jueves, febrero 23, 2006

Y una botella de ron.

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Todo lo que necesito son dos semanas de lunas amarillas, mi viejo sable, algunas cartas naúticas y otras tantas de corrientes, vientos y mareas. También una botella de ron. Para cuando el dolor del recuerdo sea más fuerte que la tormenta, más fuerte que el plomo candente y el frío acero.


Hasta pronto.




Que el cielo me perdone.

viernes, febrero 10, 2006

Vanidad

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"What is a ghost? Stephen said with tingling energy. One who has faded into impalpability through death, through absence, through change of manners". (Episode 9 - "Scylla And Charybdis". Ulysses. James Joyce).


No me gusta la tinta roja. Quizá porque aquella carta estaba escrita en rojo. Quizá porque, como explicaba en aquella carta, no era tinta lo que había utilizado para escribir. Quizá porque mientras miraba el cielo desplomarse tras aquella ventana garabateada con rotulador con párrafos del Ulises de Joyce, noté que mi vanidad y mi orgullo tenían el peso cierto y exacto de una pistola. Y mis manos, que apenas conseguían sostener aquella carta, estaban manchadas de sangre.

Y en días como el de hoy, después de sentirme inmensamente feliz tras dos esforzados años de duro trabajo, después de brindar por un sueño hecho papel con el mejor vino del mejor restaurante, con el mejor equipo, después de los abrazos y las felicitaciones, ya en casa, busco aquel recuerdo para avergonzarme. Quizá porque ya no me gustan las armas. Quizá para evitar tener que volver a mirarme con asco las manos.

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miércoles, febrero 01, 2006

Jack

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En 1968 Jack Kerouac paga a una prostituta en Lisboa para que lo mire durante una hora a los ojos. Es alta y muy delgada. Una minifalda roja acentúa la longitud y la delgadez de sus piernas confiriéndole una apariencia frágil. Quebradiza. Tiene las caderas estrechas y el pecho casi plano. El antifaz turquesa de su maquillaje oscurece una bonita mirada glauca. Los rasgos de su rostro son afilados, cortantes. Jack pasea despacio los pulgares de ambas manos sobre sus pómulos como si comprobara la agudeza de su filo. Bajo la peluca naranja que arde en su cabeza se esconde una chica pálida de no más de veinte años. No es una puta al azar. Jack lleva tres días buscándola por Lisboa. Lo han visto cada día al atardecer con su levita negra y su gorra gris observando con detenimiento a las putas que buscan clientes por el puerto lisboeta. Algunas de ellas lo llamaron “mirón de mierda” y otras amenazaron con llamar a sus proxenetas. Algunas otras se asustaron y abandonaron el lugar. Jack está ciertamente preocupado y sabe que de perseverar en este comportamiento su integridad física pronto estará en serio peligro. Su vida incluso. Afortunadamente esta tarde ha encontrado a la chica que buscaba y podrá seguir completando lo que él llama “su metamorfosis”. Porque en poco tiempo dejará de ser un mero escritor para convertirse en algo superior. Algo que le permitirá mirar a Dios con desprecio. En la brumosa tarde invernal hay un anciano sentado en un banco frente al mar. Inclinado hacia delante, apoya sus manos sobre el pomo de su bastón y de cuando en cuando mira las estilizadas siluetas del hombre de negro y la delgada mujer recortados en sombra contra el muro gris que se extiende inmenso e inexpugnable a sus espaldas. Hoy el anciano no es capaz de discernir el límite que separa el cielo del mar. Hoy más que nunca, para Jack y para aquella mujer, desde diferentes perspectivas, Lisboa parece una ciudad sin salida.

Le pide que se desnude y ella lo hace obediente y en silencio en el cuarto pobremente iluminado del modesto hostal en el Barrio Alto en el que Jack Kerouac se hospeda desde hace dos semanas. Se desnuda con torpeza, perdiendo el equilibrio en varias ocasiones al quitarse los zapatos y las bragas, viéndose obligada a apoyarse en el borde de la cama donde finalmente se sienta completamente desnuda con sus delgados y largos antebrazos apoyados sobre los muslos. Jack la observa sentado en un sillón verde desde el centro del cuarto, con las piernas cruzadas. Ha encendido un cigarrillo y fuma con aspiraciones largas y profundas. Jack le pide que se siente en una silla frente a él. Ella asiente con la cabeza y obedece de nuevo sin palabras arrastrando la pesada silla por el suelo. Jack le pide que lo mire. Ella cruza los brazos bajo el pecho y lo mira con fijeza, con suficiencia, con descaro, esbozando una tensa sonrisa al principio, luego dejando escapar una risita liviana, casi murmurada, de sus breves y finos labios color púrpura. Jack exhala una delgada pluma de humo, responde brevemente a la sonrisa con otra sonrisa breve, exacta, precisa y abandona los ojos claros de la chica para recorrer con la mirada el amplio y suave arco de su cuello, el profundo hueco de su clavícula, sus diminutos pechos de niña, sus agudos pezones rosados, el vello negro de su pubis primorosamente recortado en forma de corazón. Cuando Jack vuelve a centrar su atención en los ojos de la chica encuentra un destello vítreo que se estremece, que está a punto de explotar, de derramarse: una pesada lágrima turquesa que recorre durante unos segundos el filo de su pómulo y se desploma por su mejilla hasta llegar a la comisura de su boca dejando tras de sí un rastro de un azul claro. Jack adelanta una mano, enjuga la lágrima con el pulgar de su mano derecha, a continuación alza con el dedo índice el mentón de la chica que esconde la mirada en el suelo y dice con voz dulce: “He pagado una hora, señorita”. Y suena tan perfecta como si recitara una frase ya escrita.



*Dedicado a A, que me regaló en un café de Lisboa parte de la historia y el disco que custodia la Ciudad del mar