martes, diciembre 28, 2004

m'a ssalama



Era el octavo día de mi avería en el desierto y había escuchado la historia del comerciante bebiendo la última gota de mi provisión de agua.

-¡Ah -le dije al principito-, son muy bonitos tus cuentos, pero yo no he reparado mi avión, no tengo nada para beber y sería muy feliz si pudiera irme muy tranquilo en busca de una fuente!
-Mi amigo el zorro..., me dijo...
-No se trata ahora del zorro, muchachito...
-¿Por qué?
-Porque nos vamos a morir de sed...

No comprendió mi razonamiento y replicó:

-Es bueno haber tenido un amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo zorro.

"Es incapaz de medir el peligro -me dije - Nunca tiene hambre ni sed y un poco de sol le basta..."

El principito me miró y respondió a mi pensamiento:

-Tengo sed también... vamos a buscar un pozo...

Tuve un gesto de cansancio; es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo, nos pusimos en marcha.

Después de dos horas de caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar. Yo las veía como en sueño, pues a causa de la sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito danzaban en mi mente.

-¿Tienes sed, tú también? -le pregunté. Pero no respondió a mi pregunta, diciéndome simplemente:

-El agua puede ser buena también para el corazón...

No comprendí sus palabras, pero me callé; sabía muy bien que no había que interrogarlo.

El principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo:

-Las estrellas son hermosas, por una flor que no se ve...

Respondí "seguramente" y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna.

-El desierto es bello -añadió el principito.

Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio...

-Lo que más embellece al desierto -dijo el principito- es el pozo que oculta en algún sitio...

Me quedé sorprendido al comprender súbitamente ese misterioso resplandor de la arena. Cuando yo era niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido. Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro. Mi casa ocultaba un secreto en el fondo de su corazón...

-Sí -le dije al principito- ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece es invisible.



m'a ssalama...

sábado, diciembre 18, 2004

Apuntes de un tren (I)




Tras casi cuatro meses de continua comunicación telefónica e incesante intercambio de correspondencia electrónica, sentía curiosidad por conocer a A. Detrás de una cuartilla blanca con mi nombre hay un gigante rubio de más de dos metros de estatura, de constitución robusta y espaldas platónicas. Tiene el pelo muy corto, la boca pequeña y unos ojos de un extraño gris claro, color que unido a su colosal corpulencia confiere a su mirada una ingenua y serena transparencia como de hombre sin enemigos. “I told you that you should take with you a red rose in your lapel”, bromeo y le ofrezco la mano. En contra de lo que esperaba me estrecha una mano grande y fofa, casi inerme, que me obliga a relajar el gesto y a continuación me presenta a su acompañante.

A.V. (esta vez no hay juego de iniciales, ése es su verdadero nombre o al menos así le gusta que lo llamen, “ei –vi”) es el contrapunto de A. Un tipo flaco de mediana estatura, pelo gris, paulatinamente encanecido hacia las sienes y vestido íntegramente de negro. En su rostro anguloso, surcado de profundas arrugas, refulgen dos ojillos de un azul glacial que dejan entrever una viva inteligencia y una firme determinación. A diferencia de A. él me estrecha la mano de forma enérgica, energía que parece emplear para casi todos sus movimientos. Me hace un gesto con las manos para que me ponga el abrigo y lo seguimos hasta el coche, un volkswagen passat negro estacionado a unos cien metros del aeropuerto.

A.V. conduce, A. ocupa el asiento del acompañante y yo me acomodo, casi oculto bajo mi abrigo, en la parte trasera del automóvil, hasta que vuelvo a sentir con alivio mis manos en los bolsillos. Son las ocho de la mañana y el termostato de temperatura exterior del coche marca dos grados bajo cero. Pronto dejamos atrás Sheremetyevo y nos sumergimos en el caos circulatorio de los anillos que circundan Moscú.

La ciudad se extiende frente a nosotros asentada sobre una inmensa llanura rodeada de colinas suaves, apenas sugerida bajo el manto de luz difusa y gris que mana de un sol invisible oculto en primera instancia tras las nubes grises del cielo, por las nubes grises de polución que se elevan de las altas chimeneas de las industrias después, y tras la densa niebla gris en último lugar. El resultado es una luz plomiza, pesada, derramada con dificultad desde algún lugar inconcreto del cielo y que se filtra hasta llegar finalmente a la ciudad, maculada de un espeso, casi tangible, color gris.

Atravesamos con rapidez los barrios obreros de grandes bloques de viviendas de la periferia y nos dirigimos hacia el centro. A. me va señalando con el índice a uno y otro lado de la calzada edificios, teatros, estatuas, monumentos. Sigo obediente su dedo colosal con la mirada y asisto en silencio como un alumno aplicado durante casi una hora y media a la mejor clase de historia rusa que jamás haya escuchado. No exenta de ironía. A. sonríe cuando me señala los gigantescos edificios que jalonan una de la vías principales de la ciudad construidos durante la guerra fría, época en la que Rusia y EEUU competían como niños vigorosos por ver quién construía el castillo de arena más grande, quién fabricaba el juguete de guerra más certero y devastador. A. V. conduce en silencio, concentrado en la carretera, aparentemente ajeno a la conversación. “Estoy deseando conocer a este tipo de mirada lobuna”, pienso mientras lo observo girar con suavidad una esquina en dirección a las agudas torres del Kremlin, recortadas en la distancia.

Desayunamos en una cafetería bajo las cúpulas de cristal y hierro de los magníficos Almacenes GUM. Ellos toman café, yo, como suele ser habitual, té. De un obsceno color púrpura. “Wild roses tea”, leo con sorpresa y una leve sonrisa en la escueta carta de tés. Cuando pruebo por primera vez un determinado tipo de té lo hago sin añadir azúcar y compruebo mi tolerancia a su amargor. En este caso, la belleza de su color es proporcional a la intensidad de su sabor amargo. En el primer sorbo me siento como si ramoneara los pétalos de una de las rosas rojas de mi jardín. Utilizo mis dos cilindros de azúcar y uno de los que no utilizó A.V. y aún así mi sensación de cabritillo inexperto no desaparece. A las tres reglas fundamentales de las rosas cabe ahora añadir una cuarta: Las rosas tampoco se beben. Sí, aún a pesar de su belleza, tampoco pueden beberse. Aunque en realidad nunca sé si son reglas o meras y absurdas advertencias. Mis labios, mi estómago y mi alma, por este preciso orden, podrían hablar de ello. A. me observa sonreír con la mirada hundida en la tibia agua violada ajeno por completo a mis lejanos e inextricables pensamientos.

“What would you like to see now?”, me pregunta A. con ese impecable acento uniformado de uniformada Universidad británica tras apurar de un sorbo su taza de café. “Novodevichi”, contesto sin dudar.

Caminar por el sueño intacto de otro hombre provoca ansiedad y una intensa desazón. Hay algo frágil e invisible que temo romper. Recorro a grandes pasos el sendero blanco que él soñó, aspirando grandes bocanadas de aire helado, y llego, atravesando la gélida grisura otoñal de su sueño probable, hasta la humilde lápida blanca junto al abedul y el arce raquíticos que cambiaron hojas por cuervos custodios. Hay también una pareja joven junto a la tumba. Él rodea por detrás con sus brazos la cintura de la chica y me observa llegar. Ella permanece absorta en la piedra blanca y pulida, probablemente ya acomodada junto a la ventana de la alcoba de Ania, en mayo y con el sol próximo a salir. Me agacho y deposito sobre la lápida dos ramitas secas de cerezo –una mía y otra suya- con la esperanza bella e imposible de que florezcan en primavera. “Tan imposible y bella como la tuya en aquel maldito hospital de Seattle, Ray”. “Ya era la hora”, parecen graznar a modo de respuesta los pájaros sucios sobre las ramas, pronunciando con claridad cada letra, entonando justamente cada palabra. Como si recitaran un poema.

AMAR

Desde la ventana la veo inclinada junto a las rosas
cogiéndolas lo más cerca que puede de la flor para no
pincharse los dedos. Con la otra mano las arranca,
hace una pausa y arranca otra, más sóla en el mundo
de lo que pudiera imaginar. No quiere
alzar la vista, no ahora. Está sola
con las rosas y con otra cosa en que sólo yo puedo pensar,
pero no decir. Sé los nombres de esos rosales,

se los pusimos cuando nuestra reciente boda; Amor, Honor,
Cariño-
de este último es la rosa que me tiende de repente, después
de entrar en la casa entre dos miradas. La acerco
a la nariz, aspiro el aroma, me aferro a él –olor
de promesas, de tesoros. Mi mano en su cintura para
acercarla,
sus ojos verdes como el musgo del río. Y le digo entonces
enfrentándome a lo que se acerca: mi mujer. Lo diré
mientras pueda, mientras respire, con cada pétalo
de la rosa.

Raymond Carver

martes, octubre 26, 2004

Postales malditas de benditos lugares.




No te hablo de vivir eternamente un instante. Porque la eternidad es una aburrida falacia. Te hablo de revivir un instante. Y de hacerlo de forma idéntica. Intacta. Exacta. Beber de nuevo este té de manzana sobre la misma alfombra de Anatolia y bajo el mismo cielo púrpura. Te hablo de volver a este lugar cuando lo desee y que nada haya cambiado. Que el mismo atardecer siga habitando las mismas esbeltas siluetas recortadas en sombra de Sultanahmed y Santa Sofía y que idénticos barcos surquen las mismas plomizas aguas dejando tras de sí idénticas fugaces estelas de espuma. Volver al pensamiento de que nada es para siempre y bendecir de nuevo esta certeza. Que la eternidad de un instante es una condena aunque esta sea de belleza eterna. Que lo único que quieres es llevarte este trocito de Estambul envuelto en un trapo limpio dentro de tu mochila y sacarlo de cuando en cuando y volver a disfrutar de él sin que nada haya cambiado. Volver al deslumbrante tesoro de cristal que ocultaste en una pared hueca cuando eras niño. Sí, pero volver a él siendo el mismo niño. Sólo en ese caso la eternidad deja de ser una condenada falacia para convertirse en un hermoso imposible. Yo sé que me entiendes.

Desde la orilla asiática del Bósforo, mirándote sentada a lomos de la vieja Europa…

Un beso,

M.


Estambul

Se han derribado
todas las casas con jardines traseros
para que los chicos que quieren salvarte
de entre los rascacielos
desatando tus manos
ligadas con maromas
de los puentes colgantes
no organicen una banda.

(Sunay Akin)

miércoles, septiembre 15, 2004

The Hundred




Hay anillos de pétalos secos alrededor de los jarrones y búcaros. Pistilos sin dientes. Hojas retorcidas y ocres. Abro todas las ventanas y la luz se arrastra de forma lenta por el suelo lamiendo cada centímetro de oscuridad adherida a las paredes, alojada como un insecto viscoso, húmedo y negro en los rincones. La oscuridad a veces, pasado algún tiempo, se estanca, y se convierte en algo tangible. Algo con lo que pudieras mancharte si lo tocaras. Poco a poco el aire, al contacto con el sol, se llena de estrellitas doradas de polvo y adquiere la textura de sueño viejo. De infancia. Subo escaleras y dejo mi vieja maleta, ajada víctima de la infamia de los aeropuertos, sobre la cama. Todo sigue igual. Las estanterías con los mismos libros. El escritorio atestado de papeles garabateados ordenados según inescrutable lógica, el ordenador portátil, algunos dibujos y algunos bocetos que nunca llegarán a serlo. Todo bien a la vista. No soporto que nada escape a mi control. No soporto no saber dónde está algo. Todo está ahí encima. Sólo tienes que mirar en la dirección adecuada, Sutpen. Mi guitarra bosteza sobre una silla. O se sorprende de verme de nuevo. Nunca sé si el oído de Irene es un bostezo o una mueca de asombro. Últimamente creo que es lo primero. Sé que es una estupidez poner nombre a una guitarra, pero hasta las más increíbles estupideces del ser humano tuvieron un motivo. Por descabellado y desolador que pudiera ser. El caso es que no podría llamarse de otra forma.

Bajo la escalera con mi mochila de tela desgastada colgada del hombro, salgo al porche y me siento en una de las mecedoras. Pronto el sol llegará a su cénit y el mundo a mi alrededor dejará de proyectar sombras. Adoro ese momento en el que todos dudamos por un instante de nuestra existencia, en el que nos convertimos en seres sin sombra. El mismo jardín. Sí, es cierto, algo desgreñado, dotado de cierto descuidado desaliño como el hombre o la mujer que despierta de un sueño largo y devastador tras una mala noche de alcohol o de hospital. La hierba un poco más alta y algunas hojas secas en los parterres de flores. Pero el mismo. Tomo el pulso a mi tristeza. Y no aparece. Suele hacer aparición tras viajes como éste. Pero esta vez volví directamente al Ciento. Y eso lo cambia todo. El Ciento siempre me reconcilia con la realidad de una forma dulce, cálida, sin ruido. Ambos nos necesitamos mutuamente. Quizá yo algo más. Hice bien al obviar aquel desvío de letras blancas sobre fondo azul en el kilómetro X de aquella nacional X. Hice bien al no encender el móvil cuando bajé del avión. Los aviones sufren retrasos. Todo el mundo sabe eso. Y los móviles se quedan sin batería. Es otra verdad incontestable. Yo no sabía y tal. Tengo dos días sólo para mí. Para despertar con suavidad, escuchando el trino de los pájaros al amanecer y el viento cálido azotando cada tarde las copas de los árboles. Para volver a la jodida realidad entre los brazos acogedores de esta casa, este jardín, esta tierra. Ahora abro la mochila y saco los dos libros de poemas que compré durante mi viaje. Es una verdadera suerte haber encontrado las traducciones en inglés. Y más suerte todavía haber hallado la traducción al español de uno de mis poemas favoritos, para leerlo aquí, en el porche, en voz alta. Y que los pájaros me escuchen. Y que el viento me escuche. Y que la tierra me escuche. Si no me dolieran tanto los nudillos hablaría, incluso, de un buen día…


:/


Momo Salvatore Giancana
era su verdadero nombre


Murió en una carbonera de Chicago
Sam Giancana

Con un cigarro cubano en la boca
Sam montaba en cadillacs rosas
calzando zapatos de piel de cocodrilo

Momo Salvatore Giancana era su verdadero nombre
Sus amigos sólo le llamaban Sam
El sello que llevaba en el meñique
Era regalo de Franki

Sam ascendió al trono en lugar de Al Capone
Sus mejores amigos eran
Frank Sinatra, Sammy Davis, Dean Martin
Y el joven irlandés John F. Kennedy
Tiraban Porsches a las mujeres guapas
Como se tiran migajas a los pájaros

Momo Salvatore Giancana, jefe de la Mafia
Calzando sus zapatos de piel de cocodrilo
Con su camisa de seda
Murió en una carbonera de Chicago

En lugar de ser presidente de los EE. UU.
Quería Franki ser un jefe menor en Mafia
Para Sam cantaba la canción de
‘My kind of town Chicago is?’
Encontraba las mujeres más guapas de Hollywood
Para Sam

Momo Salvatore Giancana era su verdadero nombre
Sus amigos Franki, Sammy, Dean y John
Sólo le llamaban Sam
Encargaba asesinatos como se encarga el desayuno
Jamás bromeaba, era un verdadero asesino

Murió en una carbonera de Chicago
Sam Giancana

Özkan Mert

(Traducción de Baris Tugberk)





martes, septiembre 14, 2004

Pero vos ni siquiera imaginás...




Y vos sos imbécil. Bobito. Vos sabés. Sería una lástima que fuera una mujer porque aunque acaba de meterse en un jardín no es precisamente el de Ronsard. Lo lamentaría mucho aunque en realidad no creo que lo sea. No son muchas las mujeres aficionadas a ese deporte brutal y despiadado aunque haya muchas aficionadas a los labios partidos de esos mismos hombres brutales y despiadados. Tampoco creo que una mujer fuera capaz de comentar de una forma tan inconsciente como lo ha hecho un mensaje sin haberse documentado antes, o al menos haber leído previamente los relatos de Cortázar. Ninguna mujer hablaría de deslices sin comprobar antes la cáscara de plátano (amarillo, con motitas oscuras) y el parte médico del hospital del tristemente deslizado (contusiones varias en la cabeza, fracturas en húmero y tercera falange del índice). No, me resisto a creerlo… así que, señor bobito… vaya moviendo las piernas de la mejor manera que sepa. Vos sabés.

Fíjese que hasta hoy creía que la tradición ancestral de decorar las estanterías del saloncito con los lomos de piel y nervios dorados de las obras completas de Dostoievski (y quien dice Dostoievski dice Cortázar) era patrimonio exclusivo de los españolitos, pero compruebo con amarga decepción que no sólo Lázaros españoles tuvieron amos hidalgos de apariencias. Y mire que me gustaría que usted no fuese argentino como parece, que uno ya se ha acostumbrado a los escritores y lectores que rascan su barriga en el mármol de las mesitas del café –tertulia de moda, con mucha jerigonza de muecas intelectualoides, mucho quitar y poner de gafas entre citas de galletitas de la suerte del restaurante chino de Pepe Lee, que también tiene su gracia el apellido con semejante y tan hispánico nombre. Pepe lee. Y un carajo. Uno, señor bobito, ya se va acostumbrando en esta nuestra España de “aparentes” a las presas que revientan y a los edificios que se caen con la primera puta que apoya el tacón en la pared, como se va a acostumbrando también al libro de Cortázar “Final de Juego” calzando la maldita mesa coja de la cocina. Mire que me va a costar aceptar que estas cosas también pasan en otros lugares del mundo. Que ya estoy viejo, señor bobito, para estas decepciones. Vos sabés.

Y usted pensará ahora mientras lee (ojalá no se llame Pepe ni tenga un restaurante de comida china) que todo esto le parece excesivo para una pequeña equivocación. “Yo sólo pasaba por aquí… y creí… yo pensaba… pero no… quizá me equivoqué, no recordaba… me confundí” y toda esa sarta de ñoñerías absurdas que me provocan arcadas. Ni siquiera lástima. Sólo infinitas ganas de vomitar. Vomitarle encima, señor bobito. Vos sabés. Quizá si hubiera comentado un poema de la Stormi, incluso alguno de los que puse de Carver, quizá ahora debatiríamos su equivocación sentados bajo un tamarindo en el jardín tomando una taza de té verde con canela, cardamomo y una pizquita de laúdano, mientras alabamos el vuelo aleve de las aves livianas levitando sobre nuestras propias aliteraciones. Pero no. Fue a tocar equivocadamente en la puerta equivocada del tipo equivocado. También es jodida mala suerte, ¿eh? “Ni un solo comentario a ninguno de los mensajes y tuve yo que escribir uno. Más me valdría guardarme mi lengüita de lagartija en algún mefítico lugar del tracto intestinal y defecarla y que se la llevara el agua del urinario. Quién me mandaría…” Etc, etc… Comentar a la ligera un mensaje de boxeo. De Cortázar. ¿Pero a quién se le ocurre, bobito? Ahora se encuentra con su traje de los domingos, ése que se pone para ir a ese café tertulia donde se rasca la barriga y le mira el escote a la camarera para luego ir a casa y decirle a la mamá o a la parienta “voy a ver si escribo o leo algo mientras las musas del café aún me acompañan” para acabar mordiendo el bolígrafo e imitando el pulso firme de Onán mientras las tetas de la camarera aún le… acompañan. Sí, justo ahora se encuentra con ese mismo traje impoluto, a media noche, en un callejón oscuro del Barrio de Nueva Pompeya, donde los pibes desde pequeñitos golpean las paredes para fortalecer los nudillos y se parten la cara imitando a Firpo, a Carlitos Monzón o a Justo Suárez, y con un tipo con muy mala baba al que acaba de acusar de un desliz sin ni siquiera haberse tomado la molestia de leer antes el relato y documentarse. Para deslices, señor bobito, los de su señor padre en el burdel de la Negra Tomasa o los de su puta madre con el repartidor de la leche. Esos sí son deslices en toda regla. Vos sabés. No le basta con meterse en la casa del Negro, escuchar de su boca la historia del Toro de las Pampas, mirar sus fotos, sino que se atreve a hablar de deslices inexistentes. Ahora no diga que no entiende que le esté metiendo “duro y parejo”, que decía el patrón de Justo Suárez en ese cuento que no se tomó la molestia de leer antes de comentar. “Dále ápercat, dále ápercat”, decía. Y eso hago: Encajarle la biaba, a ver si saca de una vez el libro de debajo de la pata de la maldita mesa coja de la cocina. Y lea, carajo, aunque no se llame Pepe ni tenga un restaurante de comida china. Que también tendría maldita la gracia. Vos sabés.

Por Horacio Pagani, del Diario Clarín. (Anotaciones en cursiva: Sutpen)

“Antes, en la prehistoria deportiva, se forjaban así los ídolos: de boca en boca, de emoción a emoción, de verdad a leyenda. Y no había dudas en la memoria popular. No hacía falta la evidencia de la televisión. Alcanzaba con el relato vertical y sincero, con el sentimiento compartido. Claro, se necesitaba pasta para llegar a la cima del reconocimiento, como siempre. O más que ahora, simplemente. Justo Suárez, el Torito de Mataderos (alter ego de Cortázar en el relato por boca de quien habla) , reunía todas las condiciones: infancia pobre, 24 hermanos, lustrador, vendedor de diarios, mucanguero (mucanga era la grasa liviana que bajaba por las canaletas de los mataderos), buena estampa, coraje ilimitado adentro del ring, simpatía afuera (si el afiche de su sonrisa se parecía a la de Gardel), fidelidad a su clase, amigo de los pibes, matrimonio joven con una telefonista, Pilar Bravo, Estados Unidos, ascenso social, "voiture" amarilla, ropa importada, caída estrepitosa, abandono de su mujer, miseria, tuberculosis y muerte a los 29 años. Por eso, cuando su cuerpo fue traído de Cosquin, y el cortejo fúnebre enfilaba hacia la Chacarita, una marea humana levantó el cajón y lo llevó en vilo hasta el Luna Park para ofrecerle el adiós agradecido en un velotorio de congoja memorable.

Justo Suárez pasó como un relámpago por la vida. Llegó como un regalo de Reyes -la noche del 5 de enero de 1909- a una casa modesta, vecina a los corrales de Mataderos (de ahí su apodo), donde sobraban hijos y faltaba el pan. A los 9 años ya trabajaba a los 19 era boxeador profesional, y a los 29 todo había terminado. Le alcanzaron 29 peleas para convertirse en el ídolo de los argentinos, allá en los años 30, cuando golpeaba la crisis de la depresión económica mundial, cuando la figura de Luis Angel Firpo se esfumaba en la memoria, cuando el boxeo -casi una rebelión contra la pobreza- convocaba multitudes en el Parque Romano, en la vieja cancha de River, en el Luna.

La comunicación fue inmediata. Su velocidad, la potencia de sus golpes, su generosidad, su valentía, le valieron un campeonato de novicios, dos de veteranos y dos coronas sudamericanas, como aficionado. "Tenía un estilo sin estilo"(“Una vez en El Gráfico un coso escribió que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro”.) , lo definió el recordado Félix Daniel Frascara. Categoría liviano, 48 peleas, todas ganadas, 42 antes del límite. Ya era el Torito y marcó el hito: la irrupción de la "orilla" en el mundo del boxeo, hasta entonces exclusivo de "niños bien". Cada pelea suya era una fiesta. Camiones desbordantes de admiradores llanos, ruidosos y espectaculares, con sus matracas, bocinas y bombas de estruendos lo acompañaban. Lo formó Diego Franco, pero fue Pepe Lectoure (el tío de Tito) (A quien Justo Suaréz llama en el cuento patrón: “Mala pata, patrón", le dije. Qué más le iba a decir. Él dale que dale al tabaco”.) quien llevó el timón de su carrera. Pasaron Moya, Bianchi, Mallona, los Marfut, Venturi Fernández, Rayo, y algunos otros, hasta que llegó el momento clave: el choque por el titulo argentino con Julio Mocoroa, ( “Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo, se me agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña que te la debo.”) otro legendario. Justo era la imagen del barrio, el peleador frontal, el ídolo popular. Mocoroa representaba a la clase media, al estudiante de odontología, al estilista, al campeón. Ganó Suárez por puntos y trepó a la gloria deportiva, al esplendor mundano. (“Vos sabés que esa noche después de la pelea nos juntamos en un bodegón, estaba toda la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me dijo qué fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí que la empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te puedo contar...”)

Ya había ganado una fortuna cuando viajó por primera vez a Estados Unidos. Y arrasó. Glick, Perlick, Flowers (Bruce Flowers a quien Cortázar hace referencia en el cuento: “El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta.”), Ray Miller, Kid Kaplan. En el segundo viaje -en busca del titulo mundial- tropezó con Billy Petrole (“El expreso de Fargo”, a quien Cortázar se refiere como el rubio: “A lo mejor yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme estaba. Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar disimulando. Te fajó y se acabó.”), un temible "probador" de figuras. Y perdió estrepitosamente en nueve asaltos. Perdió su primera pelea y "perdió" el amor de Pilar Bravo. El fantasma de la tuberculosis ya lo había atrapado. Y el declive fue cruel y vertiginoso. Victor Peralta (“Otra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés cómo pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una mano, pero a la vuelta era distinto. No tenía ánimo, che, el patrón menos todavía, qué te vas a entrenar bien si estás triste.”) le quitó el titulo y se ganó el odio popular. Quiso volver, doblado por su enfermedad y lloró Pathenay, su último vencedor, como lloró el estadio entero, frente a esa caricatura de boxeador que quería seguir peleando contra su propia sombra.

Murió tres años después, el 10 de agosto de 1938, en un hospital de Cosquín, con la única compañía de su hermana, en la miseria total y con la sonrisa ojerosa.

No importa si se lo vio o no sobre un ring. La memoria popular lo hizo ídolo. El primero del boxeo argentino. Y por eso la proyección no tiene límite en el tiempo.”

[Otros boxeadores a los que Cortázar hace referencia en el cuento son el El “Tani” Loayza (“La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo.”), Luis Rayo, púgil español de depurada técnica (“No te voy a decir que yo era como Rayito, eso era para ir a verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo.”), el campeón de peso liviano de Inglaterra, Fred Webster, que Suárez noqueó en la primera vuelta para estupefacción del príncipe Eduardo de Windsor, presente en el ringside (“y te acordás que decían que era el campeón de Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamuyó una cosa que andá a entendele,”) entre otros de menos calado, como Juan Carlos Casalá, el uruguayo.]

Ahora, si fuera un tipo sensato se comería su orgullo y no volvería a pisar El Ciento, pero mucho me temo que habrá una próxima vez y esa próxima vez no le cogeré con el traje de los domingos puesto. Así ha de ser. De hecho no podría ser de otra manera. Pero tendrá que mejorar ese juego de piernas. No hablamos de la Stormi. Hablamos de Firpo, de Justo Suaréz, de Jack Dempsey… y de Cortázar. No hay lugar al tamarindo salvo para mear en el tronco sus iniciales.

:/









domingo, agosto 15, 2004

Buscando a Firpo...




De mi padre heredé dos cosas de valor: libros y amigos. “Nene, cada vez te parecés más a tu papá”, me dice con ese acento porteño que se niega a abandonarlo mientras me da algunas palmadas en la espalda invitándome a pasar. He acabado resignándome a que me siga llamando “nene” pese a los años que nos contemplan a ambos. Siempre fui “el nene” y las cosas no parecen haber cambiado demasiado para él, aunque, muy a pesar suyo, cambien sin cesar y hayan dejado de vender brillantina y hacer buenos cócteles y tenga que conformarse con gomina del Mercadona y los San Franciscos infectos del chico del pub de abajo. Así que le evito malos tragos, Sé que no soporta los cambios. Su casa es un santuario para los amantes del boxeo. Fotos en blanco y negro de Muhammad Alí, Rocky Marciano, Carlitos Monzón, Marvin Hagler y de su predilecto, “Sugar” Ray Robinson decoran las paredes de su modesto piso en el centro de Madrid. Hay decenas de trofeos amontonados en las vitrinas de los muebles del salón, sobre la televisión y como sujeta libros en las estanterías, la mayoría ganados en Argentina. Mi padre conoció a F. en una de las veladas de boxeo del viejo cine Numancia, cuando éste apenas contaba 20 años y acababa de llegar a España con ínfulas de firme promesa del peso ligero. “Tú papá ganó mucha plata conmigo al principio, nene”, suele decirme. Por aquel entonces mi padre gastaba parte del dinero que no teníamos como promotor de combates semiclandestinos entre jóvenes púgiles sin blanca reclutados en gimnasios con promesas de dinero fácil e indoloro… o casi. “Carne de ring”, que decían. En uno de esos gimnasios “El Negro F.” conoció a L., mujer de extraordinaria belleza que frecuentaba esos lugares en busca de su perversión favorita: los boxeadores. “Y tu papá no lo era. Tu papá gastaba cara linda, chaquetas caras, zapatos limpios, perfumes extranjeros y palabras finas, pero no usaba guantes y en calzón resultaba ridículo, así que le afané a la L.” me dice con una sonrisa entre amarga y orgullosa. Más tarde L. le afanó a él el corazón, el dinero, la dignidad y lo más importante en un boxeador: la pegada. “Negro, L. te volvió blando, te convertiste en pura mantequilla, sin llamarte Nápoles”, le decía mi padre entre risotadas. F. reía también, más resignado que divertido. “Por aquella mina, nene, hasta tu papá se hubiera convertido en aceite de girasol por despertar un solo día a su lado… y yo amanecí junto a aquella hembra dos años”, me explica bajando paulatinamente la voz hasta casi un susurro con un brillo vítreo engastado en las pupilas. Poco más tarde, justo antes de arrastrar los guantes por los cuadriláteros y cuando aún conservaba algún cartel, vendió un par de derrotas a buen precio, compró un ultramarinos y se retiró.

Existencialismo. Y un carajo. Cuando se crece rodeado de tipos que tienen la nariz rota, usan brillantina, fuman tagarninas y escuchan veladas de boxeo pegados a la radio, la libertad para escoger no existe. Acabas deseando que un cualquiera te rompa también la nariz en una reyerta callejera. Y a fé que alguna vez lo han intentado. Sin suerte, desgraciadamente. A los ocho años muchos niños se iban a la cama con cuentos de apuestos príncipes mata-dragones. Otros, con la increíble historia de Firpo y la noche en la que casi le gana a Jack Dempsey, “El Martillo de Massana”.

“Cuéntamela otra vez, F.”, le digo, mientras doy el primer sorbo a mi dry martini. Nadie cuenta esa pelea como “El Negro F.” Él, como otros muchos boxeadores argentinos, debe a Firpo su afición al boxeo. De hecho, aquella pelea en el Polo Ground de Nueva York, resucitó el, por aquel entonces, maltratado y perseguido boxeo en Argentina hasta convertirlo en casi una religión. “Te la contaré tal y como me la contó mi papá”, me dice, mostrándome una sonrisa escasa de dientes. Su padre fue uno de los más de diez mil aficionados bonaerenses que aquel día de 1923 abarrotaron los alrededores del periódico “La Nación” esperando ver en el letrero luminoso de la fachada el nombre del púgil argentino. El diario dispuso un complejo aparato telegráfico, para poder contar con la noticia al instante, de manera que colocaron un cartel en la entrada de su redacción con los nombres de ambos contendientes que se iluminaría al anunciar al vencedor.

Firpo era un gigante de un metro noventa y casi cien kilos de peso. Lejos de la leyenda negra de “chicos malos” que persigue a la mayoría de boxeadores, el de Junín era un tipo bonachón y amable que sonreía constantemente y que sólo desataba su temible pegada en los rings de boxeo y lo hacía de forma casi resignada, como quien se levanta cada mañana a las siete a trabajar porque no tiene más remedio que hacerlo. Y sobre todo, peleaba con una nobleza pocas veces vista sobre un cuadrilátero. “Parecía pedir perdón cada vez que hundía un pómulo o rompía una mandíbula, nene”, me dice F. inclinándose hacia delante en el sillón. Pese a afirmar en días precedentes que la pelea no le llegaba en el mejor momento por una inoportuna fractura en el húmero de la que todavía se resentía, en ninguna otra pelea estuvo tan seguro de su victoria. Llegó al Polo Ground a las 21.30 en un taxi, sonreía constantemente, gastó algunas bromas a los miembros de su equipo e hizo gala del mismo buen humor de siempre. “Un mes antes había soñado que besaba el cinturón de los pesados y hasta guardaba el sabor metálico del latón dorado en la lengua, lo guardé hasta esa misma noche antes de que el sabor de la sangre en la boca me lo borrara. Entonces supe que no iba a ganar”, confesó después de la pelea a un periodista. A las 21.55 los contendientes subieron al ring aclamados por las casi 90.000 personas que abarrotaban el Polo Ground de Nueva York y las otras 90.000 que llenaban los aledaños al estadio. Firpo cubierto con su famosa "robe de chambre" a cuadros; Dempsey, con un sencillo sweter en la espalda. La campana que daba comienzo al combate sonó a las 22:03 de la noche. Fue la primera pelea calificada como “La Pelea del Siglo”. Después llegaron otras, como las de Rocky Marciano contra Archie Moore, “Sugar” Ray Robinson contra Jack LaMota y sobre todo las de Muhammad Alí, contra George Foreman en el Zaire y especialmente sus míticos combates contra el indomable Joe Frazier, con fracturas, sangre y hospitalizaciones de por medio. Pero los críticos afirman que ninguna otra pelea despertó tanta expectación como la de Firpo contra Dempsey. Desde muy temprano, una enorme muchedumbre formó largas filas para adquirir las entradas populares que se vendían el mismo día del combate. A las 16:30 de la tarde se abrieron las puertas y entraron los primeros diez mil fanáticos. El tráfico en las cercanías al estadio era un caos y el caudal de personas que se acercaban en las líneas de transporte públicas formaba una auténtica marea humana. Según un cable noticioso de la época: “Hacia las 19:00 horas comenzó un verdadero alud humano. Las líneas elevadas de las Avenidas Sexta y Novena, que corren por la Octava Avenida y tienen estación frente al mismo Polo Grounds, al igual que los trenes subterráneos que corren por la Lenux Avenue y la Jeronie Avenue, funcionaban a su capacidad máxima de transporte, sucediéndose los convoyes especiales con intervalos de segundos entre uno y otro”. La prensa también fue masiva: mil fueron los cronistas acreditados al evento, 300 en el ring side y 700 en las gradas. “En ninguna otra ocasión me sentí tan gallo de pelea como aquella noche. Si hubiera matado a Dempsey o él me hubiera matado a mi, aquella muchedumbre hubiera rugido de placer de igual manera”, le dijo Firpo a Dan Washington, el famoso masajista que le asistió aquella noche.

“El primer asalto comenzó con un intercambio feroz de golpes salvajes que nunca antes o después fue vista”, dice F, lanzando algunos golpes al vacío. Luis Ángel Firpo dirigía una y otra vez su demoledora derecha buscando la cara de Dempsey y “el Martillo de Massana” se fajaba con destreza buscando los huecos que el argentino dejaba en su guardia para enviarle golpes rápidos y duros. Firpo superaba al americano en pegada pero el de Colorado era más técnico y su juego de piernas era de los mejores que se han visto sobre un cuadrilátero. Antes de acabar el primer asalto Firpo ya había besado la lona cuatro veces y sangraba como un toro por la boca y la nariz. Luis Ángel Firpo, “El toro salvaje de las Pampas”, así lo bautizó el periodista Damon Ruyon, al verlo sangrar profusamente e incorporarse inmediatamente con gran nobleza. “Fue uno de mis errores aquella noche, debí agotar mis cuentas hasta nueve antes de levantarme”, se lamentó después Firpo. Fue entonces, finalizando el primer asalto, después de levantarse por cuarta vez de la lona, tras registrar una serie de nueve golpes consecutivos sobre el cuerpo de Dempsey, cuando llegaría el, sin lugar a dudas, knockout más famoso de la historia del boxeo. “Mi primer sentimiento fue de incredulidad al ver a aquel hombre de casi 90 kilos volando como una grácil mariposa fuera del ring. Recuerdo que me miré con extrañeza el puño derecho”, afirmó Firpo días después. El bonaerense había sacado un terrible gancho de derecha que había enviado a Dempsey entre las cuerdas hasta aterrizar en el “ring side” donde se agolpaban los periodistas. Dos de ellos, el comentarista Jack Lawrence y el operador de Western Union, Perry Grogan, ayudaron al campeón a reincorporarse y regresar al ensogado para continuar el combate. En este preciso instante comienza también una de las mayores polémicas suscitadas jamás por una pelea de boxeo. Se aseguró que Dempsey tardó más de los segundos permitidos para regresar al cuadrilátero, incluso, en el libro biográfico de Firpo se afirma que el film de la pelea fue adulterado porque era una prueba de ello. Hasta los citados Lawrence y Grogan fueron despedidos tiempo después de sus respectivos trabajos. Lo que no hizo más que alimentar la polémica. El árbitro del match, Johnny Gallagher, fue suspendido poco tiempo después por la federación americana de boxeo durante cinco semanas por motivos nunca conocidos. “Al Toro le afanaron la victoria, nene, con la facilidad de quien le roba un caramelo a un niño”, dice F. con un deje de tristeza en la voz. Tal fue la repercusión del asunto, que hasta la máquina de escribir sobre la que supuestamente cayó la humanidad de Jack Dempsey, fue subastada tiempo después y adquirida por un coleccionista a un precio astronómico. "Es el mejor peleador con quien haya luchado hasta ahora; me ha pegado más fuerte que ningún otro pugilista. Antes de la pelea me preguntaba si Firpo estaría calificado para pelear, pero, sin duda que si", aseguró Dempsey tras la pelea. Incluso cuando el campeón americano visitó Argentina, algunos aseguran que confesó que esa pelea reglamentariamente la había perdido. La noticia falaz del definitivo knockout de Firpo corrió como la pólvora en los barrios más periféricos de Buenos Aires y muchos argentinos pasaron la noche festejando la victoria del Toro hasta que al día siguiente encontraron la noticia de la derrota en los diarios. Lo cierto es que Dempsey se incorporó, entró al ring, continuó la pelea e inmediatamente sonó la campana para señalar el final del primer round. El segundo asalto apenas duró 57 segundos, los suficientes para que el “Martillo de Massana” castigara con dureza con golpes de izquierda y derecha la ya maltrecha mandíbula del argentino derribándolo por tierra una vez más. A pesar de ello aún le aguantaron las fuerzas al Toro para, enceguecido, haciendo caso omiso a las más elementales reglas de defensa del boxeo, abandonando la guardia y la sensatez, colocarle un terrible “swing” en la mandíbula al americano, pero Dempsey se levantó sereno y descargó furiosas y rápidas derechas sobre Firpo hasta derribarlo. Cuando el Juez Gallagher contaba el octavo segundo, Firpo hizo un último esfuerzo por levantarse, pero sólo logró levantar la cabeza para quedar KO inmediatamente. Este fue su último gran esfuerzo durante la pelea. “Me siento en excelentes condiciones y repito que dentro de seis meses o un año podré vencer a Dempsey”, fueron sus primeras palabras tras recuperar el conocimiento. La esperada revancha nunca llegó. Tras la calificada como “Pelea del siglo”, Dempsey no combatió por espacio de tres años, transcurridos los cuales, entregó la corona inmediatamente después ante Gene Tunney.

El Negro F. hace una pausa, apura su copa de coñac, y añade, los ojos fijos en el fondo del cristal, su sonrisa desdentada perenne en los labios gruesos: “Creo que es el único boxeador en la historia al que le alcanzó la fama por perder un combate. En la Argentina fue recibido como un héroe, todos los niños queríamos perder como Firpo, sangrando como un toro por la nariz y la boca”. Tiempo después, hasta Cortázar llegó a inmortalizarlo en uno de sus cuentos, “Circe”, no fuera a ocurrir que algún Juez Gallagher, disfrazado de tiempo, olvido o abandono volviera a contarle menos segundos de los debidos al pobre Toro Salvaje de las Pampas:

"Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial."

viernes, agosto 13, 2004

Mensaje en una botella



Esta noche mientras entretenía el tedio de la guardia sentado sobre la amura de babor, leyendo a Milosz bajo la luz del carburo me acordé de usted. La vi de forma clara, diáfana reflejada en estas pocas letras. Tal y como veo la luna llena respirando bajo el negro oleoso del mar. Sus ojos verdes (sin duda), su pelo rizado (quizá), sus labios carnosos (seguro). Alguien (Olson, el sueco) tocaba una melodía triste con la armónica desde uno de los camarotes. No he podido reprimir el impulso: he cogido una botella vacía de bourbon de la cocina, he garabateado estas palabras, este poema, sobre papel de estraza, lo he enrollado, metido dentro, sellado con un tapón y arrojado al mar, con el convencimiento de que los mensajes en un botella... llegan o no. Siendo plenamente consciente. Asombrosamente lúcido.

Desde la Baja California, fondeado en Santa Rosalía. 27° 19' Latitud N y 112° 17' 30" Longitud O.

Un beso,

Sutpen



Montaña mágica

No recuerdo con precisión cuándo murió Budberg;
[hará dos o tres años.
NI cuándo murió Chen. Hace un año o más.
A los recién llegados, Budberg, nostálgicamente
[sereno,
Dijo que al principio es difícil acostumbrarse
Porque no hay aquí primavera ni verano, ni otoño
[ni invierno.

"Soñaba constantemente con la nieve y los bosques de
[abedules.
Donde casi no hay estaciones, uno ni se da cuenta
[de cómo pasa el tiempo.
Esto es, verá usted, la montaña mágica."

Budberg: en la infancia, el apellido de sus
[antecesores.
Era importante en la provincia de Kiejdany
Esa familia rusa originada de los alemanes desde el
[Báltico.
No leí ninguno de sus estudios, demasiado
[especializados.
Y Chen, según dicen, ha sido un excelente poeta.
Debo creerlo sin prueba porque escribía sólo en
[chino.
Octubre caluroso, fresco el mes de julio, en febrero
[florecen los árboles.
Los vuelos nupciales de los colibríes no anuncian
[la primavera.
Sólo el viejo arce, despojándose de las hojas cada
[año, en vano,
Porque ésta ha sido la sabiduría de sus antepasados.

Sentí que Budberg tenía razón y me rebelaba contra
[ella.
Entonces, ¿no me será concedida la fuerza?, ¿no
[salvaré el mundo?
¿Y no serán mías ni gloria ni tiara ni corona real?
¿Acaso me entrenaba a mí solo
Para componer los versos a las gaviotas y a la brisa
[del mar,
Escuchando cómo rezumban en la bahía las sirenas
[de los barcos?


Hasta que pasó. ¿Y qué pasó? La vida.
Ahora no me avergüenza mi derrota.
Una sola isla velada de nubes donde ladran las
[focas
O el ardor del desierto, ya son el don suficiente
Para que el hombre diga, yes, tak, sí.
"Incluso durmiendo trabajamos en la creación
[del mundo."
Sólo de la persistencia nace la persistencia.
De mis actos trenzaba la invisible soga
Y subía por ella, y ella no me dejó caer.


¡Qué procesión! ¡Quelles délices!
¡Qué birretes y vistosas togas!
Most Distinguished Professor Chen,
Mnogouwazajemyj Profesor Milosz,
Quien solía escribir poemas en un idioma extraño.


¡Quién irá a contarlos! Aquí el sol
Hace palidecer la llama de sus altas velas,
Y cuántas generaciones de los colibríes acompañan
[su paso
Mientras ellos avanzan. Por la montaña mágica.
Y la fría bruma del mar significa que de nuevo
[estamos en julio.

Czeslaw Milosz



"Setenta y cinco marineros se hicieron a la mar,
sólo uno de ellos vivo habría de tornar"


R. L. Stevenson. La isla del tesoro.

lunes, julio 19, 2004

"Iré allí."


 
 

“Iré alli” –le dije-. “Iré allí por nosotros”. “Estaré allí antes que tú” –dijo él, sonriendo-. “Viajo más deprisa”. Pocos días más tarde, el 1 de Agosto de 1988, Ray y Tess se besan tres veces en los labios diciendo "te quiero". A las seis y veinte de la mañana siguiente, Raymond Carver muere víctima de un prolongado cáncer en un hospital de Seattle. Días más tarde, Tess Gallagher lee una de las muchas cartas que durante semanas llegaron al correo de su casa de Port Angels procedentes de todo el mundo lamentando la desaparición del escritor norteamericano. El remitente era un hombre llamado George Allington, de Boston, poeta aficionado, admirador de Carver y director de un modesto periódico local. En una carta larguísima repleta de alabanzas, comenta en uno de los últimos párrafos:
 
“… Lo que voy a contarle a continuación, Sra. Carver, quizá vaya a parecerle absurdo, pero es en realidad la razón principal que me ha llevado a escribirle esta carta. El día en que murió su marido  mi mujer y yo nos encontrábamos en Moscú de luna de miel. Aquella tarde fuimos al cementerio de Novodevichi a visitar las tumbas de los escritores rusos. Sra. Carver, sé que le va a parecer una locura, pero estamos seguros de haber visto esa misma tarde a Ray junto a la tumba de Chèjov, al pie de su modesta lápida blanca, bajo el arce y el abedul que le procuran sombra. Hasta estuve tentado de acercarme a saludarlo pero mi mujer me lo impidió. Estaba muy serio, vestía la misma chaqueta  de cuero marrón con la que aparece en los periódicos,  las manos en los bolsillos y parecía sumido en profundos pensamientos, así que, a instancias de mi esposa, preferimos no molestarlo… Era él, Sra. Carver, se lo aseguro… llevaba en la mano derecha, encuadernado en piel oscura, el  libro “Pabellón número 6”… de Chèjov…”
 
Tess Gallagher, aún con la hoja de papel garabateada entre las manos, lejos de mostrar asombro o tristeza, sonríe y murmura con voz apenas audible, como si pensara en voz alta: “Sí, Ray, es cierto, tú viajas más deprisa…”
 
DOMINGO POR LA NOCHE 
  
Utiliza las cosas que te rodean.
Esta ligera lluvia
Del otro lado de la ventana, por ejemplo.
Este pitillo de entre los dedos,
Estos pies en el sofá.
El débil sonido del rock-and-roll,
El Ferrari rojo del interior de mi cabeza.
La mujer que anda a trompicones
Borracha por la cocina…
Coge todo eso,
Utilízalo.
 
Raymond Carver.
 
 
“Hace doce o quince años, en una casa de su propiedad, situada en la calle principal de una ciudad de Rusia, vivía con su familia el funcionario Grómov, persona seria y acomodada. Tenía dos hijos: Serguei e Iván. El primero, siendo ya estudiante de cuarto curso, enfermó de tisis galopante y murió muy pronto. Su muerte marcó el comienzo de una serie de desgracias que cayeron súbitamente sobre la familia. A la semana de enterrado Serguei, el padre fue procesado por fraude y malversación, falleciendo poco después en la enfermería de la cárcel, donde contrajo el tifus. La casa y todos los bienes fueron vendidos en almoneda, quedando Iván y su madre privados de recursos.
En vida de su padre, Iván vivía en Petersburgo, estudiando en la universidad; recibía de casa 60 o 70 rublos mensuales, e ignoraba lo que pudiera ser la necesidad; luego, en cambio, hubo de modificar radicalmente su vida: de la mañana a la noche tenía que dedicarse a dar clases -muy mal pagadas- o a hacer de copista, pasando hambre a pesar de todo, pues enviaba la casi totalidad de las ganancias a su madre. Iván Dimítrich no resistió; desanimado, se quedó como un pajarito y, abandonando los estudios, se marchó a su casa. De regreso en su ciudad natal, y valiéndose de recomendaciones, obtuvo una plaza de maestro en una escuela; pero como no congenió con sus colegas, ni tampoco gustó a los alumnos, pronto renunció a su puesto. Murió la madre, Iván Dimítrich anduvo cosa de medio año cesante, alimentándose tan sólo de pan y agua; y luego encontró un empleo en la Audiencia que ocupó hasta que fue licenciado por enfermedad.
Nunca, ni aun en sus jóvenes años estudiantiles, dio sensación de salud. Siempre fue pálido, flaco, resfriadizo; comía poco y dormía mal. Una copa de vino bastaba para darle mareos y enervarle hasta el histerismo. Aunque buscaba la compañía de la gente, su carácter colérico y sugestionable le impedía intimar con quienquiera que fuese y tener amigos. Hablaba con desprecio de sus conciudadanos, diciendo que su grosera ignorancia y su existencia soñolienta y animal le parecían repulsivas. Se expresaba con voz de tenor, fuerte, apasionadamente, tan pronto indignándose airado como admirándose jubiloso; pero siempre con sinceridad. Fuese cual fuere la materia de que se hablara con él, todo lo resumía en una conclusión: la vida en aquella ciudad ahogaba y aburría; la sociedad carecía de intereses vitales y arrastraba una existencia oscura y absurda, amenizándola con la violencia, la perversión más burda y la hipocresía; los granujas estaban hartos y vestidos, mientras que los honestos se alimentaban de migajas; hacían falta escuelas, un periódico local honrado, un teatro, conferencias públicas, cohesión de las fuerzas intelectuales; urgía que la sociedad se reconociera a sí misma y se horrorizara. En su apreciación de las personas, no utilizaba sino tintas cargadas, pero sólo blancas y negras, sin matices de otro género. Para él, la humanidad se dividía en honrados y canallas; no había cualidades intermedias. De las mujeres y del amor hablaba siempre con apasionado entusiasmo, aunque nunca estuvo enamorado.
Pese a la rigidez de sus juicios y a su nerviosismo, en la ciudad le querían; y a espaldas suyas le llamaban con el diminutivo de Vania. Su delicadeza innata, su naturaleza servicial, su honradez, su pureza moral y su levita usada, su aspecto enfermizo y los infortunios de su familia, engendraban un sentimiento bueno, cálido y triste. Como, por otra parte, era instruido y leído, la gente lo creía enterado de todo; y por eso hacía las veces de un manual viviente de consulta.
Leía muchísimo. Sentado en el club, tocándose, nervioso, la barba, hojeaba revistas y libros. Y por la cara se le notaba que no leía, sino que engullía lo que pasaba ante sus ojos, sin que le diese tiempo a masticarlo. Cabe suponer que la lectura fuese una de sus costumbres enfermizas, pues se lanzaba con la misma ansiedad sobre todo lo que se le ponía a mano, aunque fuesen periódicos o calendarios del año anterior. Cuando estaba en su casa, siempre leía acostado.”
 
Anton Chèjov. De Pabellón número 6 
  
 

jueves, julio 15, 2004

La niña y el Diablo




Como cada noche la niña volvía a la casa grande donde él esperaba sentado en el porche, trepaba por sus piernas huesudas hasta llegar a su regazo y allí preguntaba con su boca pequeña de finos labios:

- ¿Hola?

Pocas eran las veces en que el Diablo respondía, pero casi siempre sonreía. Una delgada línea trazada a cuchillo en los labios, una mueca indefinida e inescrutable.

- He comprado un libro. “La Metamorfosis” se llama –decía la niña, siempre con una sonrisa perfumada de melocotón entre sus desvanecidos labios- . Mire, lo he traído conmigo.

Entonces la niña sacaba el libro de uno de los bolsillos de su falda y le leía al Diablo algunos párrafos. Otras veces, sólo compartía con él pensamientos, sentimientos acumulados durante el día y que caían durante la noche sobre su regazo convertidos en una fina y plácida lluvia de palabras.

Al diablo no parecía importarle. Incluso alguien que hubiera podido atravesar su sonrisa inexpugnable hubiera dicho que parecía gustarle. En realidad, agradecía esa sencilla y refrescante lluvia de palabras que humedecía sus piernas y limpiaba el aire. Hacía demasiado calor en aquella casa enorme y el olor a sulfuro, salitre, carroña y plumas de cuervo no ayudaba a mejorar la delicada salud de sus pulmones.

Aquella noche, cuando la niña se marchaba extendió una de sus garras y le ofreció una flor azul que ambos veían pudrirse con rapidez por el tallo. La niña aceptó el regalo, tomó veloz la flor antes de que la podredumbre llegara a los pétalos, bajó de nuevo por sus piernas y se marchó dejando tras de sí el mismo perfume suave a cacao labial de melocotón.

martes, julio 13, 2004

Fragile...




No hace mucho volví a pasear por las afueras de la ciudad, donde los edificios se van apagando hasta desaparecer y dar paso a una huerta feraz. Anduve los mismos caminos ya recorridos en otras ocasiones donde hace dos primaveras una miríada de lirios embellecían y perfumaban el paseo. No me costó demasiado encontrarlos: grandes y llamativas letras de neón donde se podía leer “El pistilo rosado” iluminaban el borde del sendero. Los lirios que un día engalanaban el camino con su sola belleza habían decidido abrir un burdel. Dos lirios de color violeta me ofrecieron sus servicios contoneando sus esbeltos tallos. Más tarde, cuando el sol maduraba con lentitud de fruto enorme tras las suaves colinas me dirigí hasta el cerezo donde otras tardes como aquella había contemplado el atardecer escuchando el trino virtuoso de los ruiseñores. Apoyé la espalda en el tronco y esperé. Pronto sentí gotas húmedas en mi nuca, sobre la cabeza. Miré hacia arriba, y allí estaban: tres ruiseñores de pecho amarillo me escupían desde sus altas ramas.

Nadie es indemne. Decía alguien que la propia vida es una plaga. Una lenta enfermedad que nos contamina poco a poco y nos despoja. Vivir es ir despojándose de cosas: de agilidad, de fuerza, de belleza. Pero también de otras cosas: nos despoja de la ilusión, de la inocencia, de la ingenuidad. A partir de cierta edad es muy difícil encontrar personas ingenuas… Es como… como encontrar un unicornio hocicando tranquilo en el jardín de casa. Si la llamé ingenua no lo hice con ánimo peyorativo, sino todo lo contrario: como algo extraordinario, difícil de ver hoy en día. No estoy acostumbrado a tratar con mujeres como usted. De un tiempo a esta parte trato con mujeres que arrastran los pies y miran con hielo en las retinas, que dejan crecer zarzas al final de los dedos de sus manos y salivan arsénico. Por eso no dejo de asombrarme cuando veo a una mujer caminar varios centímetros elevada sobre el suelo, la mirada serena y clara, inmune a la nube espesa de smog vital que asola como una plaga nuestra existencia. La ingenuidad es también un arma poderosa. Pero no tenga prisa, ya tendrá tiempo de escupir desde su rama o de abrir su propio lupanar. Por el momento déjeme disfrutar de esta… su primera primavera…

Siempre es una delicia leer sus palabras. Hoy me va a permitir que haga algo que llevo tiempo queriendo hacer sin atreverme, porque supone manejar material frágil. Pero desde que las vi supe que esas palabras buscaban un destino que usted les había negado. Precisamente por esa ingenuidad de la que le hablé… esa bendita ingenuidad…

Mensaje de sábado o de domingo.

Tengo en la pared dos cuadros
hechos con un solo trazo.
Un perro y una jirafa.
Tengo en el empeine de mi pie derecho una fea herida.
Las sandalias a veces son agresivas.
Tengo el calor dentro del cuerpo.
Anyway, mensaje de sábado o de domingo,
de una madrugada cualquiera.
¿Qué hacen ustedes?

No quiero meterme en la cama,
no podré dormir.
Daré vueltas sobre mí misma
hasta que por la espalda comience a correr el sudor.
Entonces, me levantaré y beberé agua.
Uno, dos, tres vasos,
puede que más.
Bebo cantidades de agua alucinantes.
Pero no sólo ahora,
que hace demasiado calor, sino siempre...
Adoro el agua.

No sé por qué de un tiempo a esta parte duermo menos.
No sé por qué pienso más.
No sé por qué follo menos de lo que me gustaría.
Oh, sí, sí lo sé...
Es que cada vez me gusta menos gente.
O que soy demasiado perezosa.
Porque así es, ciertamente,
a menudo me da pereza follar.
Como me da pereza bajar música desde la red.
Pero, cuando lo hago,
cuando me pongo a ello
después lo quiero todo...
el disco completo,
el in crecendo…

Tribecca. (4/07/2004 04:00)


Lo estaba pidiendo a gritos y si Carver ayudó a los escritos de Chèjov a romper las crisálidas y transformarse en mariposas, no veo por qué no puedo hacerlo yo también con los suyos. Me fascinan casi tanto como los del ruso fascinaban al americano. Y ambos, en cualquier caso, lo vimos muy claro. Seda y mariposas. Sin artificios.


:/

miércoles, junio 30, 2004

To be by your side






Debe ser el calor viscoso que veo derramarse al otro lado del cristal de la ventana. Debe ser la luz tamizada de la tarde filtrándose a través de las estrechas hendiduras de la persiana baja. Debe ser este zumo de naranja con hielo que bebo a sorbos cortos, demorándolo lo justo en la lengua para que frío y sabor desaparezcan garganta abajo despojados ya de sentido. O debe ser este delicioso libro de poemas de Milosz que N. me regaló esta mañana sin motivo alguno. “No está en la mano de todos convertir un día normal de una persona en otro especial, distinto, único”, escribió en la primera página con esa letra infantil, sin aristas y ligeramente soplada hacia la derecha que tanto me gusta.

Sí, definitivamente fue su “dádiva”… sin lugar a dudas… lo que me ha convertido hoy en otro: como si me hubieran acariciado el lomo…

DÁDIVA

Un día muy feliz.
La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.
Los colibríes se demoraban sobre las madreselvas.
No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.
Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.
En el cuerpo no sentía dolor.
Cuando me estiré vi el mar azul y velas.

CZESLAW MILOSZ


Siempre me gustó este poema… me relaja… redime mis muchos pecados. “Me hace bien”, que hubiera dicho mi abuela…

miércoles, junio 23, 2004

Lenguaje



Para tí.


Vivo con una jirafa alcohólica, dos patos, un fox-terrier enano y un ficus. Y hasta hace poco menos de dos meses también con una tortuga boba y un pez payaso. Ahora viven ambos en una casita con jardín a las afueras de Ljubljana.

Coincidió con la marcha del pez payaso y la tortuga boba. Pasaba largas horas en silencio sentada mirando por la ventana. Un buen día la encontramos frente a la misma ventana, sumida en el mismo silencio pero abrazada a una botella de whisky “The wild turkey”. Más tarde, cuando ya habían retorcido sus miserias hasta la náusea, supimos que la jirafa estaba enamorada del pez.

El pez es un afamado pintor. “El mejor retratista de azules de la actualidad” como lo definió el “Artist Fish Herald” en el último reportaje que le dedicaron a su obra. Los críticos hablaron de una profunda perturbación vital en sus últimos cuadros reflejada especialmente en un azul más oscuro que en algunas de sus obras rozaba el azul abisal. “Es el color del desamor”, respondió él cuando le preguntaron por el cambio cromático de su azul en la última entrevista que concedió. Después conoció a la tortuga boba y se marcharon a vivir a Eslovenia en lo que todos consideramos una huída hacia delante, una desintoxicación de tiempo y distancia. No hace mucho volví a ver uno de sus nuevos cuadros en una revista especializada. El azul no había cambiado. Azul abisal. Porque desde que la miró por vez primera con sus grandes ojos de pez supimos que el pez payaso estaba enamorado de la jirafa.

W. Jr. es un pato bajito, apuesto, elegante, culto, muy inteligente y sobre todo… taimado. También es un tipo cruel. De esa clase de crueldad hastiada y sutil que nace del desengaño y de una temprana pérdida de la inocencia. Más que perdida, robada. Es el novio de la jirafa, a la que trata como una hermosa figura de cristal. Algo para enseñar a las visitas. Es escritor. Un escritor sin nombre que sólo escribe por dinero. Es lo que vulgarmente se llama “un negro”. Algunas de las mejores novelas, artículos periodísticos y ensayos de los más renombrados escritores de este país han sido escritas por W. Jr. “La fama es algo efímero y molesto, yo gano más dinero que ellos sin los inconvenientes de la fama” suele repetir en círculos privados. Es un mercenario de la pluma, como el mismo se define. Pero en realidad, es sólo un mercenario. Porque no tiene escrúpulos ni siquiera consigo mismo. Desde un principio supo que la jirafa y el pez estaban enamorados pero en lugar de sufrir con ello, disfrutó. Viendo cómo se transformaban en seres miserables, alienados, despojos de ser humano, viendo cómo pervertían sus sentimientos hasta convertirlos en una grotesca forma de parafilia, henchidos de amor podrido, contaminados por su propia cobardía, viéndolos morir de amor día tras día. Ya dije que W. Jr. es un tipo cruel. Sin escrúpulos.

W. Jr. tiene un hermano: J. Es la cara opuesta a su hermano. Alto, franco, sin sombras. Un buen tipo aunque escaso de inteligencia. Es dos años mayor que W. Jr, al que admira y ama. Llegaron aquí juntos, buscando un lugar soleado donde vivir. Creemos que J. es la única persona a quien W. Jr. respeta y quiere pese a que lo trata como a un imbécil. J. adora a la jirafa y sufre cuando la sorprende bebiendo, con pesadas lágrimas rodando por su cuello esbelto. Muchas veces lo hemos descubierto vaciando en el lavabo las botellas que ella esconde por toda la casa. Es como una hermana para él. En una ocasión la jirafa estuvo tres días desaparecida. Fue J. quien la encontró al cuarto día en el galpón mefítico de un motel de carretera atada a los barrotes del cabezal de la cama, desnuda, con un cuello de botella de bourbon alojado en el sexo, drogada y al borde de un coma etílico. Dos meses después, cuando se celebró el juicio, tres operaciones de cirugía plástica no habían logrado devolver al tipo que dormía junto a la jirafa esa noche el aspecto que tenía antes de encontrarse con los puños de J.

Del fox terrier enano y el ficus poco puedo decirles. Sólo que a veces el perro se orina en él como cualquier perro. Y que intentamos sobornar al ficus con un pulverizador de agua para que broten nuevas hojas.

Quizá todo esto pueda resultarles a ustedes extraño, absurdo, grotesco. No podría ser de otra manera. Sólo hay una persona en este mundo capaz de entender lo que esta noche les cuento. Todos ven las mismas letras, las mismas vocales, las mismas consonantes, pero sólo ella es capaz de leerlo correctamente. Es nuestro lenguaje secreto.

jueves, mayo 27, 2004

Maldades íntimas...



Dejando a un lado el vaporizador para el asma me maldeciría. Sí, quizá ella tenga razón: escribir poesía es el acto más íntimo, el que realizas para nada y para nadie… pero a muchos nos faltan las palabras y en ocasiones el valor para doblar una esquina hasta que no se la vemos doblar a otra persona. Y nunca se lo agradeceremos lo bastante. Permítame, en pago, una dulce maldad y luego si quiere… me mata.

TAL VEZ NO ERA PENSAR

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto,
sino darse y tomar perdida, ingenuamente,
tal vez pude elegir, o necesariamente,
tenía que pedir sentido a toda cosa.
Tal vez no fue vivir este estar silenciosa
y despiadadamente al borde de la angustia
y este terco sentir debajo de su música
un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.
Tal vez debí quedarme en los amores quietos
que podrían llenar mi vida con un nombre
en vez de buscar al evadido del hombre,
despojado, sin alma, ser puro, esqueleto.
Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto.
sino amarse y amar, perdida, ingenuamente.
Tal vez pude subir como una flor ardiente
o tener un profundo destino de semilla
en vez de esta terrible lucidez amarilla
y de este estar de estatua con los ojos vacíos.
Tal vez pude doblar este destino mío
en música inefable. O necesariamente...

Idea Vilariño


Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.

Juan Carlos Onetti (Los besos)

sábado, mayo 22, 2004

Rendición




El mensaje es una palabra. Una sola palabra con todas sus letras. Cuatro letras. Impecables. La primera mayúscula, las siguientes en minúscula. Sin un punto final que evite que se derrame, que se extienda… que fluya… Así que ahí está, derramándose, extendiéndose, fluyendo de izquierda a derecha desde la cumbre de la A mayúscula. Pero cómo podría contener un punto el flujo incontenible de esa palabra. Sería inútil. Tarde o temprano terminaría abriéndose paso, acabaría filtrándose por el borde redondeado del punto y arrastrándolo. Por eso ella ni siquiera se molestó en ponerlo. Se rindió a la imposibilidad. Siempre tan consciente de lo imposible mi querida S.
En un principio fue un lago sin castillo, dragones ni princesa. Más tarde fue un río, después un océano con horizonte y luego sin él. Pasó el tiempo y no hubo puntos, palmas de manos ni presa de Asuán capaz de contener las cuatro letras de aquella palabra, porque ya eran dos. Una de ellas derramándose inmensa desde la alta cúspide de su mayúscula cima. La otra creciendo intensa desde su delgada y minúscula rendija hasta convertirse en un haz colosal, inabarcable. Por eso ella se rindió a lo imposible. A lo incontenible. Y yo me rendí con ella jurándome escoger con más cuidado mis postales en futuras ocasiones. Porque hay palabras que sólo caben en el agujero negro de un móvil.

“Azul”, decía.


jueves, mayo 20, 2004

Pulgas en el corazón




Había llovido mucho y nosotros habíamos bebido más. Nos arrojamos a la noche. Ella arrastrando los tacones. Yo arrastrando el corazón. Colgados del brazo buscamos una boca de metro mientras nos buscábamos la boca de cuando en cuando. Con torpeza, a dentelladas, escondiendo los labios porque entre nosotros no hay lugar para la ternura. Adivinándonos el vómito de alcohol en la punta de cada lengua. Sentada en el suelo había una chica joven con un suéter arco iris y una guitarra. “Un arco iris bajo tierra, en esta noche de mierda, con este asco de amor, un jodido arco iris, tiene maldita gracia”, recuerdo haber pensado. Y ambos huyendo de la canción en dirección a Nuevos Ministerios porque a nadie le gusta que le lean el alma.


"PULGAS EN EL CORAZÓN"

Susie bebe junto a la ventana con los labios sin pintar
tal vez esta es una de esas noches en que todo sale mal.
Un chaval pide monedas para echar en el juke-box
y ya ha puesto 15 veces "Should I stay or should I go".

Ese chico del taller busca pelea
no le importa con quien sea.

Pulgas en el corazón
perros en el callejón
y yo voy a estarme quietecita
hasta ver venir lo bueno a mi rincón.

Hay un tipo al fondo de la barra que se piensa que es John Wayne
pide bourbon y pregunta "chicas ¿queréis pasarlo bien?
Susie enciende un cigarillo y dice "socio muérete, debe ser tan divertido como que te pille el tren".

Aquí viene el mejicano con su panda
Quieren juerga ¡qué caramba!

Pulgas en el corazón
perros en el callejón
y yo voy a estarme quietecita
hasta ver venir lo bueno a mi rincón.

El camarero ya no encarga más champage
no hay nada que celebrar.

Letra: Christina Rosenvinge y Ray Loriga
Música: Christina Rosenvinge

sábado, mayo 08, 2004

Metáfisica cretina (gentilicio irregular de perteneciente a Creta)



"Deposite aquí sus esputos, por si acaso"

El ser humano.


Creo que en ningún otro lugar se piensa tanto en la muerte como a bordo de un avión. O al menos ése es mi caso. Lo he hecho en muchas ocasiones. Al despegar, en un tramo de turbulencias o mientras observo por la ventanilla el lecho algodonoso y amable de las nubes bañadas por la luz directa del sol. Recuerdo muchos instantes de temor en un avión pero ninguno como los 35 minutos que separaban Atenas de Iraklion. Una tormenta. Gritos sordos desde algunos asientos. Azafatas absolutamente ebrias caminando por el pasillo apoyándose en los asientos. Trepando casi. La voz poco tranquilizadora de uno de los pilotos advirtiendo de algunos minutos de turbulencias. Y de forma inevitable la pregunta que se filtra lentamente como un fluido viscoso y ajeno por los intersticios del cerebro. “¿Y si muero?” Porque en ningún otro lugar como en un avión para obtener el pensamiento de certeza de la muerte. Es claro, preciso, exacto. Certeza se llama. No hay opción a la esperanza de sobrevivir. Y sin embargo es inevitable que ese destello ridículo, grotesco, irrisorio y absurdo de esperanza cruce por un instante como un bufón torpe por tu mente. Sonrío. Y es mi penúltima sonrisa hasta que aterrizamos. Me maravilla ese apego del ser humano a la vida. Me fascina cómo intentamos asirnos a cualquier cosa con tal de no morir. Hasta la ráfaga de aire de la más absurda esperanza puede servirnos. Intento compararlo con algo y se me ocurre que es como saltar al vacío desde un octavo piso. O eso imagino. El mismo vértigo, intenso miedo inicial y la misma ridícula y fugaz esperanza de sobrevivir al salto. Un camión cargado de colchones que cruza en ese instante, un toldo de una panadería, hasta la posibilidad de volar si agitamos lo suficientemente rápido los brazos. Después del vértigo y del esputo de esperanza sobre el adoquín de la acera llega el miedo. Pienso sobre él. Busco la causa. Y no es difícil encontrarla: es miedo a la pérdida. Perder lo que tenemos y lo que nos gustaría tener si nos aguantara la vida. Miedo a perder posesiones y deseos. Centro mis pensamientos en las primeras. Y no me cuesta desprenderme de ellas. Al fin y al cabo ya las tenía y las he disfrutado. Las valoro y mido. Siento que hasta ahora he tenido una vida más o menos plena. Se entiende por plenitud a aquello que incluye la totalidad. He amado y me he enamorado perdidamente, sufrido, he sido muy feliz y también muy infeliz, he conocido, he aprendido, he viajado, he hecho realidad muchos de mis deseos y no he sido capaz de otros, he sentido y he dejado de sentir, hasta he muerto una vez y tiempo después resucitado. Me gusta la vida que he llevado. No sé si alguno de los que me leen pinta o ha pintado alguna vez. Es una sensación parecida a la de mirar el cuadro inacabado y sentir que es justo lo querías, que hasta ese preciso instante no se podría haber hecho mejor, el color exacto, los trazos perfectos. Por un instante temes acabarlo porque puede que el resto no salga tan bien. Hasta piensas en no terminarlo. Mi vida es ese mismo cuadro inacabado y perfecto en su indefinición. Piensen que estoy cayendo al vacío así que permítanme la miseria: Ese cuadro inacabado es mucho mejor que el acabado de otros muchos. Pienso que este tipo de miserias cuando se está a punto de morir son también habituales. Al menos cuando tienes tiempo para pensar sobre tu propia muerte. “No ha estado mal”, pienso. “Nada mal”. El miedo se disipa lentamente y empiezo a disfrutar del salto. El aire fresco contra tu cara, la sensación de ingravidez, un leve sentimiento de completa libertad. ¿Y qué hacemos con los otros? Los deseos. El miedo a perder lo que anhelas tener. Mastico el pensamiento: el mie-do a per-der lo que an-he-las te-ner. Hiede a probabilidad. Sabe a inasible futuro. Como si masticaras un trozo de corcho. No me cuesta demasiado escupirlo justo al lado del adoquín donde reposa el esputo de esperanza. Ambos son ridículos, bufones torpes. Perder lo que no tienes…. Bah. Es curioso que no haya pensado antes en otra vida tras la muerte, en alguna especie de reencarnación. Hay quien podría creer que ya estoy pensando en ello pero no es cierto. Sólo he pensado que es curioso que no haya reparado en ello antes. Ni siquiera entro a valorarlo. Muchos años de educación católica para darme cuenta que ni siquiera en el momento de morir me sirve de último consuelo. Algún día alguien se dará cuenta de que si en esa otra vida no se permiten muchos de los placeres que hacen que un tipo como yo sienta miedo de perder esta vida no vale demasiado la pena. No parece demasiado divertido pasar los días paseando por “El Cielo” sin ningún tipo de apetito. Intento concluir algo volviendo a la pregunta inicial. Entonces… ¿si muero? Si muero, nada. Volveré a mi vida anterior a mi nacimiento. Y no recuerdo que fuera una mala vida… Sonrío. Justo antes de tomar tierra miro de soslayo el brillo tenue y untuoso de los dos esputos en sus respectivos adoquines. “¿Quieres dejar de mirar eso, joder?”, me digo y muevo negativamente la cabeza.

miércoles, abril 28, 2004

Té deseo. Té.



Aspalathis linearis

V. se marcha mañana a casa unos días. Uno de los muchos inconvenientes de tener familia. “La muerte os sienta tan bien, bienamados progenitales y el azul de los líquenes de vuestras lápidas os favorece tanto…”, recuerdo haber oído decir a alguien. Esperaba esa pregunta desde hace algunas semanas. “¿Te gustaría probar algo nuevo?”, dice mientras mastica con excesivo ruido sus copos de cereal con chocolate. V. mastica con ruido cualquier cosa. Creo que es su mandíbula, demasiado ancha, que actúa como caja de resonancia. Siempre se lo digo: “Tienes un teatro de Epidauro en la boca”. “Con permiso del Colón de Buenos Aires”, contesta ella con una sonrisa amplia y sigue masticando con estrépito.

“¿Te acuerdas del Oolong que le compraste a S.?”, me pregunta limpiándose el chocolate adherido a los dientes con la lengua. Asiento con la cabeza mientras acabo de exprimir la última naranja. “Pues te traeré ése”, dice. Transcurren algunos segundos en los que sólo se escucha el bullicio de sus dientes dando cuenta de sus copos de cereal. “No olvides mi…”, intento decir. “Ya, ya… tu rooibos”, me interrumpe, entornando teatralmente los párpados y asintiendo lentamente con la cabeza. “Con virutas de nata y chocolate”, apostillo con una sonrisa. “Quizá no te lo traeré”, dice fingiendo una sonrisa perversa. “Traiga”, le corrijo. “Jodido subjuntivo”, maldice ella.


Hace poco más de seis meses que soy adicto al rooibos vespertino. Quizá sea la única adicción de la que no puedo desprenderme. Ni siquiera las mujeres han conseguido engancharme tanto. Lo probé por primera vez en la terraza de una crepería de Ljubljana junto a los cuatro dragones de escamas de jade que custodian la ciudad. “Taste this”, me ordena indicándome con el índice un nombre sobre la carta de tés. “What is that?”, pregunto yo. “Rooibos”, contesta ella. “En Afrikáans signifca “arbusto rojo” y sólo crece en Ciudad del Cabo”, me explica la dependienta de la tienda de té a la que casi he arrastrado a V. “No tiene teína y posee innumerables propiedades curativas. Se ha dicho incluso que de la legendaria fuente de la vida manaba… rooibos”, añade la chica morena con una sonrisa tan tierna y apetecible como un bollito de crema vienés.

“Oye…”, dice. La interrogo con la mirada. “He observado cómo exprimías las naranjas… y no he notado… nada especial”, añade.

jueves, abril 22, 2004

Té necesito. Té.



Casi 32 horas después de que revelara la existencia de The Hundred, V. me pregunta: “Oye, y ¿cuál es la dirección del blog?” “¿Qué blog?”, contesto, masticando una carcajada.

Esta mañana recibo un correo de M. Cito de memoria: “La próxima vez que vayáis a la tetería y pienses escribir sobre ello, avisadme, malditos. Nunca escribieron sobre mi. Quiero saber qué se siente cuando le convierten a uno en un personaje de tinta y papel”. A continuación un emoticón sonriente o guiñando un ojo, o ambas cosas a un tiempo, creo. Le sigue después un párrafo largo que no pienso recordar aquí. “Mira lo que he encontrado por ahí”, escribe ya casi al final. Reproduzco fielmente la cita:

Lady Astor (furiosa): “Señor Churchill, si yo fuera su esposa, pondría veneno en su taza de té”.
Churchill: “Señora, si yo fuera su esposo, me la tomaría”.

Hace mucho que conozco la supuesta anécdota. La leí en algún lugar o me la contaron hace ya algunos años. De cualquier modo no me resulta difícil imaginar estas palabras en la lengua afilada del británico. Siempre sentí una especial simpatía por este tipo con aspecto de bull-dog malencarado. Quizá porque a él me une una pequeña parte de su biografía. Posiblemente la más triste. Muchos son los que conocen al político Winston Churchill, de oratoria tan demoledora como controvertida, figura destacada en el desenlace de la II Guerra Mundial. No tantos conocen al tipo que combatió en el Cuarto de Húsares, uno de los más famosos regimientos del ejército británico, en Cuba, la India y el Sudán. El mismo hombre que recorrió casi 400 kms escapando de Pretoria, donde se encontraba como corresponsal del diario “Morning Post” tras ser hecho prisionero en la guerra de los boers en Sudáfrica y ser recibido poco más tarde en Inglaterra como un héroe.

M. acaba el correo con dos postdatas: “Si antes leían el periódico cuatro gatos, ahora lo leerán dos. Que se jodan.” Y la segunda: “Tienes que decirme cómo se exprime correctamente una naranja”.

lunes, abril 19, 2004

Té quiero. Té.



"Es extraño cómo una taza de té puede representar al mismo tiempo las comodidades de la soledad y los placeres de la compañía"



J., V., D., y yo fuimos ayer por la tarde a la tetería. Pedimos dos teteras de pakistaní. Con las tazas mediadas y cuando todos miran la lluvia tras los cristales en silencio digo: “Estoy haciendo un blog”. V. es la primera en reaccionar. “¿Un blog?”, dice. Asiento con la cabeza con media sonrisa en los labios. Diez minutos más tarde he acabado mi taza de té y mi exposición teórica sobre el fascinante mundo del blog. Acompaño mis últimas palabras apurando la taza de un sorbo. Pasan diez segundos, quince quizá, en los que únicamente oigo la lluvia golpeando los cristales y a una chica de pelo negro en la mesa de al lado hablando de un cáncer de piel. “Pues el cáncer de piel es…”, es lo único que recuerdo haber oído. O algo parecido. “Deberías dejarte de tantas tonterías y terminar de una vez ese libro de relatos, me parece una pérdida de tiempo, la verdad”, dice D. J. tiene la mirada perdida en el fondo de su taza mientras la hace girar lentamente, una y otra vez, sobre el plato decorado con arabescos azules. V. sólo me mira. Sin expresión. Únicamente me mira. Vuelvo a sonreír y observo a D. Ha dejado de mirarme, tiene los párpados entornados y parece centrar su atención sobre unos nombres tallados sobre la mesa. ANA Y TOÑI, creo. O quizá es TONI. Sus dedos dibujan el contorno de las letras distraídamente. Conozco bien esa expresión. Quiere decir: “Allá tú y tus estupideces, a mi me da igual, tú ya sabes lo que pienso”. “El jueves mandé al carajo a L. y a S.”, digo. “¿Los del periódico?”, pregunta J. “Ahá”, contesto. “¿Por qué?”, pregunta D., abandonando por un instante su estudio grafológico. “Volvieron a sugerirme el tema de la columna. Como si en el mundo no hubiera otra cosa que elecciones y guerras en Irak. Como si todo lo demás desapareciera, como si dejara de existir.” “¿Qué les dijiste?”, pregunta V, sonriendo, expectante. Sonrío antes de contestar. “Que no iba a escribir sobre la guerra de Irak, sino de cómo exprimir correctamente una naranja”. Desde varias mesas cercanas nos miran reír a carcajadas. Ha dejado de llover y la camarera pasa junto a mi con un batido de fresa que deja una fragancia deliciosa en el ambiente. Tiene unos tobillos preciosos. Finos, estrechos, con una cadenita de plata adornando uno de ellos. “No vas a cambiar en tu puta vida”, me dice J. sonriendo. Es justo ahora, cuando nos encontramos realmente cómodos, cuando me gustaría explicarles que en ocasiones necesito escribir esos pensamientos de un solo uso, no reutilizables, que uno mastica mientras camina hacia el trabajo, o mientras come o va en el coche. Pero no lo hago. Porque ni siquiera yo soy capaz de entenderlo y no confío en que ellos lo entiendan tampoco. Simplemente me gusta hacerlo. “Oye”, dice V. “¿Cómo se exprime una naranja?”.