jueves, mayo 27, 2004

Maldades íntimas...



Dejando a un lado el vaporizador para el asma me maldeciría. Sí, quizá ella tenga razón: escribir poesía es el acto más íntimo, el que realizas para nada y para nadie… pero a muchos nos faltan las palabras y en ocasiones el valor para doblar una esquina hasta que no se la vemos doblar a otra persona. Y nunca se lo agradeceremos lo bastante. Permítame, en pago, una dulce maldad y luego si quiere… me mata.

TAL VEZ NO ERA PENSAR

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto,
sino darse y tomar perdida, ingenuamente,
tal vez pude elegir, o necesariamente,
tenía que pedir sentido a toda cosa.
Tal vez no fue vivir este estar silenciosa
y despiadadamente al borde de la angustia
y este terco sentir debajo de su música
un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.
Tal vez debí quedarme en los amores quietos
que podrían llenar mi vida con un nombre
en vez de buscar al evadido del hombre,
despojado, sin alma, ser puro, esqueleto.
Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto.
sino amarse y amar, perdida, ingenuamente.
Tal vez pude subir como una flor ardiente
o tener un profundo destino de semilla
en vez de esta terrible lucidez amarilla
y de este estar de estatua con los ojos vacíos.
Tal vez pude doblar este destino mío
en música inefable. O necesariamente...

Idea Vilariño


Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.

Juan Carlos Onetti (Los besos)

sábado, mayo 22, 2004

Rendición




El mensaje es una palabra. Una sola palabra con todas sus letras. Cuatro letras. Impecables. La primera mayúscula, las siguientes en minúscula. Sin un punto final que evite que se derrame, que se extienda… que fluya… Así que ahí está, derramándose, extendiéndose, fluyendo de izquierda a derecha desde la cumbre de la A mayúscula. Pero cómo podría contener un punto el flujo incontenible de esa palabra. Sería inútil. Tarde o temprano terminaría abriéndose paso, acabaría filtrándose por el borde redondeado del punto y arrastrándolo. Por eso ella ni siquiera se molestó en ponerlo. Se rindió a la imposibilidad. Siempre tan consciente de lo imposible mi querida S.
En un principio fue un lago sin castillo, dragones ni princesa. Más tarde fue un río, después un océano con horizonte y luego sin él. Pasó el tiempo y no hubo puntos, palmas de manos ni presa de Asuán capaz de contener las cuatro letras de aquella palabra, porque ya eran dos. Una de ellas derramándose inmensa desde la alta cúspide de su mayúscula cima. La otra creciendo intensa desde su delgada y minúscula rendija hasta convertirse en un haz colosal, inabarcable. Por eso ella se rindió a lo imposible. A lo incontenible. Y yo me rendí con ella jurándome escoger con más cuidado mis postales en futuras ocasiones. Porque hay palabras que sólo caben en el agujero negro de un móvil.

“Azul”, decía.


jueves, mayo 20, 2004

Pulgas en el corazón




Había llovido mucho y nosotros habíamos bebido más. Nos arrojamos a la noche. Ella arrastrando los tacones. Yo arrastrando el corazón. Colgados del brazo buscamos una boca de metro mientras nos buscábamos la boca de cuando en cuando. Con torpeza, a dentelladas, escondiendo los labios porque entre nosotros no hay lugar para la ternura. Adivinándonos el vómito de alcohol en la punta de cada lengua. Sentada en el suelo había una chica joven con un suéter arco iris y una guitarra. “Un arco iris bajo tierra, en esta noche de mierda, con este asco de amor, un jodido arco iris, tiene maldita gracia”, recuerdo haber pensado. Y ambos huyendo de la canción en dirección a Nuevos Ministerios porque a nadie le gusta que le lean el alma.


"PULGAS EN EL CORAZÓN"

Susie bebe junto a la ventana con los labios sin pintar
tal vez esta es una de esas noches en que todo sale mal.
Un chaval pide monedas para echar en el juke-box
y ya ha puesto 15 veces "Should I stay or should I go".

Ese chico del taller busca pelea
no le importa con quien sea.

Pulgas en el corazón
perros en el callejón
y yo voy a estarme quietecita
hasta ver venir lo bueno a mi rincón.

Hay un tipo al fondo de la barra que se piensa que es John Wayne
pide bourbon y pregunta "chicas ¿queréis pasarlo bien?
Susie enciende un cigarillo y dice "socio muérete, debe ser tan divertido como que te pille el tren".

Aquí viene el mejicano con su panda
Quieren juerga ¡qué caramba!

Pulgas en el corazón
perros en el callejón
y yo voy a estarme quietecita
hasta ver venir lo bueno a mi rincón.

El camarero ya no encarga más champage
no hay nada que celebrar.

Letra: Christina Rosenvinge y Ray Loriga
Música: Christina Rosenvinge

sábado, mayo 08, 2004

Metáfisica cretina (gentilicio irregular de perteneciente a Creta)



"Deposite aquí sus esputos, por si acaso"

El ser humano.


Creo que en ningún otro lugar se piensa tanto en la muerte como a bordo de un avión. O al menos ése es mi caso. Lo he hecho en muchas ocasiones. Al despegar, en un tramo de turbulencias o mientras observo por la ventanilla el lecho algodonoso y amable de las nubes bañadas por la luz directa del sol. Recuerdo muchos instantes de temor en un avión pero ninguno como los 35 minutos que separaban Atenas de Iraklion. Una tormenta. Gritos sordos desde algunos asientos. Azafatas absolutamente ebrias caminando por el pasillo apoyándose en los asientos. Trepando casi. La voz poco tranquilizadora de uno de los pilotos advirtiendo de algunos minutos de turbulencias. Y de forma inevitable la pregunta que se filtra lentamente como un fluido viscoso y ajeno por los intersticios del cerebro. “¿Y si muero?” Porque en ningún otro lugar como en un avión para obtener el pensamiento de certeza de la muerte. Es claro, preciso, exacto. Certeza se llama. No hay opción a la esperanza de sobrevivir. Y sin embargo es inevitable que ese destello ridículo, grotesco, irrisorio y absurdo de esperanza cruce por un instante como un bufón torpe por tu mente. Sonrío. Y es mi penúltima sonrisa hasta que aterrizamos. Me maravilla ese apego del ser humano a la vida. Me fascina cómo intentamos asirnos a cualquier cosa con tal de no morir. Hasta la ráfaga de aire de la más absurda esperanza puede servirnos. Intento compararlo con algo y se me ocurre que es como saltar al vacío desde un octavo piso. O eso imagino. El mismo vértigo, intenso miedo inicial y la misma ridícula y fugaz esperanza de sobrevivir al salto. Un camión cargado de colchones que cruza en ese instante, un toldo de una panadería, hasta la posibilidad de volar si agitamos lo suficientemente rápido los brazos. Después del vértigo y del esputo de esperanza sobre el adoquín de la acera llega el miedo. Pienso sobre él. Busco la causa. Y no es difícil encontrarla: es miedo a la pérdida. Perder lo que tenemos y lo que nos gustaría tener si nos aguantara la vida. Miedo a perder posesiones y deseos. Centro mis pensamientos en las primeras. Y no me cuesta desprenderme de ellas. Al fin y al cabo ya las tenía y las he disfrutado. Las valoro y mido. Siento que hasta ahora he tenido una vida más o menos plena. Se entiende por plenitud a aquello que incluye la totalidad. He amado y me he enamorado perdidamente, sufrido, he sido muy feliz y también muy infeliz, he conocido, he aprendido, he viajado, he hecho realidad muchos de mis deseos y no he sido capaz de otros, he sentido y he dejado de sentir, hasta he muerto una vez y tiempo después resucitado. Me gusta la vida que he llevado. No sé si alguno de los que me leen pinta o ha pintado alguna vez. Es una sensación parecida a la de mirar el cuadro inacabado y sentir que es justo lo querías, que hasta ese preciso instante no se podría haber hecho mejor, el color exacto, los trazos perfectos. Por un instante temes acabarlo porque puede que el resto no salga tan bien. Hasta piensas en no terminarlo. Mi vida es ese mismo cuadro inacabado y perfecto en su indefinición. Piensen que estoy cayendo al vacío así que permítanme la miseria: Ese cuadro inacabado es mucho mejor que el acabado de otros muchos. Pienso que este tipo de miserias cuando se está a punto de morir son también habituales. Al menos cuando tienes tiempo para pensar sobre tu propia muerte. “No ha estado mal”, pienso. “Nada mal”. El miedo se disipa lentamente y empiezo a disfrutar del salto. El aire fresco contra tu cara, la sensación de ingravidez, un leve sentimiento de completa libertad. ¿Y qué hacemos con los otros? Los deseos. El miedo a perder lo que anhelas tener. Mastico el pensamiento: el mie-do a per-der lo que an-he-las te-ner. Hiede a probabilidad. Sabe a inasible futuro. Como si masticaras un trozo de corcho. No me cuesta demasiado escupirlo justo al lado del adoquín donde reposa el esputo de esperanza. Ambos son ridículos, bufones torpes. Perder lo que no tienes…. Bah. Es curioso que no haya pensado antes en otra vida tras la muerte, en alguna especie de reencarnación. Hay quien podría creer que ya estoy pensando en ello pero no es cierto. Sólo he pensado que es curioso que no haya reparado en ello antes. Ni siquiera entro a valorarlo. Muchos años de educación católica para darme cuenta que ni siquiera en el momento de morir me sirve de último consuelo. Algún día alguien se dará cuenta de que si en esa otra vida no se permiten muchos de los placeres que hacen que un tipo como yo sienta miedo de perder esta vida no vale demasiado la pena. No parece demasiado divertido pasar los días paseando por “El Cielo” sin ningún tipo de apetito. Intento concluir algo volviendo a la pregunta inicial. Entonces… ¿si muero? Si muero, nada. Volveré a mi vida anterior a mi nacimiento. Y no recuerdo que fuera una mala vida… Sonrío. Justo antes de tomar tierra miro de soslayo el brillo tenue y untuoso de los dos esputos en sus respectivos adoquines. “¿Quieres dejar de mirar eso, joder?”, me digo y muevo negativamente la cabeza.