martes, junio 09, 2009
Puerta de Oriente
domingo, junio 07, 2009
Día de tiburones
Fue un día horrible. Uno de esos días en los que en otras circunstancias uno podría declarar una guerra, enviar un ejército de aviones kamikazes a bombardear Pearl Harbour o, vistiendo capa y chistera, practicar con el bisturí en un callejón oscuro en el Londres de 1888. Y probablemente, si separamos una por una todas las causas, resultarían ridículas. Por completo absurdas. Pero también en ocasiones uno se cansa de ridiculizar, de banalizar las cosas, de ser comprensivo y flexible y necesita sentirse Áyax reclamando furioso la armadura de Aquiles, Edipo rey escupiendo insultos a Tiresias, y descargar toda esa mierda que lleva dentro enviando a sodomizar a quien se cruce en su camino, amigos incluidos. Aún sabiendo que alguno incluso podría llegar a disfrutar con ello.
Entonces –nunca antes evitar la destrucción mundial había resultado tan barato- compro un billete de tren de ida y vuelta sin el propósito de llegar a ninguna parte, me acomodo junto a la ventana soleada de alguno de los asientos, saco unas cuantas cuartillas y un bolígrafo de mi mochila y dibujo con trazos firmes e intensos. Dibujo tiburones. Siempre tiburones. Blancos, grises, toro, tigre, martillo. Un vaso de naranjada con mucho azúcar, como solía hacer mi abuela –posiblemente la persona que mejor ha entendido la mecánica de mi cólera- también serviría. Pero vivo de una forma tan incierta, tan provisional; mi vida está tan jodidamente cogida con hilos que ni siquiera me atrevo a comprar un exprimidor.
Cuando regreso, ya de noche, más calmado, con tres preciosos e iracundos tiburones en mi mochila, me entero de que David Carradine, el hombre que dulcificaba las tardes de domingo de mi infancia ha muerto intentando hacerse una paja en la habitación de un lujoso hotel de Bangkok. Pienso que, pese a todo, quizá vaya siendo hora de comprarse un puto exprimidor.