lunes, mayo 18, 2009

Viven



Y sobre todo, no temas, no te sientas triste. Porque

Vive

Aquel amor
aquel
que tomaron con la punta de los dedos
que dejaron que olvidaron
aquel amor
ahora
en unas líneas que
se caen de un cajón
está ahí
sigue estando
sigue diciéndonos
está doliendo
está
todavía
sangrando.


(Parafraseando un poema de Idea Vilariño)

domingo, mayo 17, 2009

Tiempo de perros


Foto de Sutpen



"¿Por qué ha de llegarme este tiempo de perros justo cuando llego a una costa que no conozco?

 

Entre las nieblas que corren empujadas por las ráfagas del viento, me aparece la sombra de una punta que no llego a identificar. He visto unas rocas algo separadas y solitarias en cuyos alrededores la mar rompía y también he creído ver algo que podía ser el hueco de un valle pero que tal vez no era nada más que una claridad entre las nubes.

Julio, eres un mal marino, no sabes dónde estás.

Me digo que si me acerco mucho, tendré más posibilidades de acertar que de equivocarme, pero creo que esta no es una razón para jugar, pues el precio de un error pudiera ser demasiado caro.

Las raíces que me atan a tierra parecen despertar. ¡Qué cerca estoy de esa tierra que tanto necesito y qué difícil me está resultando llegar hasta ella!

 

A veces desearía que alguien me dijera qué es lo que tengo que hacer. Que me diera órdenes. Que me obligara a tomar ciertas decisiones. Que me librara de pensar… Estoy tan cansado…

¿Hago bien? ¿Hago mal? No sé, no sé… no sé nada.

 

Al final de la tarde, entre la niebla que se abre alguna vez, veo un par de veces la costa, quieta, allá por estribor. La costa quieta. La tierra quieta. Los bosques.

Pero la noche me llega borrándome ilusiones y esperanzas. Fría y sin alegrías, con olas fantasmas y costas escondidas.

Veo faros, pero con tanta mar no los puedo identificar. Unas veces cuento un destello; otras, tres; otras, dos; pero jamás los que me hacen falta para saber dónde estoy." 


(Pag. 90 ¡Eh, Petrel! Cuadernos de un navegante solitario. Julio Villar)

jueves, mayo 07, 2009

Libros peligrosos

Foto de Sutpen


Hoy es mi último día en Kiev. Me despertó esta mañana el abrazo cálido del sol que entraba por la enorme ventana de mi habitación. Una luz que no encontré en los casi cuatro días que pasé en Odessa y que echaba de menos. Fue una buena decisión volver a Kiev un par de días antes de mi vuelta a España. Me he sentido tan bien en esta ciudad. No imagináis cuánto.

Intento no pensar en mi frustrado viaje en tren hasta China desde Moscú cruzando Mongolia. Aunque en su momento lo acepté de buen grado, después de estos últimos diez días, pensar en ello me hace daño. Me llena de cierta indefinible amargura. Abro lo ojos, estiro el brazo y alcanzo del suelo, al pie de la cama, el libro que me ha acompañado durante todo mi viaje. Ahora que poco a poco, con mucho esfuerzo, voy dejando mi adicción a los juegos peligrosos me ha dado por las lecturas peligrosas, que lo son mucho más en este momento de mi vida en el que me encuentro, más cerca de convertirme en pastor de yaks en mitad de una estepa desolada de Mongolia que de cualquier otra cosa. Lo abro por una página al azar. Ahora –a falta de Moby Dick- es él quien oficia mi ritual de la mañana. Porque para eso están los Libros Sagrados. Para salvarte también de la desesperanza cuando más lo necesitas.


“Paso el arrecife Ashmore. El último obstáculo antes de perderme en el Índico. Estoy a casi cuatro mil millas de mi próxima escala. El océano se abre delante de mi, sin arrecifes, ni líneas de navegación, ni islas peligrosas. En las semanas que van a seguir podré dormir tranquilo.

Pienso en Indonesia. Doy algunas vueltas al porqué de no haberme parado. Pero no lo siento. ¡Otra vez será! (Tal vez sí, tal vez no, pero no importa.) Y me pasaré en sus islas meses y meses. No. No hago colección de escalas, ni de países, ni de trofeos de viajero. ¡No! Busco la vida, y la saboreo, procurando no destruir sus secretos. Indonesia está allí y allí ha de estar siempre. Y me hace pensar y me hace soñar y me ayuda a vivir mirando hacia el futuro. Si lo veo todo ahora, ¿dónde estarán los encantos del planeta, si todo lo conozco?

Prefiero que la tierra sea coqueta y no me importa que me atormente un poco con los misterios de sus intimidades.

El poeta sueña con el amor, y este amor soñado es la exaltación de su vida, pero en el fondo no sabe que esta fase de su amor no realizado y no correspondido es lo más hermoso y sublime de este amor.

Tal isla existe. Dicen que es hermosa. Dicen que sus habitantes ríen. Dicen que la gente es indolente. Y esa isla que yo pienso que existe, porque he oído hablar de ella y porque la he visto en mi carta, me dice muchas cosas. Seguramente yo nunca la veré, pero el hecho de que yo piense en ella, le da un valor enorme, gigantesco.

La rodean unos horizontes azules, la habitan unos hombres morenos, y su existencia vaga, remota, es ya de por sí una vibración, una realidad de la tierra.

El hacerlo todo, todo, sólo satisface la vanidad. La vanidad es algo bien agradable y mueve casi todos los mecanismos de la vida. Pero lo hecho por vanidad pierde todo su sentido. El alma se insensibiliza”

(¡Eh, petrel! Julio Villar)

Amén.

sábado, mayo 02, 2009

Shine

Foto de Sutpen


Empiezo a pensar que todo, absolutamente todo, ocurre a las tres de la madrugada. Que quizá cada día nos perdamos el ocaso y el nacimiento del mundo, los grandes secretos del universo por estar dormidos a las tres de la madrugada. Despertad. Las tres de la madrugada es también la hora de los milagros. Allí, justo donde terminan, puedes, por ejemplo, sentirte un día el hombre más miserable, encerrado y vacío sobre la faz de la tierra, y tres días después, allí, justo donde acaban las tres de la madrugada, recorriendo a gran velocidad en un taxi negro las grandes avenidas de Kiev, convertirte en el hombre más libre que jamás hayáis visto. Me ha bastado con abandonar el oropel púrpura de las alfombras de aquel hotel de Lviv, las rutinas diarias, el látigo de los horarios. También con abandonarlos. A todos ellos. Ahora viajo solo,  porque pensaréis que una mochila azul, una cámara de fotos, un libro y una pequeña tortuga de jade blanco no son capaces de hacer compañía alguna. Como una vez al día, porque el ayuno evita el sopor, despierta el cuerpo y todo parece más real con un resto de hambre en el estómago. Paseo sin mapas por calles desconocidas guiado sólo por el instinto, descubriendo la ciudad a cada paso. Mis únicas referencias son los cuatro puntos cardinales. A., el chico brasileño que comenzó su travesía en bicicleta hace nueve meses en Estambul me pregunta, mientras tomamos el té de las 12 del mediodía en la acogedora cocina del pequeño hostal donde me hospedo, qué voy a visitar hoy. “No sé”, le digo. “Hoy me dirigiré al Este”. Y al decirlo casi me siento un poco Shackleton a bordo del Endurance, al amanecer, en su camarote, dando las instrucciones diarias de navegación a su contramaestre. A veces pregunto a la gente que me cruzo por los lugares que A. me ha recomendado por la mañana. Siempre les sonrío antes de abordarles. Es esa sonrisa sin afeitar de extranjero descuidado que obliga a la  tierna compasión. Elijo a mis víctimas cuidadosamente. Chicas jóvenes, con mochila y aires de universitarias. Con un poco de suerte hablarán inglés. En caso contrario, les despierto una preciosa sonrisa mientras les dibujo en mi libreta una iglesia, las cruces del cementerio donde está enterrada Lesya Ukrainka, o les transcribo torpemente del alfabeto occidental al cirílico el nombre de la calle donde vivió Bulgakov. En ocasiones la conversación se convierte en un divertido juego de Pictionary. Tarde o temprano –ya no existe el tiempo, sólo es aquí y ahora- los lugares aparecen ante mi. Cúpulas doradas sobre un fondo oscuro de nubes a punto de desplomarse. El museo de arte Pinchuk, el réquiem carnal y descarnado, abierto en canal de Damien Hirst, aves de papel coloreado sobrevolando las cruces de las iglesias, los cerezos en flor de la hermosa primavera de Kiev que Ania contempla desde alguna ventana con el sol próximo a salir y tulipanes jaspeados de blanco y rojo en los grandes y descuidados jardines. Allí descanso con frecuencia. Respiro hondo. Me siento en un banco, sobre la piedra húmeda de una fuente, en el césped con la espalda apoyada sobre el tronco blanco y liso de un abedul y observo a la gente. Muchos me miran pero pocos son capaces de sostenerme la mirada más de un segundo. Cegados por la intensa luz que desprendo. Brillo. Soy una llama, una lengua de fuego. Aquí, en esta lejana ciudad del Este donde no soy nadie, soy yo. Sólo yo. Más yo que nunca. Más yo que siempre. Y por un instante creo que soy feliz.  En apariencia parece sencillo. Tan fácil –y tan difícil- como aquélla máxima de Stevenson que no me dio tiempo a enseñarte. “Sólo pido una cosa: Un cielo sobre mi cabeza y un camino bajo mis pies”. Sólo eso.