domingo, diciembre 03, 2006

Latitud

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Más tarde, desde la playa, caminaron iluminados bajo el ya débil resplandor de las estrellas hasta el acantilado de rocas donde se sentaron, con la mirada perdida en la lejana línea del horizonte, a esperar el amanecer. Una sola vez se atrevió a mirarla con fijeza. Fue entonces, contemplando el perfil de su rostro iluminado por los primeros rayos de sol del nuevo día, cuando supo que sólo tenía que besarla cada mañana, cada noche, mientras ella miraba los cuerpos celestes para saber con precisión dónde se encontraba. Su ojo derecho, de perfil, era un perfecto sextante dorado. Después de tantos años perdido en la inmensidad del océano, sin rumbo fijo, guiado por cantos de sirena y estrellas fugaces, había encontrado… latitud, al fin.



("Sin latitud que ardan las orillas, que ardan las orillas..")

viernes, noviembre 10, 2006

Vaho.

Esta tarde encontré la ventana del salón empañada. Alguien respiraba versos hermosos tras el cristal.

Hago alusión a vos
porque perdí los puntos cardinales
del día
porque pronosticaron
tristezas mejorando hacia la tarde
y llueve.

(Irene Reises)

sábado, noviembre 04, 2006

Milagros

Tras el cristal, hieráticos como estatuas venecianas, asistimos al milagro.

"Llueve". "Llueve". "Llueve".

Como la lluvia, después de algún tiempo, también yo he vuelto. Aunque sigan existiendo lugares de los que no acabo de regresar del todo.

Por eso no hay nadie tras un cristal mirándome y repitiendo:

"Milagro, milagro, milagro".

lunes, septiembre 11, 2006

Sabía...

... que tarde o temprano alguien acabaría llamándoselo. Desde que lo vio por primera vez por televisión. No tiene los ojos azules, ni se dedica a la medicina precisamente porque sus padres querían que así lo hiciera. Pero con él comparte muchas cosas, entre ellas un ipod, la descuidada barba de tres días, una ostensible cojera -porque hay muchos tipos de cojera y no todas están a la vista de cualquiera- y ese sarcasmo cruel, afilado e hiriente que nace de una viva inteligencia autodestructiva aplicada a una tristeza convertida en rabia, que es precisamente en lo que se convierte la tristeza cuando se le pudre dentro. La tristeza que acumula desde hace meses no ha tardado en empezar a oler. Sólo necesitaba soñar la noche anterior de nuevo con ella, desayunar leyendo sus mensajes telefónicos que aún no ha tenido el valor de borrar, un papel no encontrado en la oficina, pisar un bolígrafo olvidado en el suelo y un inocente en el lugar equivocado, a la hora equivocada, con la persona equivocada y la conversación equivocada. Un inocente a quien conociera lo suficiente como para poder herirlo con profundidad. Y, desafortunadamente, casi siempre coincide que las personas a las que más conoces son también a las que más quieres.

“Eres un puto House amargado, Métete tu sarcasmo de mierda por el culo”, escupe con los ojos inundados en lágrimas.

Y frente a eso sólo una mirada vacía, hueca, fría. La que precede a un remordimiento bíblico. Los restos de polvo gris que siguen a una explosión en el cielo.

jueves, agosto 24, 2006

La grieta.

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Foto de Sutpen


El muro que separa realidad y ficción tiene grietas.

Una tarde –hace ya muchos años y tristezas- escribí que construiría un barco. Lo construiría en madera con mis propias manos y cuando lo hubiera acabado cosería las velas con la tela de la ropa blanca y perfumada de lavanda que noches antes hubiera robado de los tendedores sin vigilancia de la ciudad. Y en un amanecer cualquiera zarparía de una playa de arena blanca arrastrado por olas de color turquesa y vientos cálidos y suaves del Sur dejando una estela delgada, fugaz y brillante sobre el agua y un aroma fragante a flores en la brisa. Alguien que me observara desde la orilla pensaría que nunca antes había visto nada tan hermoso alejarse en el mar. Perdido en el tiempo y con algo de suerte perdido también en la memoria. Porque uno no desaparece de verdad hasta que no desaparece también en los demás. Al cabo de los años dejaría de ser un hombre. El sol, la lluvia, el mar, el viento, la soledad y el silencio moldearían un ser de necesidades primitivas y esenciales. Y cuando el capitán de aquel mercante turco hallara mi cadáver de anciano desecado por el sol, el viento y el salitre del agua de cinco océanos, el único resto de humanidad que encontraría en aquel barco a la deriva sería un estante en el pequeño camarote con unos cuantos libros amontonados y en desorden. Ni una bitácora. Ni una palabra. Ni una sola letra escrita de mi puño y letra. “Aquí no vivió un hombre. Vivió un árbol o una nube pero no un hombre”, diría.

En el muro que separa realidad de ficción he encontrado una grieta. No es muy grande, pero lo suficiente para que haya conseguido introducir un dedo.

martes, agosto 22, 2006

Love

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“En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y suficiente. Permítasenos añadir que este amante del que estamos hablando no ha de ser necesariamente un joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer, un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra.

Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que ya es abuelo que chochea, pero sigue enamorado de una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor.

Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amante teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor.”



(“La Balada del Café Triste”. Carson McCullers)

viernes, julio 21, 2006

Una semana.

Tardó una semana. El tiempo necesario para que todos los que alguna vez la conocieron fingieran el llanto frente a su cadáver aún vivo. El suficiente para que él aprendiera a obviar su perfume adherido a la tela del separador de aquel libro de Chèjov. Tardó una semana. Luego lo enterró bajo paladas blancas de código fuente.

martes, junio 20, 2006

Srta. Babooshka...

Olvidé que la mayoría de la gente sin techo no puede recibir correspondencia. Quizá confiaba en que usted fuera como aquel mendigo polaco que conocí en Praga cuando Praga era todavía la Praga de Kafka y Karel Kachyña. Aquel hombre -que años después busqué sin éxito para devolverle parte del dinero que me había hecho ganar- invertía cada limosna que recibía en pagar la cuota anual de una casilla de correo y una suscripción a una revista literaria semanal aunque muchos días no tuviera nada que llevarse a la boca ni un lugar cálido donde pasar la noche. En realidad, a Dariusz la literatura le interesaba muy poco y vendía por las calles de Malá Straná los ejemplares de aquellas revistas que recibía por correo cada semana. Yo le compré una aquella primavera. Y también le robé su secreto. A veces, la soledad infinita de una persona puede verse aliviada por el “Querido lector” escrito en el encabezamiento de una carta por un desconocido. Por el agradecimiento anónimo que te haga fugazmente recordado con cariño en el mundo por alguien. En ocasiones, una carta con tu nombre en el dorso es lo único capaz de confirmar que existes. Que tu vida es real.

En realidad, si le soy completamente sincero, me costaba creer que no tuviera un lugar donde quedarse. Ya me conoce. Soy un tipo desconfiado. Pero la reiterada devolución de mis cartas a antiguas direcciones que recordaba no dejó lugar a dudas. A falta de más detalles lo único que puedo ofrecerle por el momento es este lugar. Puede quedarse el tiempo que necesite. No es el mejor lugar del mundo pero los fuegos fatuos del jardín al anochecer le confieren un delicado encanto. Además yo me habré ido en pocos días y tendrá la casa para usted sola. Mi tristeza ha llegado a unos niveles de azul que difícilmente puedo soportar. Si no me alejo, pronto llegaré al azul abisal. Necesito un azul más grande en el que diluir esta tristeza que me provoca frecuentes insomnios inversos y me quita el apetito. Y ese azul sólo puedo encontrarlo en el mar. En cualquier caso mis cartas seguirán llegando en botellas de cristal. Usted, mejor que nadie, sabe que se puede viajar de muchas formas.

No estará completamente sola. A veces recibo visitas y la casa se convierte de repente en la bellísima casa de los Projórov.

“Salita con columnas que precede un gran salón. Es mediodía. Hace sol. En la salita, al fondo, está servida la mesa para el almuerzo. Olga, con el uniforme azul de profesora de un liceo para señoritas, repasa unos cuadernos, de pie y caminando a ratos. Masha, de negro, lee un libro, sentada y con el sombrero sobre las rodillas. Irina, vestida de blanco, está de pie, ensimismada. Por detrás de las columnas aparecen en el salón el barón Tusenbach, Chebutikin y Solioni y se quedan cerca de la mesa”.

Todos encantadores, ya lo verá. Gente educada, culta y cortés con los que disfrutar de una agradable velada junto a una taza de té, café o mate.

Oh, casi lo olvidaba. Jodida memoria selectiva la mía. También hay una rata. Sé que no les tiene miedo. Ya le dije una vez que la amenaza de una rata no está en su aspecto sino en su número. Y en esta casa sólo hay una. Además, no tiene de qué preocuparse. Es una rata cobarde que sale a lamer la tinta fresca de los folios escritos que dejo sobre mi escritorio durante las primeras horas de la madrugada, cuando la casa se llena de sombras en las que poder esconderse. Si de algo entiendo en esta vida es de ratas. Y esta no es peligrosa. Es cobarde, es vil, pero no encierra peligro alguno, que es lo menos que se le podría exigir a una rata. Es una rata que casi despierta lástima. Y eso, señorita, como usted bien sabe, es lo peor que le podría ocurrir a una rata.

Me conoce bien y sabe que adoro las reglas. Sí, la casa también está llena de ellas pero no le voy a agobiar demasiado. No acabaríamos nunca. Sólo le pido que respete una de ellas si finalmente decide quedarse: En el búcaro azul del salón junto a la ventana siempre tiene que haber una rosa amarilla. No la cambie hasta que se marchite completamente. Sólo cuando se convierta en una cosa escuálida, quebradiza y sin dientes podrá hacerlo. Sólo tiene que recordar esta regla. Es la más importante de todas. No lo olvide, por favor. Tampoco tiene que ocuparse del jardín. Yo lo limpiaré cuando vuelva. Más que rastrillar la tierra lo que haría sería exhumar cadáveres. Sé que no le asustan pero son míos. Sólo míos.

Le dejo en el gramófono una pieza que estoy convencido que reconocerá. Una vez fue de despedida. Lo que no le dije es que, indefectiblemente, también asegura una bienvenida. El Ciento, en parte, también es un lugar de exilio.

viernes, mayo 19, 2006

La mujer de Lot

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"La mujer de Lot", Obra de Horacio Maniglia


No.
Esta vez no.
No voy a convertirme en estatua de sal.
Hoy a las cinco de la tarde empezará por fin a agonizar la primavera.
Y no voy a mirar atrás.
Aunque sus ojos me quemen la espalda.
Aunque haya lágrimas quemándome la garganta.





Hacía mucho que un poema no visitaba este lugar. Quizá porque no los necesitaba. Quizá porque cada semana hay un poema que yo mismo regalo. Hoy soy yo quien lo necesita. Necesito este poema, que también un día me regalaron, para no mirar atrás. Para no convertirme en estatua de sal.

LA MUJER DE LOT

Miré atrás dicen que por curiosidad,
Mas, curiosidad aparte, pude haber tenido otras razones.
Miré atrás de pena por la fuente de plata.
Por descuido, mientras ataba la correa de mi sandalia.
Para no mirar más el cogote justo
de mi esposo Lot.
Por la súbita certeza de que, si muriera,
ni siquiera se habría detenido.
Por la desobediencia de los sumisos.
A la escucha de la persecución.
Tocada por el silencio, esperando que Dios cambiara de parecer.
Nuestras dos hijas ya desaparecían detrás de la cima de la colina.

Sentí la vejez en mí. La lejanía.
La vanidad de la andadura. El sueño.
Miré atrás al poner el hatillo sobre el suelo.
Miré atrás por temor a dónde dar el paso.
En mi sendero aparecieron serpientes,
arañas, ratones, polluelos de buitres.
Ya ni lo bueno ni lo malo —simplemente, todo lo vivo,
reptaba y saltaba en pánico colectivo.
Miré atrás por mi soledad.
Por vergüenza de estar huyendo a hurtadillas.
Por ganas de gritar, de volver.
O quizá sólo cuando arreció el viento,
soltó mi cabello y me levantó el vestido.

Sentía que me miraban desde las murallas de Sodoma
y rompían en carcajadas sonoras, una y otra vez.
Miré atrás por rabia.
Para saciarme de su gran perdición.
Miré atrás por todas las razones arriba expuestas.
Miré atrás de forma involuntaria.
Fue sólo una piedra la que giró rugiendo bajo mi cuerpo.
Fue una grieta la que, de súbito, me cortó el camino.
En el borde un hámster se agitaba sobre sus dos patas.
Y fue entonces cuando ambos miramos atrás.
No, no. Yo seguí corriendo,
arrastrándome y levantando el vuelo,
hasta que la oscuridad cayó del cielo,
y con ella la gravilla ardiente y las aves muertas.
Por falta de aliento giré repetidas veces.
Quien lo viese habría pensado que bailaba.
No descarto que tuviera los ojos abiertos.
Es posible que me desplomara con el rostro vuelto hacia la ciudad.

Wisława Szymborska

jueves, mayo 11, 2006

Espejos.

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La encontré mientras anochecía en Marrakech, sentada en la terraza de mi salón de té favorito mirando a la plaza Djemaa el Fna. Fumaba hachís como la última vez que la ví y bebía té junto a un joven marroquí de brillante piel aceituna y pelo ensortijado. Pero bien podía haberla hallado en la Habana vieja, bebiendo ron frente al Malecón y acompañada de un joven cubano de brillante piel canela. “Los putos irlandeses están por todas partes”, me susurra junto al oído, colgada de mi cuello. “Los irlandeses somos demasiado grandes para un mundo tan pequeño”, respondo sonriendo y acomodando el cuerpo a sus abrazos siempre demasiado efusivos. Me invita a compartir el té con ellos. Miro al chico que me observa a su vez con curiosidad y aduzco algo de prisa. “Mañana te invito a desayunar”, le digo sin demasiadas esperanzas de éxito. “La prisa mata, ya deberías saberlo, M., y quizá mañana sea demasiado tarde. Anda, siéntate”. Mediada la tetera, el chico, que apenas ha intervenido en la conversación, se levanta, la besa, me estrecha la mano y se despide de ella con unas breves palabras en darija que no logro entender y a las que ella corresponde con una amplia sonrisa.

N. es un espejo cóncavo en el que evito mirarme por temor a verme reflejado. Seis años de terrible relación la convirtieron en esa superficie pulida y brillante que no deja pasar la luz y que yo no me atrevo a mirar con detenimiento. Allí, esperando la reflexión de la luz de mi rostro sobre ella están muchos de mis miedos. El miedo a enamorame y a no enamorarme, el miedo a la soledad y el miedo a dejar de estar solo, el miedo a sentirme vulnerable y el miedo a sentirme invulnerable, el miedo a amar más y el miedo a amar menos, el miedo a ser el que fui y el miedo a ser el que soy, miedo a que mi sangre se convierta en un frío metal líquido y miedo a que sea sólo sangre. Miedo a convertirme también en un espejo.

Quizá por eso tomamos té mirando fijamente la plaza. Niños boxeadores, encantadores de serpientes, artistas de la henna, cuentacuentos y faquires. Ni un solo espejo brillando en la noche.

lunes, mayo 01, 2006

... sos

Nunca antes me había dado cuenta. Fue justo hoy, el día en que cumplo años, minutos antes de abandonar Venecia dormida aún entre vapores dorados, cuando reparé en ello, cuando lo vi claramente escrito en la pantallita azul de mi teléfono móvil: todos los besos -los que damos, los que nos dan- esconden un grito silencioso de auxilio.

jueves, abril 27, 2006

Alguien.

En días como el de hoy necesitaría a alguien capaz de sostenerme la mirada sin que le temblaran los labios. A un hipócrita valiente con escasos escrúpulos. A un sordo, un extranjero, un idiota indiferente y ajeno como una estatua de mármol a mis insidiosas palabras de sirena varada. Alguien que me arrastrara hasta un sótano oscuro, a una celda húmeda de barrotes gruesos y fríos y me encerrara como una bestia. Alguien que no viera en mí atisbo alguno de humanidad. Para quien fuera menos que un perro, que una rata, que un insecto. Alguien que alargara mis ayunos a voluntad, que me visitara de madrugada para patearme con precisión de cirujano los riñones y convocara muchedumbres frente a mi celda cada día a la misma hora para escupirme e insultarme.
Alguien con la piedad suficiente para abandonarme después sobre un barco pequeño en un extenso océano sin orillas.

viernes, abril 07, 2006

Y te vas...

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La cabeza rapada, una mochila azul con siete camisetas de siete colores diferentes, calzoncillos y calcetines, unos vaqueros, un polar, jabón y pasta de dientes. Caramelos para mis niños del desierto. Y conversaciones que uno nunca debería tener a medianoche…

Ila'l iqá...

miércoles, marzo 22, 2006

Doctor...

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Sí, sí, ya sé que a mi regreso del océano esperaban otro tipo de mensaje… y créanme que lo siento pero hay prioridades y prioridades. Vamos a ver, vamos a ver, no nos pongamos nerviosos. Un poco de calma, respira hondo, Sutpen, respira hondo… … ¿Pueden creer… (imaginar incluso) que no acabo de volver y me encuentro con que el Dr. House ha aceptado la dimisión de Cameron? ¡Mi Cameron! Y no, no eso no puede ser posible… me niego a admitir tal cosa. Me niego a admitir que no volveré a ver a mi amada Cameron. Para que luego haya quien me acuse de ser un maldito trozo de hielo incapaz de enamorarme mas que de libros, caballos y barcos… Joder, House, ¿no podías haber despedido al tibio doctorcito rubito de la melenita (nótense los diminutivos en tono despectivo)?

Aunque yo que conozco bien al Dr. House (queda terminantemente prohibido preguntar cómo ni por qué lo conozco ni en que restaurante hemos comido juntos) sé que le dolió –tanto o más que a mi- tener que aceptar su dimisión… Y sé que ella volverá. A pesar de que, conociendo como conozco al Dr. House, no podría en ningún caso asegurar que ambos acabarán juntos… No. Eso no. Porque lo conozco.

(Jodido martes aquel en el que tras comprobar como cada día que había un sol radiante sobre el mapa de Murcia se me ocurrió cambiar de canal en lugar de apagar la televisión como cada noche… Sí, Doctor… lo admito: soy Houseadicto.)

.

jueves, febrero 23, 2006

Y una botella de ron.

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Todo lo que necesito son dos semanas de lunas amarillas, mi viejo sable, algunas cartas naúticas y otras tantas de corrientes, vientos y mareas. También una botella de ron. Para cuando el dolor del recuerdo sea más fuerte que la tormenta, más fuerte que el plomo candente y el frío acero.


Hasta pronto.




Que el cielo me perdone.

viernes, febrero 10, 2006

Vanidad

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"What is a ghost? Stephen said with tingling energy. One who has faded into impalpability through death, through absence, through change of manners". (Episode 9 - "Scylla And Charybdis". Ulysses. James Joyce).


No me gusta la tinta roja. Quizá porque aquella carta estaba escrita en rojo. Quizá porque, como explicaba en aquella carta, no era tinta lo que había utilizado para escribir. Quizá porque mientras miraba el cielo desplomarse tras aquella ventana garabateada con rotulador con párrafos del Ulises de Joyce, noté que mi vanidad y mi orgullo tenían el peso cierto y exacto de una pistola. Y mis manos, que apenas conseguían sostener aquella carta, estaban manchadas de sangre.

Y en días como el de hoy, después de sentirme inmensamente feliz tras dos esforzados años de duro trabajo, después de brindar por un sueño hecho papel con el mejor vino del mejor restaurante, con el mejor equipo, después de los abrazos y las felicitaciones, ya en casa, busco aquel recuerdo para avergonzarme. Quizá porque ya no me gustan las armas. Quizá para evitar tener que volver a mirarme con asco las manos.

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miércoles, febrero 01, 2006

Jack

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En 1968 Jack Kerouac paga a una prostituta en Lisboa para que lo mire durante una hora a los ojos. Es alta y muy delgada. Una minifalda roja acentúa la longitud y la delgadez de sus piernas confiriéndole una apariencia frágil. Quebradiza. Tiene las caderas estrechas y el pecho casi plano. El antifaz turquesa de su maquillaje oscurece una bonita mirada glauca. Los rasgos de su rostro son afilados, cortantes. Jack pasea despacio los pulgares de ambas manos sobre sus pómulos como si comprobara la agudeza de su filo. Bajo la peluca naranja que arde en su cabeza se esconde una chica pálida de no más de veinte años. No es una puta al azar. Jack lleva tres días buscándola por Lisboa. Lo han visto cada día al atardecer con su levita negra y su gorra gris observando con detenimiento a las putas que buscan clientes por el puerto lisboeta. Algunas de ellas lo llamaron “mirón de mierda” y otras amenazaron con llamar a sus proxenetas. Algunas otras se asustaron y abandonaron el lugar. Jack está ciertamente preocupado y sabe que de perseverar en este comportamiento su integridad física pronto estará en serio peligro. Su vida incluso. Afortunadamente esta tarde ha encontrado a la chica que buscaba y podrá seguir completando lo que él llama “su metamorfosis”. Porque en poco tiempo dejará de ser un mero escritor para convertirse en algo superior. Algo que le permitirá mirar a Dios con desprecio. En la brumosa tarde invernal hay un anciano sentado en un banco frente al mar. Inclinado hacia delante, apoya sus manos sobre el pomo de su bastón y de cuando en cuando mira las estilizadas siluetas del hombre de negro y la delgada mujer recortados en sombra contra el muro gris que se extiende inmenso e inexpugnable a sus espaldas. Hoy el anciano no es capaz de discernir el límite que separa el cielo del mar. Hoy más que nunca, para Jack y para aquella mujer, desde diferentes perspectivas, Lisboa parece una ciudad sin salida.

Le pide que se desnude y ella lo hace obediente y en silencio en el cuarto pobremente iluminado del modesto hostal en el Barrio Alto en el que Jack Kerouac se hospeda desde hace dos semanas. Se desnuda con torpeza, perdiendo el equilibrio en varias ocasiones al quitarse los zapatos y las bragas, viéndose obligada a apoyarse en el borde de la cama donde finalmente se sienta completamente desnuda con sus delgados y largos antebrazos apoyados sobre los muslos. Jack la observa sentado en un sillón verde desde el centro del cuarto, con las piernas cruzadas. Ha encendido un cigarrillo y fuma con aspiraciones largas y profundas. Jack le pide que se siente en una silla frente a él. Ella asiente con la cabeza y obedece de nuevo sin palabras arrastrando la pesada silla por el suelo. Jack le pide que lo mire. Ella cruza los brazos bajo el pecho y lo mira con fijeza, con suficiencia, con descaro, esbozando una tensa sonrisa al principio, luego dejando escapar una risita liviana, casi murmurada, de sus breves y finos labios color púrpura. Jack exhala una delgada pluma de humo, responde brevemente a la sonrisa con otra sonrisa breve, exacta, precisa y abandona los ojos claros de la chica para recorrer con la mirada el amplio y suave arco de su cuello, el profundo hueco de su clavícula, sus diminutos pechos de niña, sus agudos pezones rosados, el vello negro de su pubis primorosamente recortado en forma de corazón. Cuando Jack vuelve a centrar su atención en los ojos de la chica encuentra un destello vítreo que se estremece, que está a punto de explotar, de derramarse: una pesada lágrima turquesa que recorre durante unos segundos el filo de su pómulo y se desploma por su mejilla hasta llegar a la comisura de su boca dejando tras de sí un rastro de un azul claro. Jack adelanta una mano, enjuga la lágrima con el pulgar de su mano derecha, a continuación alza con el dedo índice el mentón de la chica que esconde la mirada en el suelo y dice con voz dulce: “He pagado una hora, señorita”. Y suena tan perfecta como si recitara una frase ya escrita.



*Dedicado a A, que me regaló en un café de Lisboa parte de la historia y el disco que custodia la Ciudad del mar

sábado, enero 21, 2006

Un buen día.

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Me despierto media hora antes de que suene el despertador sin un solo resto de sueño. Una miríada de estrellitas de polvo brilla en los oblicuos rayos de sol que atraviesan la habitación. Primero los miro y luego pruebo a tocarlos. Tengo cálidos rayos de sol en la palma de mi mano, entre mis dedos y simulando la esfera de un reloj luminoso en mi muñeca.

Frente al espejo del baño me palpo con una mano ambas mejillas. “Cristo”, musito. No tengo que afeitarme.

Me regalo una larga ducha de agua caliente. Justo cuando acabo el último aclarado el agua se torna tibia. “¡Oh, Fortuna Imperatrix!”, declamo.

Recojo la ropa ya seca del tendedor. Miro el rectángulo de cielo azul entre las dos filas de edificios. No distingo ni una sola nube. Tras dos días de lluvia tímida y frío intenso brilla el sol de nuevo y la temperatura no exige más que una americana y una camisa.

Tengo una reunión en el centro. Opto por coger el autobús urbano. Apenas un minuto después de que yo haya llegado a la parada lo hace el autobús. Miro el reloj y no doy crédito a lo que veo: es la primera vez desde que vivo aquí que logro coger un autobús que cumpla con puntualidad el horario. Saludo con un efusivo “buenos días” al conductor. Mientras pago mi billete dudo sobre si sería conveniente dejarle alguna propina. Al final decido que no. Mi sentido del humor esta mañana bien podría no ser el suyo.

El político de turno no acude a la reunión. “Problemas de agenda”, aduce su secretaria.
“Bendita combinación agendas-políticos”, pienso. “Alguien debería canonizar al tipo que inventó ese cóctel”. J. y yo resolvemos en menos de 30 minutos lo que con aquél presente nos hubiera llevado más de tres horas de penosa y absurda charla. La desencriptación para políticos es un arte laborioso y complejo que requiere infinita paciencia y un estómago a prueba de balas.

Escojo al azar un bar cercano para desayunar. Leo y releo con asombro durante varios segundos el cartelito que figura a la entrada: “Espacio libre de humos”. Probablemente he escogido el único bar de la ciudad en el que no está permitido fumar. Inspiro profundamente varias veces. Contengo la emoción y me siento junto a una ventana con unas preciosas vistas a la plaza y la Iglesia mientras una amable camarera de piernas alabeadas y tobillos finos me trae un delicioso zumo de naranja y unas fantásticas tostadas con tomate.

Decido volver al trabajo andando. Me quito la americana y busco el sol por las aceras. Soy el hombre de hojalata caminando por el sendero de baldosas amarillas. Me fijo en los indicadores luminosos de la calle. Once y treinta y uno de la mañana. Veintiséis grados. “Bendito Sur”, repito entrecerrando los párpados y con una sonrisa beatífica en los labios. Camino con lentitud premeditada y alevosa.

Me llama T. desde Alemania. Afirma que hace casi cuatro meses que el contable nos ingresó el dinero. Llamo al banco. No saben nada. Compruebo otra cuenta en otro banco distinto. Y allí está. Telefoneo a D. para comunicárselo y le alegro un gélido y lluvioso día en Riga.

Aproximadamente quince minutos después de llegar a casa llaman a la puerta. Abro y es mi ángel de la guarda. Me pregunta si he comido y le contesto que no, que acabo de llegar y que aún no he empezado a hacer la comida. Me sonríe con la mirada y me dice que ya no me hace falta porque me la trae ella. Me alarga un tarrito de cristal embutido en una funda térmica de color azul. Lo abro y una vaharada de delicioso aroma asciende hasta mi nariz. “Es un guiso de patatas con tomate, cebolla y huevo. Caliéntalo un poco antes de comértelo. Cada día llegas más tarde.”, dice. Me da también un plato cubierto con un trozo de papel de aluminio que esconde un trozo de pastel de nata. “Hoy es el cumpleaños de M.”, explica. “Lo sé. Pensaba llamarla más tarde para decirle que viniera esta noche para felicitarla y darle su regalo”, le digo. “¿No se te habrá ocurrido comprarle nada, verdad?”, me pregunta con cierto disgusto en la voz, “Ya me conoces, soy un tipo muy ocurrente”, le respondo con una sonrisa amplia.

O. está feliz. Dentro de dos semanas se va a la India y apenas puede contener su entusiasmo. Consigue contagiarme. Olvidamos el trabajo y charlamos animadamente por espacio de una hora sobre la educación cívica de las vacas, la ginebra Bombay y los diferentes tipos de cucarachas que encontrará en los hostales. Acaba por darme la razón en algo: soy un experto en cucarachas y ratas. Creo que empieza a sospechar que cuando estoy de buen humor es casi imposible hablar seriamente de nada conmigo. Agotada, me abandona y paso el resto de la tarde junto a un earl grey y Chopin. C. abre la puerta y se dirige a mi como “Sir M. ¿o quizá debiera decir Lord?”. Me hace reír.

Me llama V. para decirme lo que llevarán para el “cena-club” del sábado por la noche en mi casa: canapés de pimiento, ajo y brie, tomates cherry con salmón y queso philadelphia y el vino. Yo le prometo mi pasta “al fuoco” y el brownie de chocolate que tanto le gusta con enormes bolas de helado de vainilla. La oigo proferir alguna obscenidad al otro lado del teléfono. “¿Y la película?”, me pregunta. “Es una sorpresa”, le respondo. “J. y B. dicen que los médicos deberían prescribir tus sorpresas como remedio contra el insomnio”, dice riendo. “Diles que entonces lo más conveniente sería que suprimiéramos el vino y el ron para comprobar si de esta forma se mantienen más despiertos”, contesto con una sonrisa taimada.

Paro el cronómetro en una hora y diez minutos. Me queda la sensación de poder seguir corriendo durante mucho más tiempo. Me siento realmente bien. Mientras termino de estirar miro el cielo desde el silente cauce del río y contemplo una luna preciosa suspendida sobre el viejo puente de piedra. De regreso a casa escribo mentalmente parte de este post. Para entonces ya no me queda duda alguna de cómo voy a titularlo.

Doy dos besos a M., la felicito y le entrego su regalo. Huele intensamente a vainilla. Bromeo con su gorro blanco de lana y su perfume. Sonríe con un mohín encantador y se dispone a abrir el envoltorio rojo. Observo cómo se le ilumina el rostro paulatinamente conforme va descubriendo el disco de ese Sergio por el que en los últimos meses tantos suspiros le he escuchado. Se abraza a mi cuello y me da dos sonoros besos. “Vas a mancharme, heladito de vainilla”, bromeo de nuevo. Me hubiera gustado regalarle un libro, pero me duele imaginar al Principito abandonado en aquella estantería de su cuarto desde el año pasado. Como si el solitario planeta que habita ya no fuera suficiente soledad. Me equivoqué al pensar que ellos dos se harían buenos amigos. “Malos tiempos para la lírica”, pienso. Aprovecho el momento de euforia para preguntarle por sus últimos exámenes. Cambia de tema con astucia. No hay mejor defensa que un buen ataque. “¿Y este fin de semana por fin vendrás a verme competir?, me pregunta con la cruel precisión de un francotirador. “Ya sabes que no puedo prometértelo, pero lo intentaré”, acierto a decir completamente desarmado. Sonríe, vencedora. Busco una huída digna: “¿Te quedas a cenar?”. “Me gustaría, pero mis amigas me han preparado algo especial en casa”. Antes de irse y después de darme otros dos besos se gira, vuelve a darme las gracias y me sonríe con la mirada. Es la inequívoca y maravillosa sonrisa de su madre.

Enciendo el portátil. Mi tarjeta de red descubre que algún vecino ha contratado una conexión inalámbrica mucho más rápida que la mía. Sin peajes. “¿Por qué no?”, me susurra el angelito de mi hombro derecho. Mientras circulo a gran velocidad por la amplia autopista descubro un correo electrónico de S. El verbo descubrir no es baladí. Es el verbo que utilizaríamos en expresiones tales como “descubrir un tesoro”, “descubrir un diamante” o “descubrir un secreto”. El verbo descubrir se utiliza para cosas que brillan. Me voy a la cama empapado en besos babosos y apresurados.

Minutos más tarde, mientras releo lo escrito, advierto también que en la última frase del párrafo anterior se esconde una divertida aliteración.

En días como el de hoy me duermo pensando que quizá, por fin, el camino de baldosas amarillas que pisaba por la mañana haya dejado de ser una metáfora. Que quizá, el hombre de hojalata haya encontrado de nuevo el camino hacia la ciudad Esmeralda. Que quizá el Gran Mago de Oz pueda darle un corazón.

jueves, enero 12, 2006

"Diálogos"

De un tiempo a esta parte, la Navidad provoca en mi un profundo abatimiento y necesito, como Peter Pan, pensar casi constantemente en cosas alegres que me hagan remontar el vuelo. Una de esas cosas que desde siempre me hicieron sentir bien son los juegos. Adoro jugar.

Les hablaré de un juego. Es un juego un poco absurdo y bastante simple pero así son casi todos los buenos juegos. De hecho, si se acuerdan, de niños, siempre acabábamos abandonando el flamante scalextric o la hermosa muñeca de porcelana que nos regalaban los Reyes por aquella bolita de aluminio que encontrábamos en mitad de la calle, resto de algún bocadillo, y que convertíamos a nuestro antojo en el diamante de la Castafiore, en el planeta B-612 del Principito o en el ojo de plata del pirata Morgan. Y como tal, hubiéramos pasado por la quilla a cualquiera que hubiera osado acercarse un metro a nuestra bolita de papel de aluminio, diamante, planeta, ojo de plata. También ocurre que sólo nos damos cuenta de lo divertidos que pueden llegar a ser esta clase de juegos un poco absurdos cuando vemos a otra persona jugar a ellos. Así me ocurrió a mi. Aunque, en realidad, yo ya había jugado antes a este juego en muchas ocasiones sin saberlo. Hasta que alguien me dijo que eso que yo hacía era un juego. Y entonces ladeé la cabeza, porque siempre ladeo la cabeza un poco cuando algo me interesa o me sorprende más de lo habitual. “¿Y tiene nombre?”, pregunté. Porque también tengo la maldita manía de creer que no existen los juegos sin nombre y que al fin y al cabo los juegos existen porque se les nombra. Los nombres son muy importantes en los juegos. Casi más que el propio juego en sí. O al menos yo tengo esa convicción. “Claro que tiene nombre”, dijo. Pero en realidad no lo tenía, porque vi claramente cómo titubeó unos segundos antes de contestar. Es cierto que intentó disimularlo lo mejor que pudo pero no olviden que yo la miraba con los ojos muy abiertos y con la cabeza ladeada y en esa posición soy un agujero negro. Nada, absolutamente nada, se me escapa. Así que se lo inventó en un instante. “Diálogos”, dijo. “Se llama Diálogos”. Sí, ya sé, no era un nombre extraordinario pero los juegos tampoco necesitan nombres extraordinarios. Fíjense, por ejemplo, en “canicas”, “trompo” o “tulallevas”. Ya les dije que lo único que un juego necesita para existir es un nombre, por estúpido que el juego sea. Inmediatamente se convierten en juegos. Y éste ya lo tenía: Se llamaba Diálogos. “Diálogos, ¿eh?”, repetí yo. Porque, también, con mucha frecuencia, repito las cosas, no para retenerlas en la memoria sino para ver cómo suenan en mi voz o para saborearles las letras. Mis repeticiones tienen mucho más que ver con la música y la gastronomía que con la memoria. Prueben ustedes también. Repitan, repitan: “Di-á-lo-gos”. Eso es. Diálogos.