martes, junio 20, 2006

Srta. Babooshka...

Olvidé que la mayoría de la gente sin techo no puede recibir correspondencia. Quizá confiaba en que usted fuera como aquel mendigo polaco que conocí en Praga cuando Praga era todavía la Praga de Kafka y Karel Kachyña. Aquel hombre -que años después busqué sin éxito para devolverle parte del dinero que me había hecho ganar- invertía cada limosna que recibía en pagar la cuota anual de una casilla de correo y una suscripción a una revista literaria semanal aunque muchos días no tuviera nada que llevarse a la boca ni un lugar cálido donde pasar la noche. En realidad, a Dariusz la literatura le interesaba muy poco y vendía por las calles de Malá Straná los ejemplares de aquellas revistas que recibía por correo cada semana. Yo le compré una aquella primavera. Y también le robé su secreto. A veces, la soledad infinita de una persona puede verse aliviada por el “Querido lector” escrito en el encabezamiento de una carta por un desconocido. Por el agradecimiento anónimo que te haga fugazmente recordado con cariño en el mundo por alguien. En ocasiones, una carta con tu nombre en el dorso es lo único capaz de confirmar que existes. Que tu vida es real.

En realidad, si le soy completamente sincero, me costaba creer que no tuviera un lugar donde quedarse. Ya me conoce. Soy un tipo desconfiado. Pero la reiterada devolución de mis cartas a antiguas direcciones que recordaba no dejó lugar a dudas. A falta de más detalles lo único que puedo ofrecerle por el momento es este lugar. Puede quedarse el tiempo que necesite. No es el mejor lugar del mundo pero los fuegos fatuos del jardín al anochecer le confieren un delicado encanto. Además yo me habré ido en pocos días y tendrá la casa para usted sola. Mi tristeza ha llegado a unos niveles de azul que difícilmente puedo soportar. Si no me alejo, pronto llegaré al azul abisal. Necesito un azul más grande en el que diluir esta tristeza que me provoca frecuentes insomnios inversos y me quita el apetito. Y ese azul sólo puedo encontrarlo en el mar. En cualquier caso mis cartas seguirán llegando en botellas de cristal. Usted, mejor que nadie, sabe que se puede viajar de muchas formas.

No estará completamente sola. A veces recibo visitas y la casa se convierte de repente en la bellísima casa de los Projórov.

“Salita con columnas que precede un gran salón. Es mediodía. Hace sol. En la salita, al fondo, está servida la mesa para el almuerzo. Olga, con el uniforme azul de profesora de un liceo para señoritas, repasa unos cuadernos, de pie y caminando a ratos. Masha, de negro, lee un libro, sentada y con el sombrero sobre las rodillas. Irina, vestida de blanco, está de pie, ensimismada. Por detrás de las columnas aparecen en el salón el barón Tusenbach, Chebutikin y Solioni y se quedan cerca de la mesa”.

Todos encantadores, ya lo verá. Gente educada, culta y cortés con los que disfrutar de una agradable velada junto a una taza de té, café o mate.

Oh, casi lo olvidaba. Jodida memoria selectiva la mía. También hay una rata. Sé que no les tiene miedo. Ya le dije una vez que la amenaza de una rata no está en su aspecto sino en su número. Y en esta casa sólo hay una. Además, no tiene de qué preocuparse. Es una rata cobarde que sale a lamer la tinta fresca de los folios escritos que dejo sobre mi escritorio durante las primeras horas de la madrugada, cuando la casa se llena de sombras en las que poder esconderse. Si de algo entiendo en esta vida es de ratas. Y esta no es peligrosa. Es cobarde, es vil, pero no encierra peligro alguno, que es lo menos que se le podría exigir a una rata. Es una rata que casi despierta lástima. Y eso, señorita, como usted bien sabe, es lo peor que le podría ocurrir a una rata.

Me conoce bien y sabe que adoro las reglas. Sí, la casa también está llena de ellas pero no le voy a agobiar demasiado. No acabaríamos nunca. Sólo le pido que respete una de ellas si finalmente decide quedarse: En el búcaro azul del salón junto a la ventana siempre tiene que haber una rosa amarilla. No la cambie hasta que se marchite completamente. Sólo cuando se convierta en una cosa escuálida, quebradiza y sin dientes podrá hacerlo. Sólo tiene que recordar esta regla. Es la más importante de todas. No lo olvide, por favor. Tampoco tiene que ocuparse del jardín. Yo lo limpiaré cuando vuelva. Más que rastrillar la tierra lo que haría sería exhumar cadáveres. Sé que no le asustan pero son míos. Sólo míos.

Le dejo en el gramófono una pieza que estoy convencido que reconocerá. Una vez fue de despedida. Lo que no le dije es que, indefectiblemente, también asegura una bienvenida. El Ciento, en parte, también es un lugar de exilio.