jueves, septiembre 22, 2005

El Síndrome de Stendhal

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Atardecer en Essaouira. Foto de Sutpen.


“En 1817 el joven novelista francés Stendhal, visitó la ciudad de Florencia. Nada le había preparado para la acumulación de tanta belleza. Entró en la monumental iglesia de la Santa Croce. De repente, se sintió aturdido: sufrió una ligera desorientación, palpitaciones y una intensa sensación de falta de aire. Y tuvo que salir. Hoy en día, estos síntomas se conocen como síndrome de Stendhal.”

Los síntomas antedichos pertenecen a los casos más leves. Los agudos completan el cuadro sintomatológico del síndrome de Stendhal con intensos e irresistibles deseos de llorar y sonrisas trémulas. Frágiles.

Estos últimos son los que padecen aquellas personas que en algún instante de sus vidas son capaces de sentir un amor intenso dirigido a la belleza de un atardecer, de una rosa, del mar, de una iglesia florentina. Es un amor incompleto, doloroso porque se proyecta sobre cosas incapaces de corresponder a ese amor. De entregarse a él. Son las lágrimas y la sonrisa de un amante despechado. Son las lágrimas y la sonrisa del desamor. De su perfecta, completa y lúcida consciencia.

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lunes, septiembre 19, 2005

Era una ciudad

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Se fue de casa justo antes de que el arsénico comenzara a correr por los vasos de agua y los platos de sopa. Hecho que sirvió para comprobar lo que en un principio nunca pude imaginar: que podíamos ser los mejores amigos pero jamás compartir el mismo piso. Algo que todavía me sigo negando a creer que ocurriera, pese a que aún guardo una factura de una tienda de animales por la compra de un áspid y tres viudas negras. Cuando se marchó también fue como si muriese. No por lo que pasó en aquellos meses de insoportable convivencia sino porque se alejó como se alejan esas personas a las que se piensa que ya no se va a volver a ver nunca más. Y durante mucho tiempo la traté como si estuviera muerta en un ridículo intento de defenderme de determinados sentimientos que me incomodaban y me causaban cierta indefinible desazón. Pasado el tiempo el vacío que dejó en su habitación había crecido tanto que intenté llenarlo con una mesa enorme que sólo te permitía moverte por el cuarto arrastrando la espalda por las paredes y a la que muchas noches acudía para leer, trabajar o escuchar música en otro absurdo intento de aliviar su ausencia. Porque la echaba de menos. Mucho. Y eso es algo que detesto admitir. Sutpen, ese jodido tipo duro con piel de inexpugnable aleación, corazón de piedra y sangre helada que no necesita nada ni a nadie. (¡Pu!) Quizá todo eso hubiera bastado con cualquier otra persona pero nunca fue suficiente con ella. Entre ella y yo había nacido un vínculo de amistad tan grande, hermoso y fuerte como una ciudad. Siempre le digo que nuestra amistad se parece a esa ciudad y que quizá por eso resistió a nuestra terrible convivencia.

La ciudad se llamaba Estambul y meses antes de que se mudara a vivir a la casa de la discordia la había arrastrado conmigo en un verano en el que sobrevivimos a terremotos, inundaciones y atentados, pero por encima de todo, sobrevivimos al “síndrome de Stendhal” sentados sobre alfombras de Anatolia mientras bebíamos té de manzana con las siluetas de Sultanahmed y Santa Sofía recortadas en sombra sobre aquellos sublimes atardeceres en la orilla asiática del Bósforo. A lo largo de mi vida he conocido a pocas personas con tanta sensibilidad para la belleza. Y tan absolutamente geniales y divertidas cuando caminan sobre la delgada línea de la sobriedad. Y que mis amigos irlandeses me perdonen por esto último.

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“Te llamo porque en julio voy a ir a veros. A ti también”, me dice al otro lado del teléfono arrastrando como siempre un poco las erres y soplando otro poco las uves. Separo el teléfono del oído y miro de nuevo el número en la pantalla. “¿V.?”, pregunto con un hilo de voz. “Ja”, contesta ella. “¿Sorprendido?”. “Mentiría si dijera que no”. “D. me ha ofrecido su casa para quedarme pero yo echo de menos mi habitación”, dice con ese dulce sarcasmo tan familiar. La imagino sonreír al otro lado de la línea. Imagino el brillo metálico de su aparato dental entre sus labios. Tardo unos segundos en responder. “Si prometes dar menos problemas que la mesa que ocupa tu lugar…”, “Sólo si tú prometes no meter una serpiente entre las sábanas”, dice riendo ya abiertamente. “¿De verdad me has sustituido por una mesa?”. “Después de ti necesitaba apostar por un compañero de piso algo más… seguro”. La oigo reír a carcajadas. “Te he echado de menos”, le digo con voz apenas audible, con esfuerzo. “Ya sabes que yo también, tonto”.

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“Has cambiado mucho, M. Casi te pareces al tipo que conocí al principio, yo diría que incluso has mejorado”, me dice clavando en mi esos extraños ojos verdes jaspeados de amarillo, como si buscara algo que no acaba de entender del todo. “Tú también has cambiado. Creo que ahora podríamos vivir juntos sin necesidad de acudir a los venenos.”, le digo sonriendo. “¿Sabes? Creo que todo aquello pasó en un momento en el que ambos atravesábamos una mala racha", dice. Asiento con la cabeza con la mirada fija en la taza de té que humea sobre la mesa. Tiene razón. Nos tocó vivir juntos en una mala época para ambos pero no fuimos capaces de descifrarlo en el momento oportuno. Dejar los cuchillos sobre la mesa, sentarnos y hablar sobre ello. Y nos hicimos daño. Sobre todo yo a ella. Porque ella posee esa fragilidad expuesta que ostentan las personas buenas y yo tengo un puñal en la lengua y soy una persona hiriente. Soy un hurón que se ciega con el olor a carne cruda y ramonea con dientes afilados en las heridas que sangran. O al menos lo fui. Porque ella tiene razón: he cambiado mucho y ahora paso dos veces los filetes por la sartén.

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“¿Por qué no vienes a Berlín en Septiembre aprovechando tus últimos días de vacaciones?, pregunta. “W. trabaja durante toda la semana fuera, y en el apartamento sólo están el chico iraní y la chica japonesa. Yo puedo dormir con ella y tú en nuestra cama. Me gustaría enseñarte Berlín.” “Y a mi me encantaría acompañarte, ya lo sabes”, contesto con una sonrisa amplia, sin sombras. “Seguirás cocinando para mi, supongo”, me dice sonriendo con la mirada. “Supongo que, a pesar de todo, tampoco han cambiado demasiadas cosas”, contesto y le devuelvo la sonrisa cómplice.

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“Esta noche viene W. a cenar. Quiero que lo conozcas. Te va a gustar”. Asiento con la cabeza mientras arranco una brizna de hierba del césped desde donde contemplamos sentados el impresionante DOM de Berlín. “¿De verdad no quieres acompañarme?”, le pregunto, taimado. “¿Ir a la isla de los museos contigo?” Estalla en carcajadas. “Creía que ya se habían acabado las venganzas entre nosotros, M.”, Sonrío. “¿Me dejarás naufragar solo en esa isla?, le pregunto fingidamente compungido. “En esa isla tú no eres un naúfrago, sino un puto turista feliz de vacaciones con un daiquiri en la mano”. No puedo reprimir una enorme carcajada. Cierto. Soy el tipo más insoportable del mundo en un museo. Lo admito. Puedo pasar horas delante de un solo cuadro. Más si cabe si el pintor se llama Caspar David Friedrich y el cuadro “Gothic Cathedral by water”. Aún sonrío cuando me recuerdo sentado en el centro de aquella sala de la Galería Nacional de Berlín rodeado, deslumbrado por la luz cegadora del genio del romanticismo alemán.

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Abro mi mochila y saco el ajado libro que le estoy regalando poquito a poco a S. y que llevo conmigo a dondequiera que voy porque es como llevarla también un poco a ella y, como si conjurase a un espíritu, como un brujo ante su libro mágico de hechizos y conjuros a punto de obrar la maravilla, leo en voz baja pero clara el poema frente al cuadro, con la solemnidad de quien tiene entre sus manos poderosos e inextricables arcanos… Y entonces ocurre lo esperado: El milagro.


EL VIAJERO SOBRE EL MAR DE NUBES

(El viajero sobre el mar de nubes, Caspar D. Friedrich)



Ha ascendido hasta la solitaria cima del mundo
escarpada cima en medio de las nubes

Ha ascendido hasta la misteriosa cima del fin del
mundo
donde el cielo se funde con el mar
(incestuosas nubes, incestuosas olas)
y no sabe dónde está.

Se yergue de espaldas -solitario mástil en la densidad
de la niebla-
y contempla la vasta inmensidad
como quien contempla a Dios
Inaudita y silenciosa visión revelación
un paso más allá de la cima
un paso más allá de la muerte
donde toda contemplación
es contemplación de la contemplación.

Cima sin regreso
altura sagrada
que al ascender encuentra
en la inabarcable inmensidad
el espejo de la propia pequeñez.


Cristina Peri Rossi

PD: Espero, canija, que no te importe demasiado compartir tu poema con nosotros…


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domingo, septiembre 04, 2005

Hasta pronto (II)

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“Si por ventura, aunque lo dudo, alguien preguntara por mi,
decidle que me he ido a recorrer la vasta llanura del mar
hinchando las velas con mis gemidos acongojados.”

Hasta pronto.

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Rosas amarillas

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Mucho tiempo después, mientras miraba la foto, seguía recordando aquel instante con la misma nitidez. Se despertó temprano cuando el amanecer se filtraba ya silencioso a través de las gruesas cortinas rojas de la ventana llenando la habitación de un fulgor sanguíneo. Como si habitaran el fondo de la bañera de un suicida. Se sentó desnudo en el borde de la cama, los antebrazos sobre las rodillas, la mano izquierda asiendo la muñeca derecha, la vista fija en el rectángulo de madera entre sus pies. La oía respirar plácidamente a su espalda. Giró la cabeza y la estuvo mirando. Dormía sobre un costado con la palma de su mano izquierda apoyada sobre el hueco que su cuerpo había dejado en el colchón de la cama al levantarse. Dos largos mechones de pelo oscuro caían sobre su rostro. Uno le tapaba parcialmente un ojo y el otro acariciaba sus labios entreabiertos. Él le retiró este último con cuidado de no despertarla acomodándolo en el arco de su cuello. La sábana blanca cubría su dorada desnudez hasta la amplia y pronunciada curva de su cintura. Mientras la miraba se sorprendió pensando en A., el hombre que ella amaba a miles de kilómetros de aquella habitación de motel. El hombre que ahora tendría que conformarse con los restos de su perfume sobre una almohada vacía. Y lo haría, quizá, imaginándola con los ojos cerrados y una sonrisa tierna en sus labios. El hombre al que, quizá, la mujer que dormía a su lado, besaba en estos momentos en los amplios corredores del sueño. Experimentó un profundo sentimiento de vacío y una leve sensación de ahogo que intentó aliviar aspirando fuertemente una bocanada de ese aire acre mezcla de sexo, sudor y alcohol exhalado. Una punzada aguda traspasó su vientre, lo que le obligó a incorporarse y dirigirse apresurado hacia el baño. Al abrir la puerta lo vio y fue como una revelación: las rosas amarillas bebiendo del agua de aquel recipiente de plástico que la noche anterior habían encontrado en un contenedor de basura, el papel higiénico sobre la mesa, el bolso y la falda de una mujer que era un acertijo, y que le recordarían un día, mucho tiempo después, mirando aquella fotografía, que durante una época de su vida vivió encerrado en un relato de Carver.

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