miércoles, julio 29, 2009

Aire

“Encended el aire acondicionado y dejad que entre aire fresco”.

(Sutpen -boqueando como un pescado recién devuelto al mar- parafraseando a Juan XXIII)

domingo, julio 26, 2009

Los ciervos

Foto robada y manipulada por Sutpen


Empezaré por sus nombres. Porque, como sabes, lo que no se nombra no existe. O no acaba de existir del todo. Y convendrás conmigo que unas pocas viñetas de cómic –por hermosas que éstas sean- sobre el fino algodón de una camiseta conceden una existencia casi tan leve como una ensoñación, sobre todo si se carece de un nombre. Por eso fue lo segundo que me pregunté. Si lo tendrían. Cómo se llamarían. Esa macondiana obsesión mía por poner nombre a las cosas que no acaba de abandonarme.

Y lo tenían, claro que lo tenían. Él se llama Elafos. Ella, Elafina.

Ambos miran al mar sobre sus columnas venecianas saludando con broncínea altivez a los barcos que arriban, despidiendo a los que parten. Cuántos querríamos acabar como ellos. Descansando inmóviles en la bocana de un puerto, relucientes, inmortales y hermosos bajo el sol con la mirada perdida en un horizonte azul mientras escuchamos las historias –la Historia- que traen los marineros desde los más remotos confines de la tierra.

Erigidos por los conquistadores italianos a principios del siglo pasado en honor a Apollos Helios ocupan las dos huellas de aquel extraordinario coloso que asombró y alumbró al Mundo Antiguo durante los apenas 56 años que se mantuvo en pie. Ya sabes lo que ocurre con las cosas demasiado grandes. No suelen durar demasiado. Te hablo del coloso Mike Tyson, te hablo del coloso en llamas, te hablo de ese amor colosal. No hay en este planeta fuerza gravitatoria suficiente que los mantenga en pie.

No debes preocuparte demasiado. No ocurrirá lo mismo con nuestros pequeños ciervos apolíneos. Seguirán estando allí para saludarnos cuando una mañana soleada lleguemos al puerto de Mandraki en Rodas. Al fin y al cabo –y esa es una de las inestimables ventajas de las ensoñaciones de tinta o fino algodón- allí nos esperará eternamente Corto, paseando con las manos en los bolsillos, con la mezquita secreta a su espalda. Siempre un día antes de dirigirnos a Samarkanda.

martes, julio 14, 2009

Parténope

Fontana della sirena (Nápoles)


Te conté cómo hacerlo. Tendríamos que descender poco a poco, controlando el ritmo cardiaco, a lo largo de todas las tonalidades de azul. Desde el más claro de la superficie al más sombrío de las profundidades. Estaría oscuro. Haría mucho frío. Nos sentiríamos solos. Y una vez allí abajo, tendríamos que desearlo con toda la fuerza de la que fuésemos capaces. Justo hasta que el miedo a morir se desvaneciera, fuese algo tan liviano y volátil como una burbuja de aire. Sólo entonces, cuando ellas estimasen que nuestro deseo es lo suficientemente poderoso, más poderoso incluso que la muerte, que podríamos abandonar todo, incluso nuestra vida, por ellas, distinguiríamos entre las tinieblas abisales los primeros destellos argénteos de sus escamas. Las delicadas primeras notas de su seductor canto.

Tú dijiste que no sería difícil. Yo sonreí. Como S. sonreiría al verme doblar el primer pliegue de un dragón Satoshi Kamiya.

Aguantamos la respiración poco más de siete meses. No fue suficiente. Lo nuestro, admitámoslo, nunca fue la apnea.


domingo, julio 12, 2009

"El mar bajo mi culo y el cielo sobre mi cabeza".


Foto de M. R.

Suelo decir que la pereza es la suerte de los amantes de la belleza. Lo he corroborado muchas veces. Cruzando el Karlúv Most en dirección a Malá Strana en Praga a las 4 de la madrugada, cuando ya los adolescentes ingleses y americanos han ido a vomitar la absenta a sus sórdidos hostales del barrio judío y los rebaños de jubilados centroeuropeos dormitan en sus establos de lujo bien abrevados. Al amanecer, sentado en el puerto, frente a la cercana isla de Lokrum mientras espero por el este los primeros rayos de sol que pronto iluminarán los muros de piedra blanca de la fortaleza de Dubrovnik. A medianoche, al amparo del frío y la humedad de Venecia en invierno. Este mundo globalizado en el que cualquier confín del mundo está al alcance de un solo click de ratón no está desprovisto de encantos. Es hermoso. Y en ocasiones, para descubrirlo, basta tan sólo con no dejarte vencer por la pereza. Consiste en vivir un poco más que el resto. En sobrevivir.

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Nos levantamos temprano. Y desayunamos en la terraza observando el mar completamente en calma, aún cubierto por un débil manto de oscuridad. A esa hora de la mañana parecería que sólo existiéramos nosotros, las olas suaves que lamen la orilla de la playa, el puntito luminoso de un barco lejano en el horizonte y nuestras deliciosas tostadas calientes con tomate, sal y aceite. Sobre todo ellas. Al menos para nosotros y para los dos pequeños gorriones que las observan, con excitado nerviosismo, posados sobre la barandilla.

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Al dirigirnos a la playa con el kayak me fijo en un hombre sentado en un banco del paseo marítimo. Es un anciano. Viste pantalones azul marino, una camisa blanca de manga corta y una gorra de color verde. Tiene la piel bronceada por el sol. Levemente inclinado hacia delante, con los antebrazos sobre las rodillas sigue con la mirada las velas en el horizonte y las estelas de los barcos que se alejan mar adentro. Nos saluda con la mano al vernos llegar. No sonríe.

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En apenas media hora de navegación a buen ritmo y contra el viento arribamos a la playa Amarilla con el sol todavía reflejado en los cristales oscuros de nuestras gafas. Como imaginábamos, encontramos la playa desierta. Es la misma playa que un par de horas más tarde encontraremos infectada de barcos de recreo y motos de agua y contra cuyas jodidas estelas deberemos batirnos el cobre a la vuelta. Antes de llegar decidimos costear por los amplios fondos arenosos de aguas turquesas de los acantilados de la punta del Cambrón. A cada momento pequeños bancos de peces saltan del agua en un enjambre plateado frente a nuestra proa. A varios metros de profundidad, bajo el agua cristalina, un par de sombras más grandes nos acompañan durante la travesía. Besugos de lomo rojizo, tal vez. Los otros, los de espalda rojiza, como he dicho, llegarán afortunadamente un poco más tarde pilotando bañeras de recreo y motos acuáticas. Su pesca, la de los segundos, desafortunadamente está prohibida.

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Rodeamos la isla del Fraile siempre a favor de la brisa que sopla del sureste, el anciano Argestes, el viento cálido que guía los rayos del sol y hace madurar la fruta y el trigo. En la época en la que los hombres aún llamaban a los vientos por sus nombres de dioses, la isla estuvo habitada por pescadores que elaboraban el apreciado “garum”, una salsa elaborada con diferentes tipos de especias y vísceras de pescado. De hecho, hasta hace algunos años, antes de la aparición de los expoliadores –me resisto a llamarlos piratas- con neoprenos y gafas del Decathlon aún podían encontrarse ánforas y vasijas romanas en los hermosos fondos de algas y rocas escarpadas del islote. Haz memoria. Seguro que alguna vez te han enseñado o visto alguna. Normalmente están en el recibidor. Dentro están las llaves de casa y del coche, un mechero y los miserables y molestos céntimos de euro que quedan sueltos en los bolsillos del expoliador de turno. Expoliador, sí. Llamémoslos con propiedad. Los piratas gastan doblones de oro.

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Nos guarecemos del viento y de las olas del mar abierto en uno de los recodos de la parte oeste de la isla y mientras damos cuenta de nuestras empanadillas de atún soltamos los primitivos aparejos de pesca. Un anzuelo con lombriz viva, plomos, hilo y un corcho. Amarro mi remo en la proa, estiro las piernas, entrecierro lo ojos y miro el cielo. Nos sobrevuelan la cabeza las siluetas recortadas en sombra de varios cormoranes y gaviotas bajo el sol ya casi de mediodía. Son instantes de intensa felicidad. Consciente de sentir el momento como irrepetible y fugaz porque sé que la felicidad no es posible de otro modo. Es una sensación de plenitud que te nace en el estómago y asciende quemándote la garganta hasta acabar en los lacrimales. Es el jodido síndrome de Stendhal. Mientras recojo el sedal veo reflejos plateados en su extremo. Es un precioso pez doncella. Lo libero con cuidado del anzuelo y lo devuelvo al mar. Lo observo alejarse ajeno y confiado bajo el agua hacia la felicidad amenazada de nuestra preciosa pradera de posidonias.

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Volvemos. Y mientras nos acercamos a la orilla regreso a la mirada del anciano del banco de esta mañana. Ya no son sus ojos. Sino los míos. Los de Ulises, muchos años más tarde de su regreso, mirando el mar junto a Penélope desde el porche de su casa de Ítaca. Es una mirada triste. Casi desolada.



jueves, julio 02, 2009

Él

Muchos años después creí verlo en aquel pub durante mi última noche en Praga. Fue una visión fugaz, una alucinación, una aparición que tomó forma corpórea durante unos instantes en el humo del tabaco, el vapor de la absenta y la luz estroboscópica. Cuando intenté enfocar la mirada buscando su rostro allí donde creía haberlo visto, entre un pequeño grupo de gente que bailaba, ya había desaparecido. Me despedí apresuradamente y me marché. Alguien me agarró de un brazo y yo me desasí con fuerza. Tenía que irme. Me había encontrado. Estaba seguro. Mientras regresaba al hostal a recoger todas mis cosas y poner en orden mi mochila lo imaginé conduciendo día y noche por carreteras secundarias y un mapa desplegado en el asiento del copiloto. Botellas de vino vacías tintineando entre sus pies, restos de comida y aquella fina sonrisa, como trazada a cuchillo, indestructible entre sus labios.

Al llegar a casa él ya estaba allí. Como otras veces. Su maletín de doctor victoriano sobre el aparador de la entrada y su sombrero borsalino de fieltro gris en el perchero. Recostado en el sofá del salón, mientras miraba la televisión, alzó el brazo que sostenía una botella de cerveza a modo de saludo.

Hoy, a pesar de que hace mucho tiempo que volví a perderlo de vista, me acordé de él. Es un recuerdo. Sigue estando ahí. Me acecha.