lunes, mayo 30, 2005

Naufragio

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Amanecer en Mar del plata, Argentina.


Como en todos los naufragios, él despertó hoy al amanecer, a orillas del mar, semidesnudo y tiritando de frío bajo un trozo húmedo de tela, mientras contemplaba absorto el nacimiento de un sol pálido tras un horizonte azul. Un azul sin matices, sólo azul. Como el azul que utilizamos en nuestros sueños.

Como en todos los naufragios, muy cerca de él había un objeto de cristal –una botella, el búcaro veneciano del camarote del Capitán, un vaso herido de carmín- lamido por las primeras lenguas de sol. Un hermoso objeto de cristal con paredes y bordes brillantes de saliva solar.

Como en todos los naufragios, él estaba sentado, abrazado a sus rodillas, con la mirada perdida en el vuelo inmóvil de las gaviotas, y conservaba la paz, la serenidad, la placidez, el bienestar que otorgan las horas posteriores al vómito de agua salada. Y conservaba la palpitación de un hígado pequeño en la palma de su mano y en la mente la melodía, quizá, del último baile en el barco, justo antes de que buscara una bocanada de aire y encontrara una bocanada de agua de mar. Una canción de “La habitación roja” llamada "Scandinavia" de la que sólo conseguía recordar una estrofa: “Y me dicen que no, que tampoco es hoy el día en que tu voz pronunciará las palabras que me despertarán de este invierno fatal. Arde el cielo, grita el lienzo entre rojos violentos…”

Como en todos los naufragios, él sabía que lo peor llegaría con la canícula, cuando el sol coronara el cielo y el calor, la sed y el hambre se hicieran insoportables. Pero sobre todo, cuando los primeros restos del naufragio fueran llegando arrastrados por las olas hasta la playa: quizá un vestido negro de noche, tal vez unas pocas rosas amarillas aún fragantes y tersas, una vieja fotografía, una botella de champagne sin descorchar, algún cuerpo semidesnudo con una tierna e inocente sonrisa de ahogado en los labios… Y como en todos los naufragios, hizo todo lo que podía hacer, lo que hacía siempre en momentos como aquel: pensó en algo que había memorizado mucho tiempo atrás… cuando lo peor siempre llegaba con la canícula…


En los azules atardeceres del verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, a pisar la hierba menuda;
soñador, sentiré la frescura bajo mis pies
y dejaré que el viento me bañe la cabeza desnuda.

No hablaré, no pensaré en nada:
pero el amor infinito ascenderá en mi alma.
Y viajaré lejos, muy lejos, como un bohemio,
a través de los campos, feliz,
Como si estuviera con una mujer.

Arthur Rimbaud (Sensación). Traducción de C. G.

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viernes, mayo 27, 2005

never ever

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Y tengo una libreta que releo de cuando en cuando. Se llama “Never Ever”. Y nadie la ha bautizado. Al menos nadie que yo conozca. Esta vez no. Se llama así simplemente porque es lo que hay escrito con sencillas letras plateadas, en minúscula, sobre su cubierta: “never ever”. Nunca jamás. Así que supuse que ese era su nombre. La vi en el escaparate de una pequeña librería de barrio en Murcia hace ya casi tres años y la compré. Nunca jamás la habría comprado si ese no fuera su nombre, si no me gustara tanto detenerme frente a los escaparates de las librerías. Tampoco si no la hubiera necesitado. No soy de los que compran cosas que no necesitan aunque a veces lo parezca. Pero, ¿quién carajo sabe lo que necesito y lo que no? ¿Eh? ¿Quién? ¿Quién se atreve a juzgar mis necesidades?

Es una libreta de muelle y con las pastas de latón rojo. Pastas de metal que le confieren una sobria apariencia de inexpugnabilidad. De libreta blindada anti-tentaciones, anti-remordimientos de alto calibre. La parte interior de la cubierta es niquelada como un espejo y cuando la abro puedo mirarme directamente a los ojos y comprobar si hay miedo o culpa o ira o rencor antes de que tache o escriba en ella. Lo llamo el espejo de la verdad y nunca, nunca, nunca escribo algo en esa libreta sin mirarme antes a los ojos en ese espejo. Está escrito: “Nunca jamás escribas algo en esta libreta antes de mirarte en su espejo”. Lamentablemente no fue mi primer “nunca jamás” y las primeras páginas están tachonadas por equivocaciones. Algunas de ellas funestas. No siempre es fácil manejar una libreta como esa. Se hacen necesarios algunos filtros que te liberen de todo aquello que pueda influenciar tu percepción, tu reflexión y en último lugar, tu decisión hasta dejarla reducida a un trocito pulido, frío e inerme de pensamiento. El duro metal y el espejo son los primeros. Pero no es suficiente. Hay tentaciones, remordimientos, miedos, cóleras tan afiladas que ninguna aleación sería capaz de afrontarlas con garantías de éxito. Y mi voracidad es de una astucia tal que podría engañar con facilidad al espejo de la madrastra de Blancanieves por menos de unas miserables migajas. No, tampoco puedo fiarme de mi rostro cuando estoy realmente hambriento. Es un jodido impostor. “Nunca jamás hay que fiarse de un hambriento”. Sí, también está escrito. Por esta razón, el último filtro, el definitivo, es el tiempo. Nunca jamás escribo en esa libreta sin dejar pasar antes unos cuantos días. Justo cuando el hambre ha desaparecido.

No ha sido fácil dominar y aceptar sus reglas. Es exigente, inflexible y en muchas ocasiones cruel. Noventa y ocho “Nunca Jamás” en tres años. Trece de ellos incumplidos y veinticinco tachados. La mayoría de los restantes intactos, esperando agazapados en sus cuadrículas de tinta a escupirme en el momento adecuado mi cobardía, mi falta de orgullo, mi estupidez y mi traición. Mi traición… Y cómo escupen esa palabra: Traición. Con rabia y desprecio. No puedo permitirme traicionar nada más. No puedo. Ni siquiera una jodida libreta. “NUNCA JAMÁS TRAICIONARÁS” Y es el único en mayúsculas. Necesitaba algo que me lo recordara permanentemente. Un “Nunca jamás” escrito, implacable como una sentencia. Un “Nunca jamás” que me sonriera también de cuando en cuando con orgullo desde su “u” diminuta.


(“Nunca jamás prometas nada que no puedas cumplir")

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domingo, mayo 15, 2005

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Cristina Peri Rossi

“Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar…” Así pensaba yo también, como Girondo en estos versos, cuando llegué ayer por la mañana a casa, abrí la puerta, abandoné mi mochila sobre el suelo y me derrumbé en el sofá con la vista naufragada en la ventana del salón tras doce horas de avión y cinco de tren. Vuelvo lleno. Lleno de rostros, voces, miradas, lugares, ambientes, sonidos, tactos, perfumes y olores, músicas, canciones y libros. Muchos libros. Tantos que tuve que comprarles una mochila para no convertirme en Diógenes. Las modernas cajas de cartón abrigan y tapan mucho menos que los confortables toneles de madera de antaño. Siempre hay libros esperándote al otro lado de un océano. Porque hay libros que no viajan, a los que no se les deja, que no lo necesitan o… simplemente son ya demasiado viejos para viajar. Vuelvo lleno también de nostalgia. A un país que amas, más tarde o más temprano, siempre has de poder volver –“siempre se vuelve a Buenos Aires”, dice un tango- pero hay otros lugares a los que con el paso de tiempo es imposible regresar. “No va más”, que dice otro tango. Lo acepto con la ligereza de escrúpulos que me acompaña de un tiempo a esta parte. Sin culpa ni resentimiento porque bailo muy mal el tango. Con nostalgia, porque sé escucharlos.

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