sábado, marzo 05, 2005

Medicina natural

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A las ocho y media de la mañana me he despertado aferrado a las sábanas, encogido, tiritando y sacudido por fuertes escalofríos. Siempre he sido muy vulnerable a la fiebre. Desde muy pequeño. Me he levantado, he preparado una taza de té blanco con unas gotas de propóleo y equinácea y he puesto una aspirina en un vaso de agua. He sonreído al sorprenderme comprobando la fecha de caducidad de la caja a esas horas de la mañana de un sábado, sin demasiadas horas de sueño y enfebrecido. A veces me doy miedo. Jodido miedo.

El salón dormía silencioso en una penumbra azulada como de acuario. He subido las persianas y una luz ámbar ha teñido el aire, envolviéndome de forma cálida, acogedora. Una luz que abrigaba. Mientras la pastilla se disolvía en el agua del vaso me he tumbado en el sofá con la mirada fija en la ventana, con los párpados entornados bajo esa manta de luz ambarina y reconfortante. Al otro lado de la calle, en el balcón de enfrente ha aparecido un niño. De unos seis o siete años. Moreno, con el pelo ensortijado, descalzo y aferrado con ambas manos a los altos barrotes de hierro. Me miraba con sus grandes ojos muy abiertos, examinándome. Luego, poco a poco, lentamente, ha sonreído. He visto crecer su sonrisa desde la seriedad atónita, pasando por un divertido escepticismo hasta llegar a una dentadura escasa de dientes. Sin mudar la seriedad de mi rostro le he sacado la lengua y el niño ha abierto de nuevo sus ojos con sorpresa y ha ampliado la sonrisa. Luego, con timidez, aún no repuesto del todo de mi burla, me ha sacado también su lengüita apretándola con fuerza entre sus labios. He vuelto a sacarle la lengua pero esta vez cerrando con fuerza los ojos y sacudiendo frenéticamente la cabeza de izquierda a derecha. Tras la ventana he oído cómo estallaba en carcajadas agudas, estridentes. De repente, ha soltado las manos de los barrotes y ha entrado en casa para, al cabo, volver tirando del brazo de una niña pequeña, en pijama, que se frotaba los ojos con la mano libre. El niño me señalaba con el dedo metiendo el brazo entre los barrotes y la niña me miraba con somnoliento asombro, como si buscara al animal raro e inclasificable que le había prometido su hermano. Luego él me ha vuelto a sacar la lengua repetidas veces, ya sin timidez, sonriendo a su hermana cada vez, e invitándola a hacer lo mismo. He separado las orejas con mis manos, he bizqueado y he inflado de aire mis mofletes. Aferrados ahora ambos a los barrotes del balcón como diminutos reos reían con limpieza y sin mesura. Una cortina de aire frío ha caído de pronto sobre la calle sacudiendo los toldos, la ropa tendida y todas las plantas de los balcones y los cristales se han empañado de escarcha, y los dos niños han ido desapareciendo tras el cristal. La luz ha decaído y el ámbar luminoso de resina del salón se ha convertido en gélido ámbar gris. He cruzado las manos sobre mi frente y he notado que la fiebre había desaparecido y mis labios dibujaban una sonrisa beatífica y tranquila, como de niño agotado por el juego. El fregadero de la cocina ha eructado varias veces mientras se bebía mi aspirina intacta. Y he vuelto a la cama, mientras repetía con sereno desdén: “No voy a tomar esas malditas pastillas. No quiero pastillas en mi casa. No las quiero”.

martes, marzo 01, 2005

Elixir



Origanum majorana


Esta tarde, a las tres en punto, me regaló un ramito de mejorana. “Prepárate una infusión esta noche cuando llegues a casa. Te sentará bien”, me dice sonriendo con la mirada, porque es de las personas que no necesitan labios para sonreír. Luego, cuando se marchaba, me ha hecho otro regalo: “Espero que te quedes mucho tiempo por aquí, aunque sea perjudicial para ti”. Y sus ojos negros seguían mostrando la misma sonrisa radiante y limpia. No he contestado porque la quiero lo suficiente como para no mentirle. Simplemente he sonreído. Con los labios, porque la sonrisa es más fácil de fingir.

Ya de noche, he recorrido a grandes zancadas la avenida principal camino de casa, mirando las ventanas iluminadas de los altos edificios que jalonan a un lado y otro la vía interminable. En muchas de ellas, tras los cristales, había rostros esperando ver la lluvia fina, aguda, convertirse en nieve. Los números luminosos de los relojes digitales de la calle marcaban impasibles una temperatura de menos un grado. He sonreído bajo el paraguas, cálidamente reconfortado por el peso leve de la hierba aromática que había guardado en una bolsa de plástico blanca en mi mochila, junto a mis libros y mis papeles, ahora fragantes. Y no sentía frío. Bajo la cortina de lluvia amarilla que vomitaban las farolas no sentía frío alguno.

Al llegar a casa he puesto a hervir agua en el cazo azul. He vertido en él un puñado de flores secas y grises y he esperado durante unos minutos a que el aire cambiase de textura – ahora fresco, perfumado, renovado- y el agua de color –ahora llena de matices dorados y ocres como el agua de un atardecer-. He puesto en el reproductor Árboles de ceniza, que últimamente escucho con voracidad insana y he acompañado cada sorbo del mágico elixir de unas cuantas páginas del delicioso Kawabata. Y no sentía frío alguno.

“La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a Eguchi con frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión –con objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En la alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una reproducción, de una aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada sugería que la habitación albergara secretos insólitos.”

El frío llegó después cuando alguien llamó, yo abrí la puerta, alguien entró y Bergman exhaló su aliento gélido sobre un rectángulo de mis paredes blancas. Y yo permanecía inmóvil, aterido, congelado bajo el hechizo de hielo de Victor Sjöström e Ingrid Thulin conduciendo un viejo coche en esa maravilla en blanco-nieve y negro-agujero llamada “Fresas salvajes”.

Ahora escribo de nuevo al abrigo de mis Árboles de ceniza y una taza de mejorana caliente a la derecha de mi ordenador. Celebrando que esta noche cuento con el elixir preciso para combatir los sueños helados del doctor Isak Borg, que en otro tiempo congelaron la sangre de mis venas. Ahora, en el asiento del copiloto, Ingrid Thulin me mira con infinita ternura… y me susurra que espera que me quede mucho tiempo por aquí… aunque eso… me perjudique…