viernes, mayo 19, 2006

La mujer de Lot

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"La mujer de Lot", Obra de Horacio Maniglia


No.
Esta vez no.
No voy a convertirme en estatua de sal.
Hoy a las cinco de la tarde empezará por fin a agonizar la primavera.
Y no voy a mirar atrás.
Aunque sus ojos me quemen la espalda.
Aunque haya lágrimas quemándome la garganta.





Hacía mucho que un poema no visitaba este lugar. Quizá porque no los necesitaba. Quizá porque cada semana hay un poema que yo mismo regalo. Hoy soy yo quien lo necesita. Necesito este poema, que también un día me regalaron, para no mirar atrás. Para no convertirme en estatua de sal.

LA MUJER DE LOT

Miré atrás dicen que por curiosidad,
Mas, curiosidad aparte, pude haber tenido otras razones.
Miré atrás de pena por la fuente de plata.
Por descuido, mientras ataba la correa de mi sandalia.
Para no mirar más el cogote justo
de mi esposo Lot.
Por la súbita certeza de que, si muriera,
ni siquiera se habría detenido.
Por la desobediencia de los sumisos.
A la escucha de la persecución.
Tocada por el silencio, esperando que Dios cambiara de parecer.
Nuestras dos hijas ya desaparecían detrás de la cima de la colina.

Sentí la vejez en mí. La lejanía.
La vanidad de la andadura. El sueño.
Miré atrás al poner el hatillo sobre el suelo.
Miré atrás por temor a dónde dar el paso.
En mi sendero aparecieron serpientes,
arañas, ratones, polluelos de buitres.
Ya ni lo bueno ni lo malo —simplemente, todo lo vivo,
reptaba y saltaba en pánico colectivo.
Miré atrás por mi soledad.
Por vergüenza de estar huyendo a hurtadillas.
Por ganas de gritar, de volver.
O quizá sólo cuando arreció el viento,
soltó mi cabello y me levantó el vestido.

Sentía que me miraban desde las murallas de Sodoma
y rompían en carcajadas sonoras, una y otra vez.
Miré atrás por rabia.
Para saciarme de su gran perdición.
Miré atrás por todas las razones arriba expuestas.
Miré atrás de forma involuntaria.
Fue sólo una piedra la que giró rugiendo bajo mi cuerpo.
Fue una grieta la que, de súbito, me cortó el camino.
En el borde un hámster se agitaba sobre sus dos patas.
Y fue entonces cuando ambos miramos atrás.
No, no. Yo seguí corriendo,
arrastrándome y levantando el vuelo,
hasta que la oscuridad cayó del cielo,
y con ella la gravilla ardiente y las aves muertas.
Por falta de aliento giré repetidas veces.
Quien lo viese habría pensado que bailaba.
No descarto que tuviera los ojos abiertos.
Es posible que me desplomara con el rostro vuelto hacia la ciudad.

Wisława Szymborska

jueves, mayo 11, 2006

Espejos.

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La encontré mientras anochecía en Marrakech, sentada en la terraza de mi salón de té favorito mirando a la plaza Djemaa el Fna. Fumaba hachís como la última vez que la ví y bebía té junto a un joven marroquí de brillante piel aceituna y pelo ensortijado. Pero bien podía haberla hallado en la Habana vieja, bebiendo ron frente al Malecón y acompañada de un joven cubano de brillante piel canela. “Los putos irlandeses están por todas partes”, me susurra junto al oído, colgada de mi cuello. “Los irlandeses somos demasiado grandes para un mundo tan pequeño”, respondo sonriendo y acomodando el cuerpo a sus abrazos siempre demasiado efusivos. Me invita a compartir el té con ellos. Miro al chico que me observa a su vez con curiosidad y aduzco algo de prisa. “Mañana te invito a desayunar”, le digo sin demasiadas esperanzas de éxito. “La prisa mata, ya deberías saberlo, M., y quizá mañana sea demasiado tarde. Anda, siéntate”. Mediada la tetera, el chico, que apenas ha intervenido en la conversación, se levanta, la besa, me estrecha la mano y se despide de ella con unas breves palabras en darija que no logro entender y a las que ella corresponde con una amplia sonrisa.

N. es un espejo cóncavo en el que evito mirarme por temor a verme reflejado. Seis años de terrible relación la convirtieron en esa superficie pulida y brillante que no deja pasar la luz y que yo no me atrevo a mirar con detenimiento. Allí, esperando la reflexión de la luz de mi rostro sobre ella están muchos de mis miedos. El miedo a enamorame y a no enamorarme, el miedo a la soledad y el miedo a dejar de estar solo, el miedo a sentirme vulnerable y el miedo a sentirme invulnerable, el miedo a amar más y el miedo a amar menos, el miedo a ser el que fui y el miedo a ser el que soy, miedo a que mi sangre se convierta en un frío metal líquido y miedo a que sea sólo sangre. Miedo a convertirme también en un espejo.

Quizá por eso tomamos té mirando fijamente la plaza. Niños boxeadores, encantadores de serpientes, artistas de la henna, cuentacuentos y faquires. Ni un solo espejo brillando en la noche.

lunes, mayo 01, 2006

... sos

Nunca antes me había dado cuenta. Fue justo hoy, el día en que cumplo años, minutos antes de abandonar Venecia dormida aún entre vapores dorados, cuando reparé en ello, cuando lo vi claramente escrito en la pantallita azul de mi teléfono móvil: todos los besos -los que damos, los que nos dan- esconden un grito silencioso de auxilio.