miércoles, diciembre 16, 2009

Receta

Foto secuestrada


"COÑOS EN SU JUGO CON SALSA FÁLICA DE SETAS"

Elija siempre coños pequeños y frescos. Es fácil distinguir el grado de frescura de un coño observando con detenimiento sus labios menores, cubiertos por una fina pátina oleosa fácilmente identificable al tacto. Puede encontrarlos morenos, castaños, rubios y pelirrojos. En realidad el color no influirá en el sabor de los mismos. Escoja los que más le gusten y si se siente con ánimos de innovar pruebe a combinar varios distintos. Puede proporcionar al plato un toque divertido y audaz.

Una vez lavados y bien depilados (recomendamos que se ayude de una máquina de afeitar para zonas sensibles de las que venden en cualquier droguería) déjelos unos minutos con un poco de sal en un cuenco para que vayan soltando el jugo.

Entretanto ponga a sofreír en una olla con abundante aceite dos hojas de laurel para aromatizar el sofrito y, a continuación, añada las zanahorias, los nabos, el calabacín, los rábanos dulces, las setas “lengua de gato” y la media banana –que le aportará el toque “sucré”-, todo ello cortado en trocitos muy pequeños.

Deje rehogar media hora todos los ingredientes antes de agregar el jugo que hemos conservado en el cuenco, una pizca de sal y otra de nuez moscada y remueva bien. Ya sólo falta añadir los coños. Antes de hacerlo aplíqueles un suave masaje circular con los dedos índice y corazón hasta que note que la carne se ablanda y vuelve a empaparse de jugo. Déjelos cocinando con el sofrito una media hora a fuego lento.

Una vez en el plato puede servirlos con una fina hebra de miel sobre los labios para dulcificar la sonrisa.


Tiempo de preparación: 1 hora.

Dificultad: Media.

Ingredientes (para 4 personas):

- 4 coños pequeños y frescos.

- 2 zanahorias grandes.

- 1 nabo grande.

- 4 rábanos dulces.

- 2 calabacines medianos.

- ½ banana.

- 200 gramos de setas “lengua de gato”.

- Una pizca de nuez moscada.

- Sal.

- Aceite.

- Miel.

martes, noviembre 10, 2009

El ogro

Nikolái Valuev

Hacía mucho que no visitaba este lugar una entrada de boxeo. Principalmente porque nada extraordinario había ocurrido en un cuadrilátero desde el abúlico derrumbe de Mike Tyson ante el irlandés Kevin Mc Bride la noche en la que “el terror del Garden” consiguió derrotar al último hombre que le quedaba por batir sobre la faz de la tierra (y a fe que ya lo había intentado en varias ocasiones): a sí mismo. El estruendo de la caída de Tyson fue tan grande que durante un tiempo el otrora férreo reinado del neoyorkino fue pasando sin pena ni gloria de unos puños a otros hasta la llegada de los hermanos Vladimir y Vitali Klitschko, actuales dominadores absolutos de la Federación y la organización mundial de boxeo y el Consejo respectivamente. Contemporáneos Cástor y Pólux ucranianos que ganan sus combates como los ganarían dos guerreros de terracota sobre un ring: por pura desesperación de los contrarios que golpean sus cuerpos cincelados en roca. Más animada, en cambio, estaba la acera de enfrente de los cuadriláteros, la Asociación Mundial de Boxeo, donde desde hace años reinaba una extraordinaria criatura a la que prestaba atención de cuando en cuando y a la que más de una vez pensé en exhibir en el Ciento con rótulos en colores vivos y neones fluorescentes en los se podría leer: “Pasen y vean, señores y señoras, pasen y vean al hombre-montaña, a la Bestia del Este, al Monstruo de San Petersburgo, a André el Gigante”. Ayer perdió su título ante un inglés de pies ligeros y golpes fulgurantes, “el Aquiles” David Haye, al que ya comparan con Muhammad Alí cuando mezclar ambos nombres en la misma frase merecería penas de prisión. Y cuando, entusiasmado, me disponía por fin a exhibir a mi criatura, a ponerme mi sombrero de copa, mi chaleco de rayas rojas y negras, y había hecho gárgaras con claras de huevo… descubro que mi amado Juanma Trueba se me había adelantado y una multitud enfervorecida se agolpaba frente a su carpa al grito de “pasen y vean, señores y señoras, pasen y vean a Valuev, el hombre que fingía ser un ogro”.


“El razonamiento parece irreprochable y más aún si hablamos de boxeo, sección pesos pesados: cuanto más grande, más fuerte. El axioma falla en el siguiente paso. El error es concluir que el más fuerte gana. La equivocación es pensar que el boxeo es un concurso que mide, exclusivamente, la fuerza. La confusión es vieja y recurrente y nos presenta cada cierto tiempo a un gigante que reescribirá la historia del noble arte. Así apareció Primo Carnera (2,05), antes forzudo de circo, y así, en trazo amargo, dibujó el cine a Toro Moreno (Más dura será la caída), un apolo argentino "con los puños de talco y la mandíbula de cristal", según definición de su agente, interpretado por el corrosivo Humphrey Bogart.

El problema surge cuando el gigante es manso y lee a Tolstoi, como Valuev. La paradoja es que los cuerpos temibles se suelen acompañar de cabezas sosegadas; son los esqueletos reducidos, recuerden y repasen, los que provocan terremotos. Pinten de verde a Valuev y entenderán su vida a través de Shrek: un buen tipo en el papel de ogro, justo el que esperan los demás.

Su biografía confirma que poco había de boxeador vocacional en el joven Nikolai Sergeyevich, primero aficionado al baloncesto, luego al lanzamiento de disco y casi siempre poeta. Fueron sus genes tártaros (aseguran que desciende de un gigante mongol) los que determinaron su aspecto y los que decidieron su futuro. Después llegaron los agentes como Bogart y a continuación, el rumor y la propaganda: La Bestia del Este, El monstruo de San Petersburgo

Tal vez Valuev, el gigante ruso de 213 centímetros, entienda que su derrota del domingo (perdió a los puntos su cinturón de campeón del mundo de los pesados ante el inglés David Haye) fue una victoria y una liberación, aunque se lo calle. Por un tiempo los rastreadores de talentos (y millones) olvidarán a los gigantes y volverán a buscar entre los tipos con buenas razones para pegarse, que de eso se trata. "Chico, tú tienes algo dentro de lo que carecen el resto de los boxeadores y que no se puede entrenar. Tú tienes odio". Eso, o algo parecido, le decían a Rocky Graziano en Marcado por el odio. Otra buena película.”

(Juanma Trueba, artículo publicado en el Diario As el 09-11-2009)

jueves, octubre 29, 2009

Crisantemos




Noviembre no acaba de llegar pero me pareció una noche perfecta para regalar crisantemos.




"Ante los crisantemos blancos
las tijeras vacilan
un instante".

(Buson)




lunes, octubre 26, 2009

La máquina voladora


Nadie de los que durante todos aquellos meses lo viera recoger todos esos objetos y ensamblarlos en aquel extraño conglomerado pensó nunca que aquella disparatada máquina volaría. Sin embargo, él en ningún momento se sintió persuadido de abandonar su proyecto y continuó visitando los parques donde recogía las hojas secas que el otoño descosía de algunos árboles y las plumas abandonadas de muchos y diferentes tipos de aves, los colegios donde, a hurtadillas, sustraía los avioncitos de papel que los niños lanzaban en los momentos de bostezo desde las ventanas de las aulas y las grandes avenidas donde corría tras los sombreros que el viento arrancaba de las cabezas de algunos señores. El vendedor de globos de helio del parque junto a la Iglesia también hizo una pequeña fortuna con él. Al igual que el propietario de la tienda de juguetes donde vendían aquel artilugio de madera que al ser impulsado por la fricción de las palmas de ambas manos hacía volar la hélice del extremo. Buscó caminos blancos a las afueras de la ciudad y llenó cientos de bolsas de polvo. La tarea no siempre era agradable. No lo fueron, por ejemplo, aquellos meses en los que se dedicó a cazar insectos y arrancarles, una por una, las alas. Por sus manos pasaron libélulas, abejas, avispas, moscas, abejorros, mariposas, típulas y otros cientos de insectos alados. Incluso las cuatro alas de un pez volador disecado que compró por internet a un coleccionista. No fue capaz de imaginar sobre la faz de la tierra nada tan volátil como las alas que permiten volar a un pez. Así fue reuniendo durante casi un año todo lo etéreo que pudo imaginar. Esa era la esencia de su razonamiento: si construyes una máquina con material volátil, volará. La reflexión le pareció de una lógica tan rotunda en aquel soleado día de otoño que había empezado nublado en su corazón que asintió fuertemente con la cabeza y sonrió. Fue una sonrisa que amaneció con el sol de un domingo y anocheció con la luna de medianoche de un lunes. Duró casi un día.

Meses más tarde llegó el momento en que hubo que probar el artefacto. Fue un martes a última hora de la tarde. Todos los que se congregaron para ver el rotundo fracaso de aquel amorfo dislate y minutos más tarde lo vieron elevarse con la suave brisa vespertina hacia las altas cúpulas del cielo coincidieron en que nunca antes habían visto nada que volara con tanta naturalidad y gracia. Como si aquella inverosímil máquina voladora hubiera estado allí colgada en las alturas desde tiempos remotos. Como si fuera parte del mismo aire.





If you got a pretty good idea what are you looking for
Then you got a pretty good idea of what you'll find
You don't have to go so far these days
To find yourself a made up mind...

miércoles, octubre 21, 2009

Aire


Existe otro Sutpen. Al caer la tarde suele salir a la terraza de su preciosa casa en La Carnia a contemplar cómo la blanca pared de piedra alpina se va tiñendo de rosa. Del interior de la casa sale una melodía de piano. Es Ludovico Einaudi. Fue precisamente él, el pianista, quien nos presentó. Como supimos un día, hace años, que existían dos Sutpen sobre la faz de la tierra. Alguna noche os contaré la historia. Desde aquel día lejano hasta hoy, Ludovico ha sido la persona que probablemente mejores ratos me haya hecho pasar. Y os aseguro que el sexo con algunas mujeres desde ese mismo día hasta hoy ha sido fantástico. Pero, afortunada o desgraciadamente hay lugares a los que el sexo no llega y sólo la música alcanza. No os engañéis. Ni la pintura, ni la literatura. Todos esos colores y formas, todas esas palabras tan cuidadosamente elegidas no pueden competir contra el extraordinario poder de esas evocadoras vibraciones del aire armoniosamente combinadas. Ludovico, podemos decirlo, es un artista del aire. Y allí estaremos tú y yo, el martes 3 de Noviembre, en el teatro Compac de Madrid a la nueve de la noche, cuando la primeras notas de su piano hagan oscilar la presión del aire de una forma tan hermosa, precisa y armónica que nos parecerá que a nuestro alrededor crecen los jardines aéreos de Babilonia, se eleva la catedral invisible de Colonia, nos sumergimos en la mecánica volátil del mar.


domingo, octubre 18, 2009

Posdatas

"San Jorge y el dragón", Paolo Uccello.

PD1. ¿Te acuerdas? Vimos este cuadro en la National Gallery de Londres. Tú te burlabas del pobre San Jorge. Han pasado ya unos cuantos meses y hoy acabé de entenderlo del todo.

PD2. San Jorge no quiere domesticar al dragón. Quiere matarlo. ¿Por qué tienes que domesticar algo que quieres matar? Esa es la diferencia entre él y ella. Él necesita que el dragón muera. A ella le basta con domesticarlo. A él no le sirve domesticado. Sólo muerto. Necesita que desaparezca. Para siempre. Ella no. Ella no lo quiere muerto. Sólo bajo control. Que en los días de invierno le encienda la chimenea con su aliento de fuego, que la lleve a pasear por el cielo en los días sin nubes, que la proteja de los bandidos cuando pasea por el bosque. Es por eso que utilizan armas diferentes. Para matar un dragón necesitas armadura, caballo, lanza, furia, odio y violencia. Para domesticarlo basta una mano suave, una cuerda y un poco de dulzura. Pero no perdamos de vista algo: Ambos desean cosas diferentes.

PD3. [...] No temo a la muerte ni a estar vivo. Lo único que temo es no saber si estoy vivo o muerto. Y he de confesar que tu tendencia a no saber decir “no”, a “domesticar” dragones… me asustaba un poco. Siempre he pensado que los animales domesticados no están del todo muertos ni del todo vivos. [...] Sabes que no voy a permitir que me conviertas en tu bestia de compañía. San Jorge sólo me buscará vivo o muerto.



sábado, octubre 03, 2009

Fate


Si soy incapaz de negar la existencia de Circe, de Morgana, de la Sibila de Cumas es porque cinco años más tarde la canción que te obligaron a escuchar por teléfono hasta el último acorde en aquel motel de las afueras de Tallin sigue apareciéndoseme de cuando en cuando como aquella noche en la que no se puso el sol. Sed pacientes. Aún sigo rebelándome contra mi destino, mis queridas brujas.

I don't need a ride to arrive
I don't feel approached any time
If you feel a fader on a decline
Out of all you've ever been
And you won't need time
You never need time
I don't need this every god
You see every ghost am I
Have we found a phase to be out of
Transfer all your thoughts to me
And you won't need love
We don't need love
I don't need this sin to go
Down to where all forevers flow
Every fate revealed slow
Never talking back to me
Say it out loud
I feel this cold
I never stay and I never go


jueves, septiembre 10, 2009

Insomnio

En los años que me contemplan he sufrido dos largos periodos de insomnio. El primero y el más crudo sucedió cuando tenía 18 años. Perdí casi 10 kilos y fue tan largo que una noche pensé que cuando muriese habría vivido el doble de lo que habría logrado vivir en el mismo tiempo una persona normal. Aunque, para ser sincero, en ese momento y a tenor de lo que conseguía dormir por la noche tampoco imaginé que acabara siendo demasiado. Jamás admití tomar nada que me ayudara a conciliar el sueño. Pero es cierto que tuve la tentación de hacerlo en muchas ocasiones. Y en casi todas ellas aparecía mi rostro demacrado y mis ojos enrojecidos frente a un espejo, vómitos en el lavabo de mi cuarto o una cuartilla garabateada sobre la mesa. En seis meses no aparecí por casa para evitar que me vieran en aquel estado lamentable. Para ello fingí exámenes inexistentes, provoqué guerras y tormentas por teléfono y alegué curdas y chicas de fin de semana. Y esto último fue lo único cierto. Al alcohol y al sexo de aquellos años les debo mis únicas horas de sueño en aquel tiempo y que hoy probablemente esté escribiendo esto con un bostezo en los labios y aparentemente cuerdo.

Nunca me quejé de mi falta de sueño. Ni siquiera cuando empecé a sufrir aquellas devastadoras migrañas que me dejaban exánime sobre la cama durante horas impidiéndome que me acercara a la armería más cercana, comprara una pistola y me volara de una maldita vez la tapa de los sesos. Porque en el fondo sabía que aquel insomnio era mi aliado. Como ya lo había sido tiempo antes en aquellas otras interminables noches en vela -siempre después de jugar, siempre después de perder- en las que el amanecer me sorprendía repasando una y otra vez cada movimiento, cada jugada. Noches en las que con frecuencia encontraba soluciones brillantes a problemas que me habían parecido irresolubles mientras jugaba.

Una mañana, después de casi seis meses, me levanté de la cama, me duché y salí a la calle. Era muy temprano, las calles aún estaban casi vacías. Entré en un bar que acababa de abrir y pedí uno de los pocos cafés que he tomado en mi vida. Mientras el camarero calentaba la cafetera supe que aquella noche volvería a dormir. El insomnio no es más que la oportunidad, el tiempo, que el cuerpo nos ofrece de perdonarnos a nosotros mismos cuando por fin somos conscientes de que jamás encontraremos la solución. De que jamás hallaremos la explicación de por qué perdimos.

miércoles, agosto 26, 2009

La montaña

Foto del Latok II

Entrevista realizada por Sebastián Álvaro y publicada en el Diario As. | 26/08/2009

Se mira la punta de sus dedos congelados, pero en realidad tiene la vista perdida en otro lugar. Quizás en una repisa lejana donde descansa su compañero Óscar Pérez. Habla con una tranquilidad y lentitud que no apagan algún gesto de rabia contenida que revela un estado de ánimo desolador. En realidad, su figura y su rostro delatan el calvario por el que ha transitado estos días, justo desde la tarde del 6 de agosto, cuando su compañero le pidió con urgencia que le asegurase porque la placa de nieve donde se encontraba se estaba desprendiendo Luego el vacío, la caída a cámara lenta y la certeza de saber que te estás matando. Allí comenzó esta pesadilla que aún no ha terminado, porque su cabeza y su mirada siguen allí, perdidas.

"Vinimos a primeros de julio. Ya conocíamos la zona de los Latok porque en el año 2006 habíamos escalado el Latok III, y quedamos sorprendidos con las posibilidades de estas montañas. Por un lado están relativamente cerca del glaciar de Baltoro y los ochomiles, pero en realidad están a un mundo de distancia, son muy solitarias y su escalada es muy difícil además de exigir un gran compromiso", comienza a relatar Álvaro Novellón.

Estamos despidiéndonos con cierta tristeza, a pesar de la vorágine dramática vivida en estos últimos días que ninguno de los que hemos participado en las labores de rescate de su compañero Óscar Pérez lograremos olvidar. Una carrera contra el reloj (contra la montaña, contra las dificultades burocráticas, contra un sinfín de problemas que nos aplastaron) que terminamos perdiendo. Porque esa es la dura realidad: nos dejamos la piel en el intento pero perdimos. Sin embargo estos avatares unen a los montañeros con sentimientos que muy pocas personas pueden llegar a entender; son aquellos que surgen en momentos en los que se comparte y se pone en juego la vida. Seguro que a ambos nos hubiera gustado conocernos de otra forma, compartiendo expediciones o alegrías a la bajada de alguna de ellas. Pero desgraciadamente no ha sido así. Aunque yo soy un visitante asiduo del Karakorum y en el año 2006 ellos dos estuvieron escalando el Latok III los azares del destino no propiciaron el encuentro. Ha tenido que ser ahora, con una tremenda desgracia de por medio, cuando nos hemos conocido. Ahora, antes de separarnos, hacemos recuento de penalidades con la serenidad de viejos amigos que han compartido derrota. Si tuviera que señalar un rasgo que definiera la personalidad de Álvaro sólo podría decir que es un hombre tranquilo. En realidad parece mucho más maduro que lo que revelan sus casi 30 años. Quizás se deba a que en momentos así se madura mucho más rápido.

¿Por qué elegisteis el Latok II (7.125 metros)?

En realidad veníamos al Latok I. Hicimos un intento por la ruta de los hermanos Huber, que a pesar de sus muchos intentos nadie ha logrado superar. Esa era nuestra idea inicial. Pero este año había mucha nieve y aunque desde abajo parece una arista perfecta en realidad estaba en muy malas condiciones y su escalada era muy comprometida y delicada. Nos peleamos con la nieve en unas condiciones deleznables. Para poner los seguros de las reuniones teníamos que picar hasta encontrar algo de hielo en malas condiciones. Al final, después de pasar una noche, nos dimos por vencidos y nos bajamos.

¿Fue entonces cuando empezasteis a pensar en el Latok II?

Sí, porque está a su lado y lo vimos muy bien desde el mismo campo base. Así que salimos el día 2 y comenzamos a escalar un muro muy difícil de nieve, y algo de roca en la parte superior, de unos 1.200 metros de desnivel que nos llevó todo el día. Al final logramos alcanzar el collado situado a unos 5.800 metros de altitud, el mismo al que luego le hemos dedicado tanto trabajo por la cara sur

(Se queda callado un momento, quizás recordando la dura escalada que tuvo que llevar a cabo con Jordi Tosas, en el último día del intento de rescate. Después de un esfuerzo extenuante, en el que ya apenas le quedaba a él un gramo de grasa en el cuerpo y Jordi estaba sin aclimatar, lo que suponía que tiraba de la cabeza más que de los músculos, lograron fijar 700 metros de cuerda que nos dejaba al pie del comienzo de las mayores dificultades de la ruta. Un esfuerzo que no sirvió de nada porque al día siguiente entró el temible mal tiempo del Karakorum y hubo que suspender toda la operación. Esa noche los termómetros en Skardú descendieron quince grados. Además ya habían pasado once días desde la fecha del accidente y no había ninguna posibilidad de llegar a la repisa donde se encuentra Óscar antes de otros cinco días. Fue un mazazo, pero la realidad se imponía a nuestros deseos).

El día 3 continuamos escalando. Llevábamos lo imprescindible para ir más rápidos. Acometimos primero una pala de nieve y llegamos a unos 6.100 metros, digo aproximadamente porque no llevábamos altímetro. Nos quedamos al pie del tramo más complicado y técnico de toda la ruta. Dormimos allí y al día siguiente nos dimos cuatro largos de cuerda por un terreno muy difícil, pero por fin alcanzamos los 6.400 ó 6.500 metros, en plena arista y entonces lo vimos muy bien. Creíamos que ya teníamos fácil alcanzar la cumbre en una jornada y dejamos la tienda con todo el material que llevábamos para ir sin peso a la cima y regresar, pero

(Pero, como me dijo Ramón Portilla durante los preparativos del rescate, juzgando la escalada hasta el collado: "Aquí no se regala nada, cualquier cosa nos va a costar un montón de esfuerzo, incluso subir al collado y allí comienza toda la movida").

... no fue así. Hubo un tramo de gendarmes de roca en la parte superior de la arista muy delicado, en el que metimos mucho tiempo. Comenzaron a pasar las horas, había mucha nieve y las dificultades eran considerables. Para remate ya estábamos muy altos y empezamos a pasar frío en las manos

(Y lo dice mientras se toca las puntas de los dedos en los que no tiene sensibilidad. Algunos los tiene ya negros; no es nada importante pero, a pesar de las recomendaciones del doctor Ricardo Arregui de la MAZ, volvió a subir al collado para intentar salvar a su amigo. "Te jugarás las manos, pero es tu decisión y entiendo que quieras subir allí").

¿A cuánto os quedasteis de la cima?

A nada. Nos quedamos a unos 100 metros. Paramos de escalar a eso de la una y media o dos de la madrugada. Menos mal que nos habíamos subido un infiernillo, y nos pusimos a hacer una sopa. Pero fue una tortura, porque el cacharro se apagaba a cada instante. A pesar de todo logramos hacernos unos dos litros de sopa que nos vinieron muy bien. Lógicamente no logramos dormir. Yo no pasé mucho frío pero Óscar se quejó más de las manos. Estuvimos dándonos masajes en los dedos y moviéndoles para mitigar un poco el frío, pero, a pesar de todo, de la altitud y los días que llevábamos en la pared, fue una noche tranquila. Apenas hablamos. La mañana fue mucho peor. Pasamos mucho frío al amanecer. Esperábamos que nos diera el sol, pero aparecieron unos velos de nubes y nos lo tapó. Nos pusimos en marcha enseguida. Nos quedaban dos largos de cuerda difíciles (unos cien metros) y luego quince metros andando. Y eso fue todo. La cumbre no sería más amplia que esta mesa (y señala la mesa en la que estamos conversando que mide un metro por dos de larga). Y no estuvimos mucho tiempo: dos fotos y hacia abajo (Unas fotos que no se llegarán a ver porque la cámara era de Óscar, la de Álvaro funcionaba mal y le estaba dando problemas. Se ha quedado en la repisa donde descansa su compañero). Sabíamos que no se había terminado la historia. De todas las formas estábamos cansados, como es lógico, pero bien. Nos lo tomamos con calma, porque sabíamos que teníamos todo el día por delante para llegar al vivac de los 6.400 metros. Allí habíamos dejado la tienda pequeña con algo de comida, material, los sacos, algo de gas y poco más. Pero no llegamos porque tuvimos la caída...

¿A qué hora sería?

No recuerdo bien, pero como a las dos de la tarde.

¿Por qué elegisteis otra ruta en ese tramo precisamente?

Decidimos no meternos por la arista y hacer una travesía para salvar la zona de gendarmes, porque tenía tramos muy delicados y no molaba nada pasar por allí. Vimos clara la travesía y nos metimos a hacerla.

¿Cómo fue el accidente?

Óscar bajaba delante y de pronto me dijo: "Asegura que esta nieve está mal". Iba a asegurar cuando noté el tirón y nos fuimos hacia abajo. Nos caímos por la pared, Óscar cayó unos cincuenta metros y yo diez. La cuerda se clavó en una pequeña arista de nieve, pero dentro de la misma pared, y nos detuvimos.

(Comprendo la sorpresa al detenerse, porque ya me lo ha relatado algún otro amigo en situaciones similares, y ver cómo ambos estaban retenidos por una pequeña arista de nieve donde se había clavado la cuerda que les unía. Por debajo de sus pies un vacío aterrador de más de mil metros).

Sería una situación angustiosa, ¿no?

Yo estaba colgando y cada vez que me movía nos íbamos los dos. Después de mucho pelear conseguí colocar un clavo de hielo pero en un sitio poco fiable, así que en realidad seguíamos colgando en el vacío. Poco a poco pude ir acercándome a una zona de roca y entonces logré asegurarnos bien. Aseguré a Óscar, corté el trozo de cuerda y me di cuenta de que no podía recuperarle, así que rapelé y bajé hasta donde estaba. Se había roto la pierna y la mano y no podía moverse ni desplazarse. Pensamos en todas las posibilidades pero apenas teníamos alguna, así que lo único que pude hacer fue bajarle hasta una repisa que tenía nieve pero estaba bien un poco más abajo. Le dejé allí y subí hasta la tienda a por lo poco que teníamos. Me costó mucho y además en esa escalada volví a pasar frío en las manos. (Lo que no se atreve a confesar, pero lo hemos comentado todos los del grupo de rescate, es cuánto se jugó allí la vida, en medio de un terreno tan delicado y peligroso como en el que habían tenido el accidente). Llegué casi de noche a la tienda. La habíamos dejado tirada para que no se la llevara el viento y no conseguí ponerla en pie. Sólo pude levantar un palo y allí me metí un rato. Esa fue la noche más perra que había pasado hasta entonces, y ya tenía las manos congeladas.

¿Cómo te encontraste a Óscar al día siguiente?

Comencé a bajar muy temprano. Le vi mejor que el día anterior y eso me alegró bastante. Ya era el día 7 y estuvimos mirando las posibilidades y sólo veíamos claro que tenía que ir a pedir ayuda. Quizás pecamos de ingenuos al pensar que con los helicópteros la conseguiríamos muy rápido. Pero era la única opción. Le dejé todo lo que teníamos: dos sacos de dormir, una funda de vivac, dos cartuchos y medio de gas y algo de comida.

¿Pensaste en ese momento en el accidente de los británicos en El Ogro?

Cuando Doug Scott tuvo su accidente en El Ogro (una montaña muy cercana al Latok en la que el célebre alpinista británico se partió las dos piernas y logró salvarse en una dramática retirada, llegando a rastras al campo base), en el grupo iban cuatro y lograron descolgarle. Yo estaba solo y además apenas teníamos cuerdas después de la caída. Así que le dije: "Voy a por ayuda y vuelvo a por ti". Y me puse en marcha. Serían las dos de la tarde. Llegué al collado de los 5.800 metros ya de noche. No podía seguir descendiendo y pasé allí unas cuatro horas, hasta que comenzó a clarear. Luego ese descenso hasta el campo base fue el peor. Apenas llevaba material y tuve que ir rapelando buscándome la vida o con algunos avalakof (agujeros en el hielo en los que se pasa un cordino desde el que se descuelga; en general son seguros muy precarios dada la naturaleza frágil del hielo). Ya salieron a buscarme el cocinero y el guía del campo base, pues estaban intranquilos. Como no había podido bajar por la misma ruta de subida llegué abajo a la peor zona de la rimaya (grieta formada por el cambio de pendiente de la pared con el glaciar). Afortunadamente, a gritos los de abajo me orientaron y pude hacer una travesía hasta llegar a un lugar donde pude por fin llegar al glaciar. Allí acabó el descenso. El resto lo sabes tú porque desde entonces estuve hablando contigo...

Me levanto y le doy un abrazo. Sé perfectamente por lo que está pasando. Le digo que vuelva al Karakorum en otra ocasión, también le digo que no tiene nada que reprocharse, todas las decisiones que tomó fueron las correctas y tampoco pudo hacer más de lo que hizo. En realidad lo milagroso es que él regresara con vida. Pero eso es posiblemente lo que le resulta más inaguantable. Todavía no ha terminado de preguntarse por qué fue él elegido para salir vivo de la ratonera en la que se convirtió esa montaña a la que llegaron casi por casualidad. Sé que le resultará difícil seguir viviendo con aquellos recuerdos, pero un tipo capaz de haber sobrevivido a una historia como la que ha vivido, es capaz de todo.

Fiebre

En cuatro días que he pasado encerrado en esta casa de paredes blancas y desnudas, asolado por la fiebre y tragando cristales blancos de pus he visto y hecho cosas que vosotros no creeríais… atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Pero hay más. La fiebre, desde muy pequeño, me enfrenta a mis obsesiones, a mis deseos, a mis miedos, a mis frustraciones, a mi rabia; los rescata del infierno acallado por los sentidos y los hace aparecer hirviendo, vivos como lenguas de fuego ante ese débil despojo humano en el que me convierte y al que maneja como a un replicante defectuoso. He paseado por casa desnudo y ardiendo a las 4 de la madrugada y me he abrazado al suelo lamiéndolo, intentando inhalar su fría y suave superficie. Ya os advertí que no me creeríais. En cuatro días he pasado un año en el ártico y conservo escrito medio diario de viaje. La otra mitad la quemé junto a una pastilla de aceite aromático de frambuesa. Me gusta ver las volutas de palabras gélidas ascendiendo lentas, perfumadas, inalcanzables y para siempre hacia las constelaciones cercanas. Bellatrix y ardiendo en rojo Betelgeuse de Orión, el cazador. Titilante y obscena con un clítoris recién excitado Vega en Lira. He cavado con mis propias manos fosos dentro de mis armarios y desenterrado cartas como cadáveres. Mis manos y mi nariz y mi boca todas impregnadas de putrescina, de cadaverina. Como una hiena. Porque después de leerlas al menos diez veces y acariciarlas y salpicarlas de ginebra azul he tratado de comerme una de ellas pero al morder el papel amarillento me han dado arcadas y no he podido seguir. He pensado en masturbarme en varias ocasiones. Pero la fiebre es una amante demasiado exigente. He colgado el teléfono a –probablemente- la mujer más triste del planeta a esa hora de la tarde en su hemisferio Norte. Hipertermia, mamá, hipertermia. Se trasmite de un terminal a otro a través de ondas electromagnéticas y es capaz de joderle el día a cualquiera a cientos de kilómetros de distancia. He leído un libro de Ilya Prigogine titulado “El Nacimiento del Tiempo”. El último que me quedaba en casa. Después de hacerlo me he prometido a mi mismo que jamás volvería a leer en este estado un libro que hablara de procesos irreversibles. He escrito mucho. Decenas de hojas. Cosas horribles. Cosas que nadie entendería porque he escrito con fuego y sólo el pirómano es capaz de entender sus incendios. La inmensa paz que en ocasiones me provocan. Después de quemar partes de mi vida sólo queda un espacio diáfano y negro. Todo arde, desaparece. Vuelve al comienzo. Al momento anterior a la vida. Y ya no queda nada por lo que preocuparse o lo que cuidar. Nada que pueda hacerme daño. Sólo un vacío oscuro que consuela. Y yo. Esa es la mecánica del incendio. Pero la vida no arde con facilidad. Y se regenera aún más rápido. El calor también atrae a los fantasmas. La fiebre y el verano. He recibido la visita de algunos durante estos cuatro días. Unos se deslizaron de libros que no había abierto en años. Otros resaltaron su nombre en negrita en su correspondiente carpeta-nicho de mi gestor de correo electrónico. Una, dos visitas. Los primeros se me aparecieron con forma de sirena de mascarón de proa. Sonreían y me susurraban que durante un breve espacio de tiempo fui el hombre de sus sueños. Eran voces que trajo la brisa desde lugares del pasado. Fue agradable volver a verlos. Los segundos también me sonrieron como pocas veces los vi cuando estaban vivos. Y me besaron. Con la dulzura que casi nunca mostraron cuando seguían vivos. Estos últimos me dejaron algo inquieto. No resulta fácil aceptar que has visto a un caimán amamantando a una camada de gatitos. He tratado de dormir. He puesto en modo aleatorio en el reproductor un disco de “Bosques de mi mente” que aún no había escuchado y que había descargado esta misma tarde y cuando estaba a punto de conciliar el sueño acunado en la dulce melodía, sin rastros de fiebre, a punto de que estos cuatro días se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia… He escuchado la voz profunda, devastadora, sombría como un mal presagio de Cortázar junto a mi oído susurrándome: “No lo sabe, lo terrible es que no lo sabe”, y repitiéndome: “No lo sabe, lo terrible es que no lo sabe”.

Entenderéis que se acerquen las 5 de la madrugada.

domingo, agosto 23, 2009

90º N. Capítulo I. El oso

Ilustración de Luis Bustos.

Es miedo a que otro animal que no sea yo mismo me destruya. También podríamos llamarlo orgullo. Me niego a aceptar que otro ser vivo con piel, sangre, huesos, músculos y cerebro sea más fuerte, más inteligente, más rápido, más certero, más despiadado. Podría consentir que días o meses o años más tarde otros expedicionarios encontraran mi cuerpo inerte a causa el frío extremo, o a que me perdí durante una ventisca de nieve o quedé atrapado en una grieta del hielo, pero jamás despedazado por un oso. Para evitarlo extremo las precauciones. Y sigo férreas rutinas, especialmente cuando detengo mi marcha y vuelvo a montar la tienda para dormir unas pocas horas. Antes de acostarme paso algún tiempo escrutando en todas direcciones el vasto horizonte blanco en busca de su enorme silueta moviéndose lenta, confiada, sin enemigos sobre el hielo. Teniendo en cuenta que mi vista abarca en este liso paisaje al menos tres kilómetros eso se traduce en al menos una hora de sueño tranquilo. Nunca dejo restos de comida ni fuera ni dentro de la tienda y al acabar mi cena envaso herméticamente todos los alimentos para evitar que el olor pueda atraerlos. Lavo cuidadosamente con nieve los útiles de cocina y los ensarto en una cuerda con la que rodeo la tienda a unos diez metros de distancia. De esta forma si algún oso se acercara mientras duermo y tocara la cuerda, el ruido de los cacharros me alertaría y tendría unos preciosos segundos para coger el Mauser y preparar el disparo.

Mi desconfianza inicial se ha mudado en fe ciega hacia este viejo fusil. Cuando O. –haciendo uso del buen criterio que yo no tengo-, me lo regaló en la base rusa al comienzo de mi viaje pensé que sería una carga innecesaria, un estorbo más del que no tardaría en desprenderme durante el camino. ¿Cómo podría protegerme un arma que necesitas recargar a cada disparo? En ese intervalo de tiempo y a poca distancia cualquier oso ya se habría abalanzado sobre mi y me habría arrancado el corazón de un solo zarpazo. Con el paso de los días me di cuenta de que mi pensamiento inicial estaba equivocado. Si quiero sobrevivir al ataque de un oso polar debo eliminar de mi razonamiento el verbo recargar. Jamás confiar mi suerte y mi vida a la posibilidad de un segundo disparo. Nunca se apunta tan bien como cuando sabes que sólo tienes un disparo. Ahora, además del fusil tengo otro arma aún más poderosa que la primera: una completa, absoluta y certera desconfianza.

Practico con el Mauser una vez a la semana. Un solo disparo. Busco un montículo de nieve que se asemeje en tamaño y forma a un oso. Me alejo unos cien metros. Cargo la culata sobre mi hombro derecho. Apoyo una rodilla sobre el suelo y el codo sobre la otra. Acompaso el balanceo del cañón con mi respiración y cuando el alza y la pequeña pirámide truncada del punto de mira coinciden en una misma línea con el lugar donde supuestamente el animal albergaría su corazón contengo el aire en los pulmones y aprieto el gatillo. El estruendo del disparo tarda algunos segundos en disiparse al no encontrar obstáculos en el páramo helado. Luego me acerco al montón de nieve y busco el orificio de entrada. Mi destreza con el fusil ha mejorado muchísimo desde las primeras veces pero trato de desterrar de mi mente y mi cuerpo la sensación de confianza. La confianza en este lugar es -más que cualquier oso- mi peor enemigo. Después y cada vez, vuelvo a la tienda, desmonto el arma, la limpio con infinito cuidado y la monto de nuevo. No puedo permitirme dejar nada al azar.

Junto al viejo fusil O. me obsequió también con una caja de 78 balas. Ellas constituyen también el límite de mi aventura. Volveré a casa en cuanto me quede una sola bala. Ese día llamaré por radio al helicóptero de la base, daré mi posición y pediré que vengan a buscarme. Si finalmente lograra no tener que utilizarlas para otra cosa que no fuera mi práctica semanal de tiro significaría que aún tengo un margen de aproximadamente 11 meses para conseguir alcanzar el objetivo de mi viaje. Los límites, mis límites, también esta vez, los hallo en el miedo.

Hace dos días, mientras caminaba sobre la banquisa de hielo ártico encontré huellas recientes de un oso a apenas un kilómetro del lugar donde había montado el campamento la noche anterior. Muy cerca esta vez. Por el tamaño y profundidad de la pisada debía ser un macho adulto, pesar media tonelada y medir casi dos metros de altura. El hallazgo me dejó sumido en oscuros pensamientos. A medio día, mientras intentaba cruzar en el kayak una gran grieta en el hielo, lo vi. A unos quinientos metros de distancia de mi posición trataba también de alcanzar la otra orilla de la fisura navegando a bordo de un gran trozo de hielo. Lo estuve contemplando largo tiempo hasta que alcanzó el otro margen y se alejó fundiéndose y desapareciendo lento y colosalmente hermoso en el blanco glacial del paisaje polar. Afortunadamente ajeno a mi súbito e irrefrenable deseo de dormir aquella noche abrazado a su cálida, suave y nívea belleza.

lunes, agosto 03, 2009

Preguntas

¿Qué ocurriría si un día pierdes tu tesoro más preciado?

miércoles, julio 29, 2009

Aire

“Encended el aire acondicionado y dejad que entre aire fresco”.

(Sutpen -boqueando como un pescado recién devuelto al mar- parafraseando a Juan XXIII)

domingo, julio 26, 2009

Los ciervos

Foto robada y manipulada por Sutpen


Empezaré por sus nombres. Porque, como sabes, lo que no se nombra no existe. O no acaba de existir del todo. Y convendrás conmigo que unas pocas viñetas de cómic –por hermosas que éstas sean- sobre el fino algodón de una camiseta conceden una existencia casi tan leve como una ensoñación, sobre todo si se carece de un nombre. Por eso fue lo segundo que me pregunté. Si lo tendrían. Cómo se llamarían. Esa macondiana obsesión mía por poner nombre a las cosas que no acaba de abandonarme.

Y lo tenían, claro que lo tenían. Él se llama Elafos. Ella, Elafina.

Ambos miran al mar sobre sus columnas venecianas saludando con broncínea altivez a los barcos que arriban, despidiendo a los que parten. Cuántos querríamos acabar como ellos. Descansando inmóviles en la bocana de un puerto, relucientes, inmortales y hermosos bajo el sol con la mirada perdida en un horizonte azul mientras escuchamos las historias –la Historia- que traen los marineros desde los más remotos confines de la tierra.

Erigidos por los conquistadores italianos a principios del siglo pasado en honor a Apollos Helios ocupan las dos huellas de aquel extraordinario coloso que asombró y alumbró al Mundo Antiguo durante los apenas 56 años que se mantuvo en pie. Ya sabes lo que ocurre con las cosas demasiado grandes. No suelen durar demasiado. Te hablo del coloso Mike Tyson, te hablo del coloso en llamas, te hablo de ese amor colosal. No hay en este planeta fuerza gravitatoria suficiente que los mantenga en pie.

No debes preocuparte demasiado. No ocurrirá lo mismo con nuestros pequeños ciervos apolíneos. Seguirán estando allí para saludarnos cuando una mañana soleada lleguemos al puerto de Mandraki en Rodas. Al fin y al cabo –y esa es una de las inestimables ventajas de las ensoñaciones de tinta o fino algodón- allí nos esperará eternamente Corto, paseando con las manos en los bolsillos, con la mezquita secreta a su espalda. Siempre un día antes de dirigirnos a Samarkanda.

martes, julio 14, 2009

Parténope

Fontana della sirena (Nápoles)


Te conté cómo hacerlo. Tendríamos que descender poco a poco, controlando el ritmo cardiaco, a lo largo de todas las tonalidades de azul. Desde el más claro de la superficie al más sombrío de las profundidades. Estaría oscuro. Haría mucho frío. Nos sentiríamos solos. Y una vez allí abajo, tendríamos que desearlo con toda la fuerza de la que fuésemos capaces. Justo hasta que el miedo a morir se desvaneciera, fuese algo tan liviano y volátil como una burbuja de aire. Sólo entonces, cuando ellas estimasen que nuestro deseo es lo suficientemente poderoso, más poderoso incluso que la muerte, que podríamos abandonar todo, incluso nuestra vida, por ellas, distinguiríamos entre las tinieblas abisales los primeros destellos argénteos de sus escamas. Las delicadas primeras notas de su seductor canto.

Tú dijiste que no sería difícil. Yo sonreí. Como S. sonreiría al verme doblar el primer pliegue de un dragón Satoshi Kamiya.

Aguantamos la respiración poco más de siete meses. No fue suficiente. Lo nuestro, admitámoslo, nunca fue la apnea.


domingo, julio 12, 2009

"El mar bajo mi culo y el cielo sobre mi cabeza".


Foto de M. R.

Suelo decir que la pereza es la suerte de los amantes de la belleza. Lo he corroborado muchas veces. Cruzando el Karlúv Most en dirección a Malá Strana en Praga a las 4 de la madrugada, cuando ya los adolescentes ingleses y americanos han ido a vomitar la absenta a sus sórdidos hostales del barrio judío y los rebaños de jubilados centroeuropeos dormitan en sus establos de lujo bien abrevados. Al amanecer, sentado en el puerto, frente a la cercana isla de Lokrum mientras espero por el este los primeros rayos de sol que pronto iluminarán los muros de piedra blanca de la fortaleza de Dubrovnik. A medianoche, al amparo del frío y la humedad de Venecia en invierno. Este mundo globalizado en el que cualquier confín del mundo está al alcance de un solo click de ratón no está desprovisto de encantos. Es hermoso. Y en ocasiones, para descubrirlo, basta tan sólo con no dejarte vencer por la pereza. Consiste en vivir un poco más que el resto. En sobrevivir.

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Nos levantamos temprano. Y desayunamos en la terraza observando el mar completamente en calma, aún cubierto por un débil manto de oscuridad. A esa hora de la mañana parecería que sólo existiéramos nosotros, las olas suaves que lamen la orilla de la playa, el puntito luminoso de un barco lejano en el horizonte y nuestras deliciosas tostadas calientes con tomate, sal y aceite. Sobre todo ellas. Al menos para nosotros y para los dos pequeños gorriones que las observan, con excitado nerviosismo, posados sobre la barandilla.

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Al dirigirnos a la playa con el kayak me fijo en un hombre sentado en un banco del paseo marítimo. Es un anciano. Viste pantalones azul marino, una camisa blanca de manga corta y una gorra de color verde. Tiene la piel bronceada por el sol. Levemente inclinado hacia delante, con los antebrazos sobre las rodillas sigue con la mirada las velas en el horizonte y las estelas de los barcos que se alejan mar adentro. Nos saluda con la mano al vernos llegar. No sonríe.

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En apenas media hora de navegación a buen ritmo y contra el viento arribamos a la playa Amarilla con el sol todavía reflejado en los cristales oscuros de nuestras gafas. Como imaginábamos, encontramos la playa desierta. Es la misma playa que un par de horas más tarde encontraremos infectada de barcos de recreo y motos de agua y contra cuyas jodidas estelas deberemos batirnos el cobre a la vuelta. Antes de llegar decidimos costear por los amplios fondos arenosos de aguas turquesas de los acantilados de la punta del Cambrón. A cada momento pequeños bancos de peces saltan del agua en un enjambre plateado frente a nuestra proa. A varios metros de profundidad, bajo el agua cristalina, un par de sombras más grandes nos acompañan durante la travesía. Besugos de lomo rojizo, tal vez. Los otros, los de espalda rojiza, como he dicho, llegarán afortunadamente un poco más tarde pilotando bañeras de recreo y motos acuáticas. Su pesca, la de los segundos, desafortunadamente está prohibida.

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Rodeamos la isla del Fraile siempre a favor de la brisa que sopla del sureste, el anciano Argestes, el viento cálido que guía los rayos del sol y hace madurar la fruta y el trigo. En la época en la que los hombres aún llamaban a los vientos por sus nombres de dioses, la isla estuvo habitada por pescadores que elaboraban el apreciado “garum”, una salsa elaborada con diferentes tipos de especias y vísceras de pescado. De hecho, hasta hace algunos años, antes de la aparición de los expoliadores –me resisto a llamarlos piratas- con neoprenos y gafas del Decathlon aún podían encontrarse ánforas y vasijas romanas en los hermosos fondos de algas y rocas escarpadas del islote. Haz memoria. Seguro que alguna vez te han enseñado o visto alguna. Normalmente están en el recibidor. Dentro están las llaves de casa y del coche, un mechero y los miserables y molestos céntimos de euro que quedan sueltos en los bolsillos del expoliador de turno. Expoliador, sí. Llamémoslos con propiedad. Los piratas gastan doblones de oro.

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Nos guarecemos del viento y de las olas del mar abierto en uno de los recodos de la parte oeste de la isla y mientras damos cuenta de nuestras empanadillas de atún soltamos los primitivos aparejos de pesca. Un anzuelo con lombriz viva, plomos, hilo y un corcho. Amarro mi remo en la proa, estiro las piernas, entrecierro lo ojos y miro el cielo. Nos sobrevuelan la cabeza las siluetas recortadas en sombra de varios cormoranes y gaviotas bajo el sol ya casi de mediodía. Son instantes de intensa felicidad. Consciente de sentir el momento como irrepetible y fugaz porque sé que la felicidad no es posible de otro modo. Es una sensación de plenitud que te nace en el estómago y asciende quemándote la garganta hasta acabar en los lacrimales. Es el jodido síndrome de Stendhal. Mientras recojo el sedal veo reflejos plateados en su extremo. Es un precioso pez doncella. Lo libero con cuidado del anzuelo y lo devuelvo al mar. Lo observo alejarse ajeno y confiado bajo el agua hacia la felicidad amenazada de nuestra preciosa pradera de posidonias.

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Volvemos. Y mientras nos acercamos a la orilla regreso a la mirada del anciano del banco de esta mañana. Ya no son sus ojos. Sino los míos. Los de Ulises, muchos años más tarde de su regreso, mirando el mar junto a Penélope desde el porche de su casa de Ítaca. Es una mirada triste. Casi desolada.



jueves, julio 02, 2009

Él

Muchos años después creí verlo en aquel pub durante mi última noche en Praga. Fue una visión fugaz, una alucinación, una aparición que tomó forma corpórea durante unos instantes en el humo del tabaco, el vapor de la absenta y la luz estroboscópica. Cuando intenté enfocar la mirada buscando su rostro allí donde creía haberlo visto, entre un pequeño grupo de gente que bailaba, ya había desaparecido. Me despedí apresuradamente y me marché. Alguien me agarró de un brazo y yo me desasí con fuerza. Tenía que irme. Me había encontrado. Estaba seguro. Mientras regresaba al hostal a recoger todas mis cosas y poner en orden mi mochila lo imaginé conduciendo día y noche por carreteras secundarias y un mapa desplegado en el asiento del copiloto. Botellas de vino vacías tintineando entre sus pies, restos de comida y aquella fina sonrisa, como trazada a cuchillo, indestructible entre sus labios.

Al llegar a casa él ya estaba allí. Como otras veces. Su maletín de doctor victoriano sobre el aparador de la entrada y su sombrero borsalino de fieltro gris en el perchero. Recostado en el sofá del salón, mientras miraba la televisión, alzó el brazo que sostenía una botella de cerveza a modo de saludo.

Hoy, a pesar de que hace mucho tiempo que volví a perderlo de vista, me acordé de él. Es un recuerdo. Sigue estando ahí. Me acecha.

martes, junio 09, 2009

Puerta de Oriente


"Bebe el agua vibrante. Acaricia la piedra con mano delicada. Da tu adiós a Occidente, si lo posees, y vuélvete hacia Oriente..."

Robert Byron

domingo, junio 07, 2009

Día de tiburones


Dibujo de Sutpen


Fue un día horrible. Uno de esos días en los que en otras circunstancias uno podría declarar una guerra, enviar un ejército de aviones kamikazes a bombardear Pearl Harbour o, vistiendo capa y chistera, practicar con el bisturí en un callejón oscuro en el Londres de 1888. Y probablemente, si separamos una por una todas las causas, resultarían ridículas. Por completo absurdas. Pero también en ocasiones uno se cansa de ridiculizar, de banalizar las cosas, de ser comprensivo y flexible y necesita sentirse Áyax reclamando furioso la armadura de Aquiles, Edipo rey escupiendo insultos a Tiresias, y descargar toda esa mierda que lleva dentro enviando a sodomizar a quien se cruce en su camino, amigos incluidos. Aún sabiendo que alguno incluso podría llegar a disfrutar con ello.

Entonces –nunca antes evitar la destrucción mundial había resultado tan barato- compro un billete de tren de ida y vuelta sin el propósito de llegar a ninguna parte, me acomodo junto a la ventana soleada de alguno de los asientos, saco unas cuantas cuartillas y un bolígrafo de mi mochila y dibujo con trazos firmes e intensos. Dibujo tiburones. Siempre tiburones. Blancos, grises, toro, tigre, martillo. Un vaso de naranjada con mucho azúcar, como solía hacer mi abuela –posiblemente la persona que mejor ha entendido la mecánica de mi cólera- también serviría. Pero vivo de una forma tan incierta, tan provisional; mi vida está tan jodidamente cogida con hilos que ni siquiera me atrevo a comprar un exprimidor.

Cuando regreso, ya de noche, más calmado, con tres preciosos e iracundos tiburones en mi mochila, me entero de que David Carradine, el hombre que dulcificaba las tardes de domingo de mi infancia ha muerto intentando hacerse una paja en la habitación de un lujoso hotel de Bangkok.  Pienso que, pese a todo, quizá vaya siendo hora de comprarse un puto exprimidor.

miércoles, junio 03, 2009

La respuesta




"Una noche Chuang Chou soño que se había convertido en una mariposa que revoloteaba alegremente sin saber que era Chuang Chou. De pronto se despertó, siendo Chuang Chou. Y surgió la duda de si la mariposa era un sueño de Chuang Chou o Chuang Chou era el sueño de la mariposa. Y eso que la mariposa y Chuang Chou son bien diferentes. Y esto se llama transformación del ser."

Te pedí que me explicases el significado de esa historia. En aquel tiempo estaba convencido de que no había nada sobre la faz de la tierra que no fueras capaz de explicar. Me escuchaste, sonreíste y te lo apuntaste todo en aquella diminuta libreta en la que siempre atardecía. Me dijiste que tenías que consultarlo y que después me darías una respuesta.

Pero nunca me la diste. 

lunes, mayo 18, 2009

Viven



Y sobre todo, no temas, no te sientas triste. Porque

Vive

Aquel amor
aquel
que tomaron con la punta de los dedos
que dejaron que olvidaron
aquel amor
ahora
en unas líneas que
se caen de un cajón
está ahí
sigue estando
sigue diciéndonos
está doliendo
está
todavía
sangrando.


(Parafraseando un poema de Idea Vilariño)