miércoles, abril 28, 2004

Té deseo. Té.



Aspalathis linearis

V. se marcha mañana a casa unos días. Uno de los muchos inconvenientes de tener familia. “La muerte os sienta tan bien, bienamados progenitales y el azul de los líquenes de vuestras lápidas os favorece tanto…”, recuerdo haber oído decir a alguien. Esperaba esa pregunta desde hace algunas semanas. “¿Te gustaría probar algo nuevo?”, dice mientras mastica con excesivo ruido sus copos de cereal con chocolate. V. mastica con ruido cualquier cosa. Creo que es su mandíbula, demasiado ancha, que actúa como caja de resonancia. Siempre se lo digo: “Tienes un teatro de Epidauro en la boca”. “Con permiso del Colón de Buenos Aires”, contesta ella con una sonrisa amplia y sigue masticando con estrépito.

“¿Te acuerdas del Oolong que le compraste a S.?”, me pregunta limpiándose el chocolate adherido a los dientes con la lengua. Asiento con la cabeza mientras acabo de exprimir la última naranja. “Pues te traeré ése”, dice. Transcurren algunos segundos en los que sólo se escucha el bullicio de sus dientes dando cuenta de sus copos de cereal. “No olvides mi…”, intento decir. “Ya, ya… tu rooibos”, me interrumpe, entornando teatralmente los párpados y asintiendo lentamente con la cabeza. “Con virutas de nata y chocolate”, apostillo con una sonrisa. “Quizá no te lo traeré”, dice fingiendo una sonrisa perversa. “Traiga”, le corrijo. “Jodido subjuntivo”, maldice ella.


Hace poco más de seis meses que soy adicto al rooibos vespertino. Quizá sea la única adicción de la que no puedo desprenderme. Ni siquiera las mujeres han conseguido engancharme tanto. Lo probé por primera vez en la terraza de una crepería de Ljubljana junto a los cuatro dragones de escamas de jade que custodian la ciudad. “Taste this”, me ordena indicándome con el índice un nombre sobre la carta de tés. “What is that?”, pregunto yo. “Rooibos”, contesta ella. “En Afrikáans signifca “arbusto rojo” y sólo crece en Ciudad del Cabo”, me explica la dependienta de la tienda de té a la que casi he arrastrado a V. “No tiene teína y posee innumerables propiedades curativas. Se ha dicho incluso que de la legendaria fuente de la vida manaba… rooibos”, añade la chica morena con una sonrisa tan tierna y apetecible como un bollito de crema vienés.

“Oye…”, dice. La interrogo con la mirada. “He observado cómo exprimías las naranjas… y no he notado… nada especial”, añade.

jueves, abril 22, 2004

Té necesito. Té.



Casi 32 horas después de que revelara la existencia de The Hundred, V. me pregunta: “Oye, y ¿cuál es la dirección del blog?” “¿Qué blog?”, contesto, masticando una carcajada.

Esta mañana recibo un correo de M. Cito de memoria: “La próxima vez que vayáis a la tetería y pienses escribir sobre ello, avisadme, malditos. Nunca escribieron sobre mi. Quiero saber qué se siente cuando le convierten a uno en un personaje de tinta y papel”. A continuación un emoticón sonriente o guiñando un ojo, o ambas cosas a un tiempo, creo. Le sigue después un párrafo largo que no pienso recordar aquí. “Mira lo que he encontrado por ahí”, escribe ya casi al final. Reproduzco fielmente la cita:

Lady Astor (furiosa): “Señor Churchill, si yo fuera su esposa, pondría veneno en su taza de té”.
Churchill: “Señora, si yo fuera su esposo, me la tomaría”.

Hace mucho que conozco la supuesta anécdota. La leí en algún lugar o me la contaron hace ya algunos años. De cualquier modo no me resulta difícil imaginar estas palabras en la lengua afilada del británico. Siempre sentí una especial simpatía por este tipo con aspecto de bull-dog malencarado. Quizá porque a él me une una pequeña parte de su biografía. Posiblemente la más triste. Muchos son los que conocen al político Winston Churchill, de oratoria tan demoledora como controvertida, figura destacada en el desenlace de la II Guerra Mundial. No tantos conocen al tipo que combatió en el Cuarto de Húsares, uno de los más famosos regimientos del ejército británico, en Cuba, la India y el Sudán. El mismo hombre que recorrió casi 400 kms escapando de Pretoria, donde se encontraba como corresponsal del diario “Morning Post” tras ser hecho prisionero en la guerra de los boers en Sudáfrica y ser recibido poco más tarde en Inglaterra como un héroe.

M. acaba el correo con dos postdatas: “Si antes leían el periódico cuatro gatos, ahora lo leerán dos. Que se jodan.” Y la segunda: “Tienes que decirme cómo se exprime correctamente una naranja”.

lunes, abril 19, 2004

Té quiero. Té.



"Es extraño cómo una taza de té puede representar al mismo tiempo las comodidades de la soledad y los placeres de la compañía"



J., V., D., y yo fuimos ayer por la tarde a la tetería. Pedimos dos teteras de pakistaní. Con las tazas mediadas y cuando todos miran la lluvia tras los cristales en silencio digo: “Estoy haciendo un blog”. V. es la primera en reaccionar. “¿Un blog?”, dice. Asiento con la cabeza con media sonrisa en los labios. Diez minutos más tarde he acabado mi taza de té y mi exposición teórica sobre el fascinante mundo del blog. Acompaño mis últimas palabras apurando la taza de un sorbo. Pasan diez segundos, quince quizá, en los que únicamente oigo la lluvia golpeando los cristales y a una chica de pelo negro en la mesa de al lado hablando de un cáncer de piel. “Pues el cáncer de piel es…”, es lo único que recuerdo haber oído. O algo parecido. “Deberías dejarte de tantas tonterías y terminar de una vez ese libro de relatos, me parece una pérdida de tiempo, la verdad”, dice D. J. tiene la mirada perdida en el fondo de su taza mientras la hace girar lentamente, una y otra vez, sobre el plato decorado con arabescos azules. V. sólo me mira. Sin expresión. Únicamente me mira. Vuelvo a sonreír y observo a D. Ha dejado de mirarme, tiene los párpados entornados y parece centrar su atención sobre unos nombres tallados sobre la mesa. ANA Y TOÑI, creo. O quizá es TONI. Sus dedos dibujan el contorno de las letras distraídamente. Conozco bien esa expresión. Quiere decir: “Allá tú y tus estupideces, a mi me da igual, tú ya sabes lo que pienso”. “El jueves mandé al carajo a L. y a S.”, digo. “¿Los del periódico?”, pregunta J. “Ahá”, contesto. “¿Por qué?”, pregunta D., abandonando por un instante su estudio grafológico. “Volvieron a sugerirme el tema de la columna. Como si en el mundo no hubiera otra cosa que elecciones y guerras en Irak. Como si todo lo demás desapareciera, como si dejara de existir.” “¿Qué les dijiste?”, pregunta V, sonriendo, expectante. Sonrío antes de contestar. “Que no iba a escribir sobre la guerra de Irak, sino de cómo exprimir correctamente una naranja”. Desde varias mesas cercanas nos miran reír a carcajadas. Ha dejado de llover y la camarera pasa junto a mi con un batido de fresa que deja una fragancia deliciosa en el ambiente. Tiene unos tobillos preciosos. Finos, estrechos, con una cadenita de plata adornando uno de ellos. “No vas a cambiar en tu puta vida”, me dice J. sonriendo. Es justo ahora, cuando nos encontramos realmente cómodos, cuando me gustaría explicarles que en ocasiones necesito escribir esos pensamientos de un solo uso, no reutilizables, que uno mastica mientras camina hacia el trabajo, o mientras come o va en el coche. Pero no lo hago. Porque ni siquiera yo soy capaz de entenderlo y no confío en que ellos lo entiendan tampoco. Simplemente me gusta hacerlo. “Oye”, dice V. “¿Cómo se exprime una naranja?”.