miércoles, agosto 31, 2005

Tazas

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Fue Rebeca, mientras compartíamos una taza de leche con cacao la otra noche antes de irnos a dormir, quien despertó un lejano recuerdo. “¿Y cómo es tu taza, Sutpen?

“Es como yo”, dijo, mientras me mostraba aquella sonrisa de orgullo con la que solía acompañar los destellos de luz que convertía en palabras. Y porque había pocas cosas que le gustaran tanto como hacer regalos de cumpleaños. Pasaba meses buscando el regalo ideal y cuando lo encontraba llegaba a casa excitada, feliz, decidida por una vez a ocultar el secreto, a sufrir con firmeza y estoicismo cualquier tipo de tortura. Rara vez tardaba más de diez minutos en confesarme qué me iba a regalar. Era incapaz de contener su entusiasmo. “Incapaz de sobrevivir a su propia locura” como ella misma decía, parafraseando el título de un libro de Kenzaburo Oé, expresión con la que siempre conseguía hacerme reír. Y ella enloquecía con frecuencia cuando de regalos de cumpleaños se trataba. Y sí, lo cierto es que esa taza que ven en la foto se parecía mucho a ella.

“Así, cuando te levantes por la mañana y no esté a tu lado podrás prepararte un té caliente y seguir besando mis labios tibios”, me dijo. Meses antes, yo mismo le había dado la idea de mi regalo escribiendo un relato titulado “Las tazas no tienen bordes, tienen labios”, que ella adoraba y llevaba siempre doblado en un libro en su mochila. Por aquel entonces yo ya tenía la certeza de que las tazas eran seres vivos con labios pero ignoraba todavía que pudieran profetizar el futuro y mucho menos que pudieran convertirse en reflejos de cerámica de instantes de tu propia vida.

Lo supe el día en que, después de fregarla y cuando me disponía a colocarla para que se secase en el armario, resbaló de entre mis manos –se me escapó, se soltó, se desasió de mi mano- y sólo pude alcanzarla cuando ya golpeaba contra el suelo de la cocina desportillando sus labios. Intenté luego pegar los trocitos de aquel puzzle imperfecto que ya nunca ningún pegamento fue capaz de unir ni mantener pegado al resto de la taza durante demasiado tiempo, de forma que se fueron desprendiendo poco a poco, perdiéndose para siempre por varios fregaderos y dejando de nuevo a la vista la herida blanca.

Lo supe también aquel día en que encontré sobre mi cama, a la vuelta de uno de mis viajes, aquella otra preciosa taza con motivos japoneses encerrada en esa caja de cartón en la que alguien había escrito con letra diminuta en una de sus esquinas junto al dibujo de una sonrisa triste: “Aquí te estoy esperando desde el 1 de mayo”.

Ahora ambas "son los únicos labios cálidos y acogedores que encuentro en muchas de las frías mañanas de invierno al despertar". La herida en los labios de la primera ha dejado de sangrar y los labios de la segunda han dejado de escupirme reproches de porcelana.

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martes, agosto 23, 2005

Necesitará un nombre. Todas tienen uno.

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Tendré que acostumbrarme a que la gente formule deseos a mi paso cuando me vea correr. A sus sonrisas fascinadas y a los niños que estirarán los brazos, abrirán las manos e intentarán tocarme. A ser el bálsamo numérico de noctámbulos insomnes y soñadores irredentos. A que jóvenes poetas con el corazón intacto me comparen con ojos de mujeres que besos más tarde serán quizá pozos insondables. Acostumbrarme a la mirada voyeur de oscuras lentes anónimas ocultas en ventanas indiscretas y a que sextantes y astrolabios vuelvan a estremecerse entre las manos de viejos marineros anclados en tierra. A que me acusen de soberbio y, sin duda, lo peor de todo: a que la presidenta de mi comunidad de vecinos me obligue a interpretar el mismo papel en el belén viviente de cada Navidad.

Porque ayer me bebí una estrella y ahora brilla dentro de mi. La que ella me regaló. La que, desde hacía semanas, me esperaba viva, como un animal raro y antiguo respirando a través de los agujeritos que ella había hecho en el acogedor y bello firmamento de cartón coloreado que habitaba. Porque el milagro no es que una estrella quepa en un firmamento, sea del tipo que sea, sino proveerla de pulmones, hacerla respirar e incluso suspirar de impaciencia. Ése es el verdadero milagro.

Me la bebí sin sombra alguna de duda, como el niño obediente que casi nunca fui, sin preguntas, como una vez me prometí que haría con ella siempre. Tal y como me aconsejó que lo hiciera: sumergida en agua caliente, sonriendo en el porche blanco, sentado frente a la mesita de mármol y hierro bajo el nido de golondrinas, aturdido por el perfume de las glicinas, las buganvillas, los geranios y la menta de ese lugar casi real en el que es posible beber estrellas, tomar té bajo un baobab o simplemente desaparecer sin dejar rastro, mientras leía sus letras negras de trazos suaves y finos y miraba sus dibujitos casi desvanecidos, tímidos, sobre papel de acuarela que despertaron en mi un tacto desde hacía años olvidado. Y bebía a sorbos pequeños, tragando con sumo cuidado, procurando alojarla lejos de alguno de los agujeros negros que aún se resisten a desaparecer del todo.

Nos separan miles de kilómetros de distancia, pero como ocurre con la luz de las estrellas, nunca llegarás a notar que el beso que te envío es antiguo. Estará ahí para ti… brillando. Siempre.

Lo olvidé. Lo peor no será que la presidenta me obligue cada Navidad a representar el mismo papel. Lo realmente aterrador será… acostumbrarme a las nanas.

:/

Esa estrella también necesitará un nombre. Todas tienen uno. Quiero el nombre de mi estrella.

jueves, agosto 04, 2005

Hasta pronto...

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… siempre nos queda algo de consuelo en la expresión “Hasta pronto”, incluso si la dices en inglés. “Hasta pronto” es una expresión agridulce en cualquier idioma, que mezcla tristeza por la despedida y esperanza por el reencuentro. De todas formas no promete absolutamente nada. Una expresión que nunca es definitiva…

Hasta pronto… insalah…



"Gafsa-Natacha Atlas"

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martes, agosto 02, 2005

"Habia una vez...

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Sí, también es cierto. Hay palabras poderosas: Había una vez. Y palabras que son aún más poderosas, casi invencibles: Había una vez un niño…

… un niño con un violín entre las manos en una habitación vacía y en penumbra. Una tenue penumbra azul como de acuario. De pie, sobre el suelo que intuimos de madera porque huele y se queja y se lamenta y llora y se estremece a intervalos como la cubierta de un barco. Tiene la cabeza ligeramente inclinada y el pelo largo que cae sobre sus ojos ocultándolos, proyectando sobre su rostro un antifaz de sombra. A su alrededor, sobre ese suelo de viejo navío, hay un círculo blanco y desordenado de partituras del Concierto para violín de Stravinsky, algunas vueltas hacia arriba, otras hacia abajo, como si alguien desde lo alto las hubiera derramado sobre su cabeza.

Entonces el niño acomoda su barbilla sobre la madera oscura de su violín, alza el brazo derecho hasta dejar suspendido el arco a escasos milímetros de las cuerdas y tras unos pocos segundos de pétrea inmovilidad desliza con suavidad, con infinita ternura, el primer acorde. Un acorde que empieza desde el silencio. No después del silencio. No interrumpiéndolo. Sino desde el silencio. Surgiendo de él. Un acorde imposible.

“Este acorde es imposible, pero en cualquier caso déjeme ir a mi casa a probarlo”, dice Dushkin con la mirada fija en la partitura garabateada que sostiene entre las manos. Stravinsky lo observa, sinceramente divertido, a través del fulgor glauco de un sorbo de absenta desde la silla de enfrente. La sombra que cubría el rostro del niño se ha desplazado unos centímetros hacia arriba descubriendo lo que para ojos inexpertos sería una sonrisa. Una delgada y férrea línea entre sus labios que ciertamente podríamos llamar sonrisa aunque otros no lo harían. Otros lo llamarían ensimismamiento. Otra palabra poderosa. El ensimismamiento de un niño: Palabras que son, si cabe, más poderosas. Casi invencibles.

Ya nadie podría decir que la habitación está vacía. En una esquina, Igor Stravinsky y el violinista Samuel Dushkin discuten sobre la imposibilidad de un acorde alrededor de la mesa de un café en San Petersburgo, aunque en realidad es sólo Dushkin quien discute. Igor, siempre sonriente, se limita a beber absenta de su vaso. Ahora, junto al bullicio del Café y al agudo lamento del suelo de barco, hay también música, la que nace de la sonrisa ensimismada del niño y desciende por su cuello y alcanza y recorre sus brazos hasta llegar a sus manos y de ahí al alma del violín, porque los violines también tienen alma, alma que pesa y se ve y se toca y que hasta se podría morder si alguien, a pesar de todo, necesitara creer en ella. Ya no es la pieza del maestro ruso la que suena. Aquel acorde imposible fue sólo la puerta que el niño abrió y por la que ahora la habitación que estaba vacía se va llenando. Sólo los niños son capaces de abrir imposibles. Y muy pocos los afortunados que consiguen ver qué hay tras ellos…

A la habitación le han nacido dos enormes ventanas en paredes opuestas. A través de una de ellas entra la luz limpia, cálida y anaranjada de un atardecer. Luz tamizada de un amanecer se filtra, en cambio, a través de los sucios cuarterones de cristal de la otra. Si abrimos la primera y miramos a lo lejos podremos ver un bosque tupido, de un verde tan oscuro que impide discernir los árboles individualmente y le confiere la apariencia de un animal al acecho. Frente a la boca del bosque corren dos niños. La niña viste un vaporoso vestido blanco con lazos de raso y bordados de color rosa, tiene el pelo rubio que cae sobre sus hombros en dorados bucles y los ojos muy azules. Arrastra de la mano a un niño moreno más bajito con humildes ropas de campesino. Entran en la boca del bosque mientras una lengua negra de pájaros se eleva en un grito desde las copas de los árboles y se relame. La ventana sucia del amanecer ilumina pobremente la mesa de Igor y Samuel y nadie, tras ver lo que ofrecía la ventana del atardecer, se atrevería ahora a abrirla. Porque nadie, absolutamente nadie, está completamente a salvo del miedo. Ni siquiera del que provoca una ventana cerrada y sucia. Los miedos ocultos o apenas intuidos son a veces los peores miedos porque se dejan imaginar.

El niño sigue tocando su violín, ahora con más brío, su ensimismada sonrisa más acentuada, los ojos aún ocultos bajo el largo flequillo. Rasga las cuerdas con intensidad variando continuamente y a gran velocidad el ángulo del arco. Comienzan a desprenderse hebras de la cinta de crin de caballo. Una tras otra colgando resplandecientes y livianas de los extremos del arco como hilos rotos de una tela de araña bajo la música vibrante que surge de aquella sonrisa ensimismada que recorre la madera y las cuerdas y estremece el aire y llena la habitación y la inunda de…

… de relojes que muestran sin rubor sus intestinos de metal y llenan las paredes y marcan horas diferentes de días pasados, presentes y futuros en el murmullo de un tic-tac inmenso y atemporal, de princesas tuertas que nacieron de amores prohibidos entre piratas y Reinas rendidas al tedio de reinos demasiado hermosos y de reyes demasiado perfectos, de bailarinas que bailan bajo la nieve de sus invernales bolas de cristal amando secretamente al marinero que toca su acordeón recostado sobre el mástil de su barco mirando la noche y el mar cristalinos de la botella de ron que habita con proa hacia un lejano tapón de corcho, de bulevares empedrados de cajas de música en los que conviven parejas que bailan el tango y moscovitas que cantan y bailan la historia de Katiusha, el águila y el soldado y hawaianas que tocan el ukelele moviendo las caderas, de desvanes y baúles de madera cerrados y de grandes libros polvorientos abiertos sobre el suelo en el mismo lugar en el que un día los abrió y estuvo leyendo un niño y al siguiente los olvidó un adulto, de fotografías en blanco y negro que muestran muertos aferrados con impostada dignidad a una vida de papel satinado incapaces de ser sólo muertos, de fantasías coloreadas con fuerza por crayones multicolor y dedos frágiles, de muñecas y ositos de trapo desgastados, pulidos y suaves por el caudal de cariño y el torrente de sueños de un niño…

Como ese niño que respira ahora agitadamente con la mirada fija en sus pies descalzos, con el arco deshilachado en una mano y el violín en la otra, el mismo niño que hizo que ella dijera, como si hubiera nacido sólo para pronunciar estas palabras: “Los cuentos ocurren en cualquier lugar”, que él sonriera ajeno a la trascendencia del momento y yo la mirara como si la viera por primera vez, con nueva luz; el niño del violín al que todos hubiéramos seguido como fascinados ratones bajo el embrujo de su música, junto a cuyos pies de gigante nos hubiéramos sentado a escuchar la miel que derrama su violín con nuestras orejas demasiado grandes y nuestro cuerpo demasiado diminuto para, al cabo, pensar en chocolate, unos labios, un cumpleaños, un verano o en el propio Yann Tiersen y elevarnos sobre las gradas, sobrevolando el teatro romano, el mar y la noche rumbo a Nunca Jamás…

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