jueves, agosto 24, 2006

La grieta.

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Foto de Sutpen


El muro que separa realidad y ficción tiene grietas.

Una tarde –hace ya muchos años y tristezas- escribí que construiría un barco. Lo construiría en madera con mis propias manos y cuando lo hubiera acabado cosería las velas con la tela de la ropa blanca y perfumada de lavanda que noches antes hubiera robado de los tendedores sin vigilancia de la ciudad. Y en un amanecer cualquiera zarparía de una playa de arena blanca arrastrado por olas de color turquesa y vientos cálidos y suaves del Sur dejando una estela delgada, fugaz y brillante sobre el agua y un aroma fragante a flores en la brisa. Alguien que me observara desde la orilla pensaría que nunca antes había visto nada tan hermoso alejarse en el mar. Perdido en el tiempo y con algo de suerte perdido también en la memoria. Porque uno no desaparece de verdad hasta que no desaparece también en los demás. Al cabo de los años dejaría de ser un hombre. El sol, la lluvia, el mar, el viento, la soledad y el silencio moldearían un ser de necesidades primitivas y esenciales. Y cuando el capitán de aquel mercante turco hallara mi cadáver de anciano desecado por el sol, el viento y el salitre del agua de cinco océanos, el único resto de humanidad que encontraría en aquel barco a la deriva sería un estante en el pequeño camarote con unos cuantos libros amontonados y en desorden. Ni una bitácora. Ni una palabra. Ni una sola letra escrita de mi puño y letra. “Aquí no vivió un hombre. Vivió un árbol o una nube pero no un hombre”, diría.

En el muro que separa realidad de ficción he encontrado una grieta. No es muy grande, pero lo suficiente para que haya conseguido introducir un dedo.

martes, agosto 22, 2006

Love

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“En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que ya es abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor.

Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amante teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.”



(“La Balada del Café Triste”. Carson McCullers)