viernes, enero 19, 2007

El astronauta

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*Para A. a la que adoro, aunque el vestidito de Wendy le quede un poco pequeño.


Hoy se cumplen diez días desde que recibió aquella notificación certificada. Decían que habían encontrado algo para él. Pero ahora le gustaría levantarse de la silla de plástico y huir. Escapar de este pasillo gris de baldosas grises limitado en el breve y estrecho intervalo de dos puertas grises y dos paredes tachonadas de innumerables racimos de papeles muertos. Alejarse corriendo de ese tipo de aspecto desaliñado y sucio que dormita a su lado apoyando los codos sobre las rodillas, la frente sobre las palmas de sus manos. Que apesta a alcohol. De ese otro pulcramente vestido con traje y corbata que lo observa con media sonrisa de desprecio sentado sobre la misma silla de plástico, una pierna cruzada, desde la pared de enfrente. Desearía no encontrarse allí, ser absorbido por un agujero negro, que un meteorito gigante impactase sobre su cuerpo y lo volatilizase. Pero no puede moverse. Sus sobrezapatos, tan ligeros cuando caminaba sobre las blancas y áridas superficies de lunas y planetas, pesan ahora todo el plomo que contienen. Anclado en gravedad casi diez. Sentado e inmóvil con su casco espacial sobre las rodillas. La misma plateada escafandra sobre la que ahora reverberan las asépticas luces de neón del techo y que esta mañana decidió ponerse antes de salir de casa como esos viejos marinos que el mar escupe a tierra con el paso de los años y que se niegan obstinadamente a abandonar su gorra bordada con anclas doradas creyendo que les otorga un respeto y un orgullo que sólo ellos son capaces de entender completamente y que, en tierra, alejados del mundo que habitaron una vez –mar o universo- se convierten en tierna compasión, en adorable chifladura. Pero no es eso lo que ahora él más teme. No le importa parecer un payaso, un loco encantador, un imbécil redomado. Ya no. Lo que verdaderamente le aterra es que alguien abra esa puerta gris y le niegue la oportunidad de volver al espacio exterior, de respirar de nuevo por su boca oxígeno ajeno, de experimentar otra vez la ingravidez en su cuerpo. De contemplar y sentir una vez más, tan cerca, el fulgor inefable de aquella estrella.

lunes, enero 08, 2007

Rituales

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En realidad, “meu bem”, no es una historia. Es un ritual. Uno de los muchos que ella me enseñó mientras estuvimos juntos. Eran tantos los que inventaba y de los que me hacía partícipe que llegó un momento en el que más que amor, lo que ambos compartíamos era una religión. En cierto modo era su peculiar forma de obligarme también a mí a decir “Melibeo soy”, frase que ella amaba con fuerza y que me regaló como inscripción en un colgante que desapareció hace muchos años en el mar. Hay objetos tan pesados que no existe ley física que los salve de la condena de naufragar en el océano.

Al principio y cada vez, me resistía a participar en ellos, pero finalmente siempre acababa accediendo a regañadientes con una sonrisa entre resignada y expectante. Porque en realidad aquella era una religión de rituales tan hermosos que eran capaces de vencer el más férreo escepticismo. Incluso el mío. Y quizá fuese cierto que no creía en ellos de la forma que ella hubiese deseado pero creía ciegamente en la belleza de aquellos rituales. Nunca he sido inmune a la belleza.

Llegamos a Brighton ya avanzada la noche después de hacer cientos de kilómetros en autobús por carreteras secundarias. Dormimos en una pequeña pensión a las afueras y a la mañana siguiente nos dirigimos en otro autobús a la pequeña aldea de Ripe, a muy poca distancia. Hacía días que había intentado persuadirla sin éxito para que me dijera qué tenía de especial aquel villorrio perdido en mitad del Condado de Sussex para cruzar media Inglaterra en su busca. Aquella mañana, ya en el pueblo de Ripe, mientras bajábamos nuestras mochilas del autobús volví a intentarlo. Ella sólo sonrió y dijo: “Vamos a comprar bourbon y después al cementerio”.

“¿Qué carajo vamos a hacer en un cementerio con una botella de bourbon? Te advierto que he dejado los condones en la mochila.”, le dije sonriendo mientras caminábamos hacia donde el tipo de la licorería nos había indicado que encontraríamos el campo santo. Ella estalló en una carcajada limpia, me besó y fue entonces cuando empezó a hablarme de él. Y de aquel camarote que olía a sexo, perfumes exóticos y plumas de gaviotas. De los libros de Conrad y Melville sobre el escritorio, del S.S. Pyrrhus dirigiéndose a Yokohama a la búsqueda “del hombre verdadero”, de su infinito amor por el mar, por el alcohol y por su mujer, de su corazón demasiado pequeño para amores tan grandes, de su suicidio. De “Bajo el Volcán”. Le brillaban los ojos como si ya se hubiese bebido el bourbon. Como siempre antes de un ritual.

Tardamos casi una hora en encontrar su lápida en aquel pequeño cementerio de aldea. Descuidada, cubierta de moho y líquenes y casi oculta tras la alta hierba.

“Malcolm Lowry
1909 – 1957”

Nos sentamos junto a la tumba, ella abrió la botella y muy lentamente, en pequeñas y espaciadas dosis fue vertiendo la mitad sobre la tierra que supuestamente cubría los huesos del escritor. Después me ofreció la botella y fuimos bebiendo alternativamente hasta acabarla. “¿Ves el epitafio?”, me preguntó con la mirada fija en la lápida mientras me devolvía el whisky tras un trago. Me acerqué a la piedra y pasé la mano sobre ella. El tacto me devolvió sólo el nombre y el intervalo de su tiempo de vida. “No, no veo nada”, respondí. “Está ahí. Debajo del moho y los líquenes”. Moví negativamente la cabeza, resignado, y sonreí. “¿Y qué dice?” Ella sacó un papelito de su bolso lo desdobló varias veces y leyó:

Malcolm Lowry
Late of the Bowery
His prose was flowery
And often glowery
He lived, nightly, and drank, daily,
And died playing the ukulele.(1)

A continuación, guardó de nuevo el papelito en su bolso, me pidió la botella con un gesto, la acabó de un solo trago y dijo: “Ahora hay que cantar, los borrachos siempre cantan”.

Para entonces yo habría comulgado con magdalenas mojadas en tila o rezado a la sustancia negra y viscosa que salía por la boca de Madame Bovary cuando la hallaron muerta si ella me lo hubiera pedido. Incluso lamenté profundamente no haber encontrado días antes en Londres el dichoso ukelele con el que de improviso y sin causa aparente se había encaprichado.

We Sit Unshackled Drunk And Mad To Edit

Notions of freedom are tied up with drink
Our ideal life contains a tavern
Where man may sit and talk of or just think
All without fear of the nighted wyvern,
Or yet another tavern where it appears.
There are no no trust sign no no credit
And apart from the unlimited beer
We sit unhackled drunk and mad to edit
Tracts of a really better land where man
May drink a finer, ah , an undistilled wine,
That subtley intoxicates without pain,
Weaving the vision of the unassimilable inn
Where we may drink forever,
With the door open, and the wind blowing.(2)


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(1) "Malcolm Lowry / difunto de la calle Ebria / su prosa fue florida / y a menudo airada / Vivió, noche a noche, y bebió, día a día, / y murió tocando el ukelele"

(2) "Nos sentamos plácidamente borrachos y locos por editar."


Las nociones de libertad se atan con un trago
Nuestro ideal de vida contiene una taberna
Donde un hombre puede sentarse y hablar o sólo pensar
Todo sin miedo a los dragones nocturnos
O al menos dónde aparecerá otra taberna.
No, no hay signo de confianza y crédito no, no
Y además de la cerveza ilimitada
Nos sentamos plácidamente borrachos y locos por editar
panfletos de una tierra realmente mejor donde el hombre
Puede beber algo mejor que, ah, un vino sin destilar
Esa sutileza que intoxica sin dolor
Tejiendo una inasimilable visión de la posada
Donde podemos beber para siempre
Con la puerta abierta y el viento soplando.

(Traducción -más o menos libre- de M. S. T)