremos la explicación de por qué perdimos.