miércoles, enero 26, 2005

Nieva.




Nieva. Justo ahí, tras el cristal de mi ventana. Al alcance de mi mano. Caen del cielo copos grandes y blancos como pétalos de cerezo.

Closer...




Hace apenas unos minutos que llegué a casa del cine en el que esta noche he visto “Closer”. Dos eran las certezas que abrazaba mientras caminaba de vuelta, aterido bajo este frío que pareciera desplomarse del cielo oscuro, inhóspito, glacial:

Una: Soy un tipo desmedido, exagerado, casi excesivo en muchas parcelas de la vida.

Dos: En el fondo, aún estando muy cerca, infinitamente cerca… muchos de nosotros nunca dejamos realmente de ser unos extraños.

Lo peor de todo es sentirse reconfortado por ambos pensamientos. Estúpidamente reconfortado. Tristemente reconfortado. Patéticamente reconfortado.

jueves, enero 13, 2005

Tierra en los zapatos




Heaney es de esa clase de tipos que me caen bien desde el primer poema. Uno de esos hombres que se forjan a sí mismos con tesón, fé, disciplina, paciencia, trabajo e indudable talento, sin olvidar jamás de dónde vienen, construyendo precisamente su mundo poético a partir de sus raíces. Leer a Seamus Heaney es verlo cavar junto a su padre en los apenas cinco acres de turba de su granja de County Derry y salir de ellos con los zapatos llenos de tierra y las palmas de las manos llagadas. En el poema que más adelante les ofrezco, dice: “Between my finger and my thumb/ The squat pen rests; snug as a gun./ Under my window, a clean rasping sound/ When the spade sinks into gravelly ground:/ My father, digging. I look down […] I’ll dig with it” (Entre el pulgar y el índice/ la rechoncha pluma descansa, ajustada como un arma/ Bajo mi ventana, el limpio y áspero sonido/ Cuando la pala se hunde en el suelo arenisco:/ Mi padre está cavando/ Yo lo miro desde arriba […] Yo cavaré con ella”). La imagen del poeta irlandés cavando con su estilográfica rechoncha, con los zapatos hundidos en la tierra oscura me sirve también para describir su poesía, siempre realista hasta la crudeza, directa, sin alardes, sencilla, eficaz y sólida. Sincera por encima de cualquier otro calificativo. Siempre con sus zapatos descoloridos hundidos en la turba en la que trabajaron sus antepasados, mostrando ese humilde y sosegado orgullo del que no necesita proclamarlo ni defenderlo porque sólo aquéllos que se enorgullecen de algo que se siente como vergonzoso se ven obligados a alzar la voz y los puños. A Heaney me une también mi abuelo. De forma inevitable y por motivos que se hallan enterrados (otra vez la tierra de sus zapatos) en muchos de sus poemas y que quizá en otra ocasión desentierre. A Heaney me llevó Yeats, otro premio Nobel irlandés al que nunca he tragado demasiado y que me vi obligado a leer por insistente recomendación de otros autores que sí admiro. El Acreedor me libre de poner en duda la calidad literaria de los poemas del místico dublinés, muchos de ellos verdaderamente sublimes, pero siempre me acompañó la idea de que lo sobrenatural, lo oscurantista y lo místico siempre perteneció a tipos que no tenían que levantarse cada día pensando en cómo comerían ese día o cómo alimentarían a su familia. No les culpo por ello. Siempre hubo quien se llenó los zapatos de tierra y quien lo hizo de nubecitas de algodón rosado. Y uno no puede evitar inclinarse de un lado o de otro a tenor de lo vivido. Además, qué carajo… el tipo del cuidado flequillito siempre se me antojó un pelmazo insoportable a juzgar por las innumerables veces que la Gonne (la Srta. Maud Gonne) lo rechazó. Al final, claro, ésta acabó casándose con un veterano de guerra. Como método disuasorio, supongo. Lo que no evitó que el obstinado Don Juan lo intentara también con la hija de ambos, a la que vio como prolongación rejuvenecida de su amada. La joven, como no podía ser de otra manera, lo invitó con delicados ademanes a imitar el firme pulso de Onán.

Heaney pertenece a esa raza de tipos a los que te llevarías a beber pintas de cerveza en Temple Bar para ir luego juntos a mearla en el Liffey después de ajustarle el nudo de la corbata a ese tipo estirado que le tocaba con mucha dignidad el culo a tu chica en el pub. Sí, exacto, al mismo tipo pálido con el flequillo bien peinado y pringoso algodón de azúcar pegado en las suelas de sus zapatos.

Y que las jodidas musas del Parnaso me perdonen.

DIGGING

Between my finger and my thumb
The squat pen rests; snug as a gun.

Under my window, a clean rasping sound
When the spade sinks into gravelly ground:
My father, digging. I look down

Till his straining rump among the flowerbeds
Bends low, comes up twenty years away
Stooping in rhythm through potato drills
Where he was digging.

The coarse boot nestled on the lug, the shaft
Against the inside knee was levered firmly.
He rooted out tall tops, buried the bright edge deep
To scatter new potatoes that we picked,
Loving their cool hardness in our hands.

By God, the old man could handle a spade.
Just like his old man.

My grandfather cut more turf in a day
Than any other man on Toner's bog.
Once I carried him milk in a bottle
Corked sloppily with paper. He straightened up
To drink it, then fell to right away
Nicking and slicing neatly, heaving sods
Over his shoulder, going down and down
For the good turf. Digging.

The cold smell of potato mould, the squelch and slap
Of soggy peat, the curt cuts of an edge
Through living roots awaken in my head.
But I've no spade to follow men like them.

Between my finger and my thumb
The squat pen rests.
I'll dig with it.



CAVANDO

Entre el pulgar y el índice
la regordeta pluma se acomoda; confortable cual arma.

Y bajo mi ventana, el limpio y áspero sonido
cuando la pala se hunde en el suelo arenisco:
Mi padre está cavando. Lo miro desde arriba.

Hasta que su costado que se esfuerza por entre los macizos de flores
se dobla, y se levanta veinte años atrás
agachándose al ritmo de surcos de patatas
donde estaba cavando.

La tosca bota se acunaba en la pala, el mango,
rozando con la pierna, se levantaba con firmeza.
Él arrancaba los brotes altos, y enterraba muy hondo aquel
brillante filo
Para desparramar patatas nuevas que nosotros asíamos
encantados con su fresca dureza en nuestras manos.

¡Dios mío, y cómo manejaba el viejo aquella pala!
Exactamente igual que lo había hecho su padre.

Mi abuelo cortaba más turba en un día
que ningún otro en la turbera de Toner.
Una vez le llevé leche en una botella
con un descuidado tapón de papel. Se enderezó
para beberla; luego se inclinó de nuevo a la tarea

cortando y rebanando con esmero, arrojando terrones
por encima del hombro, ahondando más y más
en busca de la turba buena. Cavando.

El olor frío del mantillo, el chapoteo y el golpe
de la turba empapada, los secos cortes del filo
atravesando las raíces vivas despiertan en mi cabeza.
Yo no tengo una pala con qué seguir a hombres como ellos.

Entre el pulgar y el índice
la regordeta pluma se acomoda.
Yo cavaré con ella.



Y además tiene un gusto exquisito para la poesía...


(Myriam Moscona) —Volvamos a Wordsworth: “Cuando los años avancen quizá no vea casi nada y querría dar, mientras todavía pueda, en la medida en que pueden dar las palabras, una sustancia y una vida a lo que siento...”. Quisiera comentar con usted el verso en el que Wordsworth dice: “En la medida en que pueden dar las palabras...”. ¿Cuál es el límite? ¿Cada poema da fe de otro límite?

(Seamus Heaney) —Cada poema nos lleva hacia el lenguaje, sea lo que esto fuere, y no creo que sea un límite. Pienso que el lenguaje nos adentra en la llamada vida real la primera vez que llega. Creo que no lo poseemos sino hasta el momento en que encontramos la manera de decirnos qué nos ha sucedido. Hay una hermosa expresión de un poeta a quien admiro mucho, Czeslaw Milosz: “Lo que se articula a sí mismo se fortalece; lo que no se articula tiende hacia el no ser”. En otro poema dice: “Siento que fui llamado para esto, para glorificar las cosas simplemente porque son”. Creo que a veces ciertos poemas, al nombrar simplemente lo que es, lo glorifican, lo perpetúan, lo fortalecen, lo comparten: lo hacen lenguaje. La poesía no sólo es cuestión de articulación o de expresarse con precisión científica. Es una tarea que intenta dar un sentido de totalidad, pero ante todo la poesía es forma y ésta fortalece al que la recibe.

(Fragmento de la entrevista concedida por Heaney al Diario mexicano “La Crónica de hoy”)

domingo, enero 09, 2005

Noches sin cerezos.



Esta mañana me levanté inusualmente tarde, sin un solo jirón de sueño en los ojos, tras una noche demasiado larga. Porque es algo comprobado que no hay término medio con las noches. O son demasiado cortas o largas en exceso. En la calle se olía ya a comida del mediodía. Me regalé una ducha larga y me afeité también en la ducha mirándome la cara en el níquel del grifo. Preparé una tetera pequeña de té a la menta con una piedra enorme de azúcar y hierbabuena de una de las macetas que tengo en el balcón. Cuatro vasos exactos que bebí mientras continuaba sin entusiasmo la lectura abandonada de un libro de Wolfe y escuchaba los espíritus de la naturaleza de Yanni. Por un instante me imaginé en un hanami, tumbado en la ladera de una colina verde en plena floración de los cerezos. Estaba completamente solo. Apenas algunas fugaces sombras de pájaros revoloteando entre las ramas, el murmullo cristalino de un riachuelo y mi sonrisa. Pensaba en salmones rosados y piedras pulidas y negras. Y las largas horas de la noche comenzaron a extinguirse bajo la luz del sol que coronaba ya los más altos edificios de la ciudad.

“La nieve que ayer
caía como pétalos de cerezo
es agua de nuevo.”

Gozan