sábado, abril 25, 2009

Habitación 303


Foto de M.S.T.

Justo aquí donde terminan las tres de la madrugada no hay nada. Recuerdo que él solía decirme que escribir sobre nada es ya escribir sobre algo. Carne de palabras. Sólo carne para morder. No he mordido jamás el extremo de un bolígrafo,  ni uñas, y tengo la jodida manía de morderme muy pocas veces la lengua. Así que cuando me hallo inquieto me relajo mordiendo carne de palabras. Materia fría, blanda e inerme que conforme pierde frescura supura sangre. ¿No os habéis fijado nunca en esos apetitosos filetes que olvidas sin consumir en la nevera varios días en su caja plastificada? ¿Cómo algo puede supurar tanto tiempo después de muerto ese suero sanguinolento? Vais a verlo esta noche. Pero quiero volver antes a él, al de la nada escrita carne. A él, como a otros muchos, se lo tragó la distancia, ese feroz depredador al que muy pocos sobreviven. Probablemente ahora –imagino-, allí donde también estarán acabándose las tres de la madrugada continúe masticando carne de palabras muertas en otra habitación de hotel de Centroeuropa. Como yo. Habitación 303. La misma cama con sábanas limpias a las que nunca sobrevives lo suficiente para que huelan a ti, porque no olvides que eres tú quien se va siempre primero, ellas seguirán estando ahí, al siguiente día, igual de limpias, acogiendo en su aséptica blancura de lavandería industrial a otro con igual indiferencia. También habrá una mesita con cajones vacíos -con suerte podría guardar una pequeña Biblia- y un sencillo y austero escritorio donde nunca nadie escribió una sola carta de amor. Tal vez, con mucha fortuna, alguna de suicidio -cuando ya ni siquiera la pequeña Biblia te ha servido como forma de salvación-. Sobre una de las paredes un cuadro. Probablemente un paisaje que alguien eligió al azar en una tienda de decoración de venta al por mayor. Podría haber sido un jarrón con flores, un Pierrot, un atardecer sobre el mar o Corto paseando ensimismado frente a la catedral de San Marcos. Qué importa. Y un espejo. Jamás falta un espejo. Esa superficie pulida y desnuda que te devuelve tu reflejo justo un par de horas antes en el instante exacto en el que le das a alguien un condón para que le sea infiel a su mujer esta misma noche. Los espejos de las habitaciones de número capicúa están para eso. Para que veas en el momento más oportuno todas y cada una de tus miserias. ¿De qué te sorprendes, Manuel? La habitación 303 no es sino el lugar que habitas desde hace mucho tiempo. Ya no te sirve la excusa del eterno viajero solitario. Tienes que encontrar el camino a casa. 

jueves, abril 16, 2009

Omisión

Acuarela de Alec Earnshaw


Lo omití deliberadamente como quien oculta una verdad terrible o un miedo inconfesable. Lo silencié cuando, abrazado a tu desnudez mamífera, con la cabeza descansando mansamente en el suave arco de tu cuello, tan lejos de cualquier mazmorra, cegado por la luz –tu luz-, fui consciente de que probablemente en aquel preciso instante no había nadie a quien pudiese envidiar pero que hubiera mentido si al rezar nuestra oración de aquella mañana hubiéramos añadido que no había nada sobre la tierra que yo deseara poseer. Entonces hice lo que se le supone a cualquier hombre cuerdo y con una memoria de papel cuadriculado y tapas de metal: cerré los ojos con fuerza y hundí profundamente el verso en aquel mar azul surcado por velas blancas.

Dádiva

Un día muy feliz.

La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.

Los colibrís se demoraban en las madreselvas.

No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.

Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.

Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.

Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.

En el cuerpo no sentía dolor.

Cuando me estiré vi el mar azul y las velas.


Czeslaw Milosz