viernes, diciembre 30, 2005

Feliz Navidad.

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Era también Navidad. Una navidad de nieve en aerosol y abetos de neón. Como sólo son posibles las navidades en esa parte del mundo.

Fue su segundo pensamiento. Un pensamiento tan lúcido, tan pulido, que parecía haber estado allí mucho tiempo: “Cuando abres una puerta nunca sabes cuántas cierras al mismo tiempo”. Aunque en realidad el primero no fue un pensamiento sino un grito sordo que estalló en sus entrañas, le abrasó la garganta y se apagó justo en la punta de la lengua. Eran las ocho de la mañana de un día de navidad cuando abrió aquella puerta y ella se desplomó de espaldas sobre sus pies, golpeando con estrépito el suelo con la cabeza.

Su largo pelo negro era una mancha oscura derramada sobre el piso. Tenía los brazos en posición inverosímil y sollozaba palabras ininteligibles. Él se arrodilló en silencio, con aquel grito apagado y doloroso quemándole aún en la garganta, apoyó la espalda de la chica sobre su pecho y pasó un brazo detrás de su cuello rodeándole los hombros mientras aspiraba grandes bocanadas de aire como un pescado en tierra. Buscó con la mirada a alguien –a un Dios, a un demonio, a alguien- en el oscuro cielo de cemento del rellano y cuando, al fin, logró convencerse de que estaba solo, consiguió reunir el valor suficiente para fijarse en ella: había rastros de coca bajo su nariz perfecta, su aliento apestaba a alcohol y alguien se había comido el rouge de sus labios a dentelladas. La tomó en brazos sin esfuerzo porque pese a su estatura no pesaba. Uno de sus zapatos de tacón había bajado dos escalones y el otro cayó al elevarla. Resbalaron también de una de sus manos las llaves con las que quizá horas o minutos antes había intentado abrir la puerta para acabar derrotada, exhausta y sentada de espaldas contra la puerta. Las bragas en los tobillos mantenía sus piernas muy juntas y había un hilo de semen pálido deslizándose por la cara interna de uno de sus muslos desnudos. Lo notó pegajoso y frío en su muñeca mientras la llevaba en volandas hacia su habitación. Fue en ese tiempo, mientras recorría a grandes zancadas el pasillo con aquella mujer liviana entre sus brazos cuando lo entendió todo. “No pesa porque está vacía”, pensó. Fue su tercer y penúltimo pensamiento aquella mañana, porque para entonces, aproximadamente las ocho y cuarto de la mañana de un día de navidad, ya había tomado muchas e importantes decisiones y un cansancio bíblico se había apoderado de él.

La acostó vestida sobre su cama y la abrigó con varias mantas. Le tomó el pulso varias veces espaciándolas en el tiempo hasta que comprobó que poco a poco se le normalizaba. En la mesita de noche, en un portarretratos, junto a aquel rostro lívido y desvanecido que murmuraba palabras sin sentido sobre la almohada, había una chica de colores vivos que sonreía junto a un poodle negro. Una chica a la que –estaba seguro- no habría podido llevar en brazos sin esfuerzo. Le preparó un zumo de naranja con miel y se lo dio a beber a sorbos pequeños. “Déjame dormir contigo”, exhaló en un susurro apenas audible, como si aquellas palabras fueran la última cosa pesada que le quedara dentro para acabar de vaciarse del todo y convertirse en un ser etéreo e insustancial. Él negó con la cabeza. “Sabes que no serviría de nada, cariño”, añadió con, probablemente, la sonrisa más triste de la ciudad a aquella hora de la mañana. Porque ya lo había hecho otras veces. Cuando llegaba a casa al amanecer, completamente ebria, zozobrando como una funambulista sobre sus altos zapatos de tacón, golpeándose contra las paredes, y llamaba a su puerta y le pedía que la dejara dormir a su lado hasta que el calor de su cuerpo abrazado, el alcohol y el agotamiento del llanto la sumían en un sueño tan profundo como la muerte.

Dejó besos en su frente y en sus manos heladas antes de salir y cerrar la puerta sin ruido. Y se dirigió por el pasillo hasta su habitación. Una maleta a medio hacer sobre el armario, paredes desnudas y unos cuantos libros en las estanterías. Luego fueron pasando los años y quizá eso fue de las pocas cosas que nunca cambiaron. “Tu habitación es la de un soldado, como la de un tipo que temiera tener que huir algún día a medianoche”, llegó a decirle alguien tiempo después. No era medianoche. Eran las nueve de una mañana de Navidad. Metió los libros en una bolsa de plástico y una vida ligera en una sola maleta. Dejó tres meses de alquiler sobre la mesa del comedor y salió de aquel piso cerrando de un golpe la puerta. Otra más aquella mañana de navidad.

Mientras esperaba el ascensor, volvió la vista hacia la escalera. Uno de los zapatos de tacón ya había bajado el primer tramo de escalones y esperaba en el descansillo inferior. El segundo acometía el tercer escalón. Por un momento le pareció que huían como forajidos condenados a muerte bajo aquel oscuro cielo de cemento sin dioses, sin demonios. Sin nadie.

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domingo, diciembre 04, 2005

The Best

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"Gasté gran parte de mi dinero en alcohol, mujeres y coches y el resto lo malgasté"
(G. Best)


Había ropa y flores desparramadas por toda la habitación y al andar descubrió también algo pegajoso adherido al suelo. Probablemente restos del champán francés procedente del mágnum vacío abandonado junto a una de las patas de la cama. Sobre ella, en aquella suite del Hotel Hilton de Londres, George Best abrazaba con una sonrisa somnolienta a Miss Mundo, una voluptuosa americana llamada Marjorie Williams. Aquella mañana de 1972, un hombre mayor, norirlandés como Best, había sido el camarero encargado de subir el desayuno a la suite del astro del United: huevos benedictine, zumo de naranja y más champán. Después de dejar la bandeja sobre la mesa y antes de salir, dudó unos instantes frente a la puerta, finalmente se giró, miró con infinita tristeza al jugador que ya forcejeaba con el tapón de la botella y, con voz afligida, le dijo: “George, ¿qué pasó? ¿Por qué acabó todo tan mal?”

Se equivocan. No era un reproche por las circunstancias de aquella mañana. Aquel hombre sólo se estaba refiriendo a la última derrota del equipo.

Descansa en paz.
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sábado, noviembre 26, 2005

Before Sunset

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"But when we were together alone
You didn't seem like a player at all"




Antes me resultaba tan fácil encontrarlas. Bastaba con dejar que me mirase con aquella compasiva sonrisa de princesa caritativa mientras yo adoptaba el gesto de atónito granjero frente a las imágenes de Fellini, Bergman, Kurosawa, Kusturica, Ozu, Pasolini, Ken Loach... Ken Loach. Cristo.

Era tan fácil encontrarlas que en agradecimiento le compré un cine. Un cine pequeñito, íntimo, con un sofá grande y otro más pequeño, ambos en color verde. Un cine en el que se servía rooibos, té blanco, verde, negro, con canela y cardomomo, a la menta, de rosas, y con láudano en tazas que te besaban tibiamente. Un cine que le permitía a ella sentirse vieja y sabia y a mi un niño curioso. Un cine que aún conservo y que se ha envilecido con cautela.

Pero ahora, a veces, con la suerte del naúfrago, encuentro alguna -porque no es fácil encontrar demasiadas cosas cuando vives en un rincón- y el cine parece recuperar su antiguo esplendor. Entonces vuelvo a sonreir con el feliz asombro de un granjero y miro a mi derecha pero Alfredo ya no está. Y abandonado en el ahora enorme sofá verde dejo que Julie Delpy termine de cantarme el vals antes de subirme las mangas, elegir mi mesa y decidir cualquier cosa absurda.

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miércoles, octubre 19, 2005

One

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Porque en el fondo siempre he creído en ella.
Porque se puede creer en algo cuando se reza pero también cuando se maldice.
Porque las maldiciones son siempre más creíbles que las plegarias.
Porque las maldiciones te provocan dolor y los rezos sólo esperanza.
Porque sólo el dolor es real.
Porque es más fácil creer en lo real.
Porque resistió al temor, al amor, a la felicidad, a la pasión, al miedo, al vértigo, al vacío, al dolor, al asco, al desprecio, a los remordimientos, a la tristeza, a la nostalgia, a la melancólica placidez, al recuerdo y por último a la memoria.
Porque me resistió.
Porque alguien me dijo que “la llevo tatuada en la piel”.
Porque alguien me dijo que huele a mi.
Porque alguien me dijo que sabe a mi.
Porque nadie estuvo nunca tan cerca de mi piel como para saber todo eso.
Porque no estaba cerca. Estaba debajo.
Porque ningún ser vivo puede estar debajo de la piel de alguien sin convertirse tarde o temprano en una enfermedad.
Porque las enfermedades son más fáciles de curar cuando se entienden.
Porque las cosas que se leen se entienden mejor.
Porque en ella pude leerme.
Porque en ella sigo leyéndome a pesar de todo.
Porque en ella sigo entendiéndome a pesar de todo.
Porque en ella sigo creyendo a pesar de todo.
Porque alguien dijo que cualquiera que la escuchara podría ver sin dificultad el color de mi alma.
Porque ya no es un lugar, ni unos años, ni unos ojos azules que eran grises como el hielo sucio cuando la luz desaparecía tras las ventanas.
Porque ya es mía y vive en mi, sin tiempo, sin espacio, con o sin ventanas, con o sin luz.
Porque es mi canción.
Porque soy yo.
Porque es la única canción que siendo uno también puede ser dos.
Por suerte.
Por desgracia.
Una plegaria.
Y una maldición.
Una.
One.


Is it getting better
Or do you feel the same
Will it make it easier on you now
You got someone to blame
You say...

One love
One life…




Hasta hoy podían ver las glicinas agitarse bajo la brisa cálida de los atardeceres del Ciento. A partir de hoy también podrán escucharlas estremeciéndose en su rumor íntimo de hojas y flores. Los más osados podrán incluso acercarse un poco y contemplar el color del alma de ese tipo que dormita, lee o bebe té en su mecedora del porche. Porque sólo la música permite esta clase de milagros.

Y todo esto gracias a Rochi, mi hada madrina… Su gorro cónico estampado de lunas menguantes, la estela de polvo dorado que deja al caminar, su varita de cristal acabada en brillante estrella y su… sonrisa… la delatan.

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lunes, octubre 03, 2005

Hasta pronto (III)

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Cuadro perteneciente al Buque-Museo "Sarmiento" en Buenos Aires, Argentina. Foto de Sutpen.


VENTANA


Miré por la ventana al amanecer y vi el joven manzano
Transparente en la claridad.

Y cuando miré de nuevo al amanecer allí había un gran manzano
Preñado de fruta.

Debieron pasar entonces muchos años, pero no recuerdo nada
De lo que ocurrió en el sueño.

Czeslaw Milosz
Berkeley, 1965



No serán años. Apenas unas pocas semanas. El manzano ni siquiera se habrá estremecido con los primeros fríos otoñales..

Hasta pronto.

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sábado, octubre 01, 2005

Las flores del mal

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Chefchaouen, norte de Marruecos. Foto de Sutpen


“¿Por qué no me escribes algo bonito?”, dijo. Y la pregunta surgió de sus labios lineales y breves, brillantes y perfumados de cacao labial de melocotón, como un haz de luz, como el fogonazo de un disparo que iluminó aquella casa en la que el viento cálido del sur que azotaba la casa cada tarde había arrastrado a través de las ventanas abiertas muchas de las negras plumas de cuervo que cubrían los suelos de madera de las habitaciones, limpiado el olor a sulfuro, azufre y salitre del aire que tiempo atrás habría quemado los pulmones de cualquiera que lo hubiera respirado, y arrinconado aquella antigua oscuridad densa y tangible hasta dejarla reducida a una incierta y bella claridad gris como de mar recién amanecido en una nublada mañana de invierno.

Pero la luz no se detuvo ahí. Después de hacer brillar la miríada de estrellitas de polvo de la estrecha franja de distancia que los separaba, penetró a través del duro cuero de su piel, atravesando músculos, tendones, huesos e inefables tipos de aleación hasta llegar a los nervios y poco más tarde al cerebro hasta iluminarlo: el recuerdo. La misma luz que emanaba de la misma pregunta. La mismas letras, las mismas palabras en idéntico orden, parecida entonación y quizá la misma sonrisa. Para entonces, como ya habrán podido adivinar, la luz había llegado a la imaginación del Diablo de forma ineluctable.

Guardó silencio durante unos instantes mientras buscaba con la mirada en aquella niña morena y pálida de mejillas intensamente ruborizadas a otra mujer. La que habitaba como una sombra aquel recuerdo de su memoria. Al cabo, bajó los párpados lentamente y dibujó en sus labios una sonrisa que no era más que el trazo afilado de un puñal. Ya no era aquella sonrisa de maldad explícita con la que, en otro tiempo, se ganó el infierno, sino una torpe celada de ajedrecista sin ambición, una trampa primitiva que, con la atención debida, uno podía bordear sin peligro. Una sonrisa que ya sólo era una advertencia. Que casi conseguía despertar ternura.

“Claro, algo bonito…”, dijo casi en un susurro, apenas sin despegar los labios. Lo había hecho otras veces en el pasado: lo hizo mientras paseaba por encima del infierno contemplando las flores y lo hizo también después, más tarde, cuando paseaba ya por los abrasadores círculos concéntricos del Averno pisoteando las mismas flores.

Miró a través de las ventanas abiertas que daban al porche y vio los ramilletes de flores ardiendo en diminutas llamas púrpura bajo la luz espesa y cálida del atardecer, mecidas por una brisa suave que les otorgaba la apariencia de delicados y frágiles seres vivos con pulmones. Inspirando. Expirando. Las primeras líneas las escribió el diablo mentalmente mientras las observaba:

“Uno de sus sueños era sentir entre sus dedos el tacto de una buganvilla. No comprendía la niña todavía que hay flores que siempre crecen demasiado lejos del lugar que te ha tocado vivir. Porque el aire que necesitan es otro diferente al que tú respiras y la tierra otra distinta a la que tú pisas. Flores que contemplas dichoso cuando caminas sobre el infierno. Flores que te conducen al infierno. Flores a las que nunca es posible acercarse demasiado.”

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jueves, septiembre 22, 2005

El Síndrome de Stendhal

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Atardecer en Essaouira. Foto de Sutpen.


“En 1817 el joven novelista francés Stendhal, visitó la ciudad de Florencia. Nada le había preparado para la acumulación de tanta belleza. Entró en la monumental iglesia de la Santa Croce. De repente, se sintió aturdido: sufrió una ligera desorientación, palpitaciones y una intensa sensación de falta de aire. Y tuvo que salir. Hoy en día, estos síntomas se conocen como síndrome de Stendhal.”

Los síntomas antedichos pertenecen a los casos más leves. Los agudos completan el cuadro sintomatológico del síndrome de Stendhal con intensos e irresistibles deseos de llorar y sonrisas trémulas. Frágiles.

Estos últimos son los que padecen aquellas personas que en algún instante de sus vidas son capaces de sentir un amor intenso dirigido a la belleza de un atardecer, de una rosa, del mar, de una iglesia florentina. Es un amor incompleto, doloroso porque se proyecta sobre cosas incapaces de corresponder a ese amor. De entregarse a él. Son las lágrimas y la sonrisa de un amante despechado. Son las lágrimas y la sonrisa del desamor. De su perfecta, completa y lúcida consciencia.

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lunes, septiembre 19, 2005

Era una ciudad

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Se fue de casa justo antes de que el arsénico comenzara a correr por los vasos de agua y los platos de sopa. Hecho que sirvió para comprobar lo que en un principio nunca pude imaginar: que podíamos ser los mejores amigos pero jamás compartir el mismo piso. Algo que todavía me sigo negando a creer que ocurriera, pese a que aún guardo una factura de una tienda de animales por la compra de un áspid y tres viudas negras. Cuando se marchó también fue como si muriese. No por lo que pasó en aquellos meses de insoportable convivencia sino porque se alejó como se alejan esas personas a las que se piensa que ya no se va a volver a ver nunca más. Y durante mucho tiempo la traté como si estuviera muerta en un ridículo intento de defenderme de determinados sentimientos que me incomodaban y me causaban cierta indefinible desazón. Pasado el tiempo el vacío que dejó en su habitación había crecido tanto que intenté llenarlo con una mesa enorme que sólo te permitía moverte por el cuarto arrastrando la espalda por las paredes y a la que muchas noches acudía para leer, trabajar o escuchar música en otro absurdo intento de aliviar su ausencia. Porque la echaba de menos. Mucho. Y eso es algo que detesto admitir. Sutpen, ese jodido tipo duro con piel de inexpugnable aleación, corazón de piedra y sangre helada que no necesita nada ni a nadie. (¡Pu!) Quizá todo eso hubiera bastado con cualquier otra persona pero nunca fue suficiente con ella. Entre ella y yo había nacido un vínculo de amistad tan grande, hermoso y fuerte como una ciudad. Siempre le digo que nuestra amistad se parece a esa ciudad y que quizá por eso resistió a nuestra terrible convivencia.

La ciudad se llamaba Estambul y meses antes de que se mudara a vivir a la casa de la discordia la había arrastrado conmigo en un verano en el que sobrevivimos a terremotos, inundaciones y atentados, pero por encima de todo, sobrevivimos al “síndrome de Stendhal” sentados sobre alfombras de Anatolia mientras bebíamos té de manzana con las siluetas de Sultanahmed y Santa Sofía recortadas en sombra sobre aquellos sublimes atardeceres en la orilla asiática del Bósforo. A lo largo de mi vida he conocido a pocas personas con tanta sensibilidad para la belleza. Y tan absolutamente geniales y divertidas cuando caminan sobre la delgada línea de la sobriedad. Y que mis amigos irlandeses me perdonen por esto último.

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“Te llamo porque en julio voy a ir a veros. A ti también”, me dice al otro lado del teléfono arrastrando como siempre un poco las erres y soplando otro poco las uves. Separo el teléfono del oído y miro de nuevo el número en la pantalla. “¿V.?”, pregunto con un hilo de voz. “Ja”, contesta ella. “¿Sorprendido?”. “Mentiría si dijera que no”. “D. me ha ofrecido su casa para quedarme pero yo echo de menos mi habitación”, dice con ese dulce sarcasmo tan familiar. La imagino sonreír al otro lado de la línea. Imagino el brillo metálico de su aparato dental entre sus labios. Tardo unos segundos en responder. “Si prometes dar menos problemas que la mesa que ocupa tu lugar…”, “Sólo si tú prometes no meter una serpiente entre las sábanas”, dice riendo ya abiertamente. “¿De verdad me has sustituido por una mesa?”. “Después de ti necesitaba apostar por un compañero de piso algo más… seguro”. La oigo reír a carcajadas. “Te he echado de menos”, le digo con voz apenas audible, con esfuerzo. “Ya sabes que yo también, tonto”.

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“Has cambiado mucho, M. Casi te pareces al tipo que conocí al principio, yo diría que incluso has mejorado”, me dice clavando en mi esos extraños ojos verdes jaspeados de amarillo, como si buscara algo que no acaba de entender del todo. “Tú también has cambiado. Creo que ahora podríamos vivir juntos sin necesidad de acudir a los venenos.”, le digo sonriendo. “¿Sabes? Creo que todo aquello pasó en un momento en el que ambos atravesábamos una mala racha", dice. Asiento con la cabeza con la mirada fija en la taza de té que humea sobre la mesa. Tiene razón. Nos tocó vivir juntos en una mala época para ambos pero no fuimos capaces de descifrarlo en el momento oportuno. Dejar los cuchillos sobre la mesa, sentarnos y hablar sobre ello. Y nos hicimos daño. Sobre todo yo a ella. Porque ella posee esa fragilidad expuesta que ostentan las personas buenas y yo tengo un puñal en la lengua y soy una persona hiriente. Soy un hurón que se ciega con el olor a carne cruda y ramonea con dientes afilados en las heridas que sangran. O al menos lo fui. Porque ella tiene razón: he cambiado mucho y ahora paso dos veces los filetes por la sartén.

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“¿Por qué no vienes a Berlín en Septiembre aprovechando tus últimos días de vacaciones?, pregunta. “W. trabaja durante toda la semana fuera, y en el apartamento sólo están el chico iraní y la chica japonesa. Yo puedo dormir con ella y tú en nuestra cama. Me gustaría enseñarte Berlín.” “Y a mi me encantaría acompañarte, ya lo sabes”, contesto con una sonrisa amplia, sin sombras. “Seguirás cocinando para mi, supongo”, me dice sonriendo con la mirada. “Supongo que, a pesar de todo, tampoco han cambiado demasiadas cosas”, contesto y le devuelvo la sonrisa cómplice.

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“Esta noche viene W. a cenar. Quiero que lo conozcas. Te va a gustar”. Asiento con la cabeza mientras arranco una brizna de hierba del césped desde donde contemplamos sentados el impresionante DOM de Berlín. “¿De verdad no quieres acompañarme?”, le pregunto, taimado. “¿Ir a la isla de los museos contigo?” Estalla en carcajadas. “Creía que ya se habían acabado las venganzas entre nosotros, M.”, Sonrío. “¿Me dejarás naufragar solo en esa isla?, le pregunto fingidamente compungido. “En esa isla tú no eres un naúfrago, sino un puto turista feliz de vacaciones con un daiquiri en la mano”. No puedo reprimir una enorme carcajada. Cierto. Soy el tipo más insoportable del mundo en un museo. Lo admito. Puedo pasar horas delante de un solo cuadro. Más si cabe si el pintor se llama Caspar David Friedrich y el cuadro “Gothic Cathedral by water”. Aún sonrío cuando me recuerdo sentado en el centro de aquella sala de la Galería Nacional de Berlín rodeado, deslumbrado por la luz cegadora del genio del romanticismo alemán.

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Abro mi mochila y saco el ajado libro que le estoy regalando poquito a poco a S. y que llevo conmigo a dondequiera que voy porque es como llevarla también un poco a ella y, como si conjurase a un espíritu, como un brujo ante su libro mágico de hechizos y conjuros a punto de obrar la maravilla, leo en voz baja pero clara el poema frente al cuadro, con la solemnidad de quien tiene entre sus manos poderosos e inextricables arcanos… Y entonces ocurre lo esperado: El milagro.


EL VIAJERO SOBRE EL MAR DE NUBES

(El viajero sobre el mar de nubes, Caspar D. Friedrich)



Ha ascendido hasta la solitaria cima del mundo
escarpada cima en medio de las nubes

Ha ascendido hasta la misteriosa cima del fin del
mundo
donde el cielo se funde con el mar
(incestuosas nubes, incestuosas olas)
y no sabe dónde está.

Se yergue de espaldas -solitario mástil en la densidad
de la niebla-
y contempla la vasta inmensidad
como quien contempla a Dios
Inaudita y silenciosa visión revelación
un paso más allá de la cima
un paso más allá de la muerte
donde toda contemplación
es contemplación de la contemplación.

Cima sin regreso
altura sagrada
que al ascender encuentra
en la inabarcable inmensidad
el espejo de la propia pequeñez.


Cristina Peri Rossi

PD: Espero, canija, que no te importe demasiado compartir tu poema con nosotros…


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domingo, septiembre 04, 2005

Hasta pronto (II)

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“Si por ventura, aunque lo dudo, alguien preguntara por mi,
decidle que me he ido a recorrer la vasta llanura del mar
hinchando las velas con mis gemidos acongojados.”

Hasta pronto.

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Rosas amarillas

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Mucho tiempo después, mientras miraba la foto, seguía recordando aquel instante con la misma nitidez. Se despertó temprano cuando el amanecer se filtraba ya silencioso a través de las gruesas cortinas rojas de la ventana llenando la habitación de un fulgor sanguíneo. Como si habitaran el fondo de la bañera de un suicida. Se sentó desnudo en el borde de la cama, los antebrazos sobre las rodillas, la mano izquierda asiendo la muñeca derecha, la vista fija en el rectángulo de madera entre sus pies. La oía respirar plácidamente a su espalda. Giró la cabeza y la estuvo mirando. Dormía sobre un costado con la palma de su mano izquierda apoyada sobre el hueco que su cuerpo había dejado en el colchón de la cama al levantarse. Dos largos mechones de pelo oscuro caían sobre su rostro. Uno le tapaba parcialmente un ojo y el otro acariciaba sus labios entreabiertos. Él le retiró este último con cuidado de no despertarla acomodándolo en el arco de su cuello. La sábana blanca cubría su dorada desnudez hasta la amplia y pronunciada curva de su cintura. Mientras la miraba se sorprendió pensando en A., el hombre que ella amaba a miles de kilómetros de aquella habitación de motel. El hombre que ahora tendría que conformarse con los restos de su perfume sobre una almohada vacía. Y lo haría, quizá, imaginándola con los ojos cerrados y una sonrisa tierna en sus labios. El hombre al que, quizá, la mujer que dormía a su lado, besaba en estos momentos en los amplios corredores del sueño. Experimentó un profundo sentimiento de vacío y una leve sensación de ahogo que intentó aliviar aspirando fuertemente una bocanada de ese aire acre mezcla de sexo, sudor y alcohol exhalado. Una punzada aguda traspasó su vientre, lo que le obligó a incorporarse y dirigirse apresurado hacia el baño. Al abrir la puerta lo vio y fue como una revelación: las rosas amarillas bebiendo del agua de aquel recipiente de plástico que la noche anterior habían encontrado en un contenedor de basura, el papel higiénico sobre la mesa, el bolso y la falda de una mujer que era un acertijo, y que le recordarían un día, mucho tiempo después, mirando aquella fotografía, que durante una época de su vida vivió encerrado en un relato de Carver.

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miércoles, agosto 31, 2005

Tazas

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Fue Rebeca, mientras compartíamos una taza de leche con cacao la otra noche antes de irnos a dormir, quien despertó un lejano recuerdo. “¿Y cómo es tu taza, Sutpen?

“Es como yo”, dijo, mientras me mostraba aquella sonrisa de orgullo con la que solía acompañar los destellos de luz que convertía en palabras. Y porque había pocas cosas que le gustaran tanto como hacer regalos de cumpleaños. Pasaba meses buscando el regalo ideal y cuando lo encontraba llegaba a casa excitada, feliz, decidida por una vez a ocultar el secreto, a sufrir con firmeza y estoicismo cualquier tipo de tortura. Rara vez tardaba más de diez minutos en confesarme qué me iba a regalar. Era incapaz de contener su entusiasmo. “Incapaz de sobrevivir a su propia locura” como ella misma decía, parafraseando el título de un libro de Kenzaburo Oé, expresión con la que siempre conseguía hacerme reír. Y ella enloquecía con frecuencia cuando de regalos de cumpleaños se trataba. Y sí, lo cierto es que esa taza que ven en la foto se parecía mucho a ella.

“Así, cuando te levantes por la mañana y no esté a tu lado podrás prepararte un té caliente y seguir besando mis labios tibios”, me dijo. Meses antes, yo mismo le había dado la idea de mi regalo escribiendo un relato titulado “Las tazas no tienen bordes, tienen labios”, que ella adoraba y llevaba siempre doblado en un libro en su mochila. Por aquel entonces yo ya tenía la certeza de que las tazas eran seres vivos con labios pero ignoraba todavía que pudieran profetizar el futuro y mucho menos que pudieran convertirse en reflejos de cerámica de instantes de tu propia vida.

Lo supe el día en que, después de fregarla y cuando me disponía a colocarla para que se secase en el armario, resbaló de entre mis manos –se me escapó, se soltó, se desasió de mi mano- y sólo pude alcanzarla cuando ya golpeaba contra el suelo de la cocina desportillando sus labios. Intenté luego pegar los trocitos de aquel puzzle imperfecto que ya nunca ningún pegamento fue capaz de unir ni mantener pegado al resto de la taza durante demasiado tiempo, de forma que se fueron desprendiendo poco a poco, perdiéndose para siempre por varios fregaderos y dejando de nuevo a la vista la herida blanca.

Lo supe también aquel día en que encontré sobre mi cama, a la vuelta de uno de mis viajes, aquella otra preciosa taza con motivos japoneses encerrada en esa caja de cartón en la que alguien había escrito con letra diminuta en una de sus esquinas junto al dibujo de una sonrisa triste: “Aquí te estoy esperando desde el 1 de mayo”.

Ahora ambas "son los únicos labios cálidos y acogedores que encuentro en muchas de las frías mañanas de invierno al despertar". La herida en los labios de la primera ha dejado de sangrar y los labios de la segunda han dejado de escupirme reproches de porcelana.

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martes, agosto 23, 2005

Necesitará un nombre. Todas tienen uno.

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Tendré que acostumbrarme a que la gente formule deseos a mi paso cuando me vea correr. A sus sonrisas fascinadas y a los niños que estirarán los brazos, abrirán las manos e intentarán tocarme. A ser el bálsamo numérico de noctámbulos insomnes y soñadores irredentos. A que jóvenes poetas con el corazón intacto me comparen con ojos de mujeres que besos más tarde serán quizá pozos insondables. Acostumbrarme a la mirada voyeur de oscuras lentes anónimas ocultas en ventanas indiscretas y a que sextantes y astrolabios vuelvan a estremecerse entre las manos de viejos marineros anclados en tierra. A que me acusen de soberbio y, sin duda, lo peor de todo: a que la presidenta de mi comunidad de vecinos me obligue a interpretar el mismo papel en el belén viviente de cada Navidad.

Porque ayer me bebí una estrella y ahora brilla dentro de mi. La que ella me regaló. La que, desde hacía semanas, me esperaba viva, como un animal raro y antiguo respirando a través de los agujeritos que ella había hecho en el acogedor y bello firmamento de cartón coloreado que habitaba. Porque el milagro no es que una estrella quepa en un firmamento, sea del tipo que sea, sino proveerla de pulmones, hacerla respirar e incluso suspirar de impaciencia. Ése es el verdadero milagro.

Me la bebí sin sombra alguna de duda, como el niño obediente que casi nunca fui, sin preguntas, como una vez me prometí que haría con ella siempre. Tal y como me aconsejó que lo hiciera: sumergida en agua caliente, sonriendo en el porche blanco, sentado frente a la mesita de mármol y hierro bajo el nido de golondrinas, aturdido por el perfume de las glicinas, las buganvillas, los geranios y la menta de ese lugar casi real en el que es posible beber estrellas, tomar té bajo un baobab o simplemente desaparecer sin dejar rastro, mientras leía sus letras negras de trazos suaves y finos y miraba sus dibujitos casi desvanecidos, tímidos, sobre papel de acuarela que despertaron en mi un tacto desde hacía años olvidado. Y bebía a sorbos pequeños, tragando con sumo cuidado, procurando alojarla lejos de alguno de los agujeros negros que aún se resisten a desaparecer del todo.

Nos separan miles de kilómetros de distancia, pero como ocurre con la luz de las estrellas, nunca llegarás a notar que el beso que te envío es antiguo. Estará ahí para ti… brillando. Siempre.

Lo olvidé. Lo peor no será que la presidenta me obligue cada Navidad a representar el mismo papel. Lo realmente aterrador será… acostumbrarme a las nanas.

:/

Esa estrella también necesitará un nombre. Todas tienen uno. Quiero el nombre de mi estrella.

jueves, agosto 04, 2005

Hasta pronto...

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… siempre nos queda algo de consuelo en la expresión “Hasta pronto”, incluso si la dices en inglés. “Hasta pronto” es una expresión agridulce en cualquier idioma, que mezcla tristeza por la despedida y esperanza por el reencuentro. De todas formas no promete absolutamente nada. Una expresión que nunca es definitiva…

Hasta pronto… insalah…



"Gafsa-Natacha Atlas"

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martes, agosto 02, 2005

"Habia una vez...

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Sí, también es cierto. Hay palabras poderosas: Había una vez. Y palabras que son aún más poderosas, casi invencibles: Había una vez un niño…

… un niño con un violín entre las manos en una habitación vacía y en penumbra. Una tenue penumbra azul como de acuario. De pie, sobre el suelo que intuimos de madera porque huele y se queja y se lamenta y llora y se estremece a intervalos como la cubierta de un barco. Tiene la cabeza ligeramente inclinada y el pelo largo que cae sobre sus ojos ocultándolos, proyectando sobre su rostro un antifaz de sombra. A su alrededor, sobre ese suelo de viejo navío, hay un círculo blanco y desordenado de partituras del Concierto para violín de Stravinsky, algunas vueltas hacia arriba, otras hacia abajo, como si alguien desde lo alto las hubiera derramado sobre su cabeza.

Entonces el niño acomoda su barbilla sobre la madera oscura de su violín, alza el brazo derecho hasta dejar suspendido el arco a escasos milímetros de las cuerdas y tras unos pocos segundos de pétrea inmovilidad desliza con suavidad, con infinita ternura, el primer acorde. Un acorde que empieza desde el silencio. No después del silencio. No interrumpiéndolo. Sino desde el silencio. Surgiendo de él. Un acorde imposible.

“Este acorde es imposible, pero en cualquier caso déjeme ir a mi casa a probarlo”, dice Dushkin con la mirada fija en la partitura garabateada que sostiene entre las manos. Stravinsky lo observa, sinceramente divertido, a través del fulgor glauco de un sorbo de absenta desde la silla de enfrente. La sombra que cubría el rostro del niño se ha desplazado unos centímetros hacia arriba descubriendo lo que para ojos inexpertos sería una sonrisa. Una delgada y férrea línea entre sus labios que ciertamente podríamos llamar sonrisa aunque otros no lo harían. Otros lo llamarían ensimismamiento. Otra palabra poderosa. El ensimismamiento de un niño: Palabras que son, si cabe, más poderosas. Casi invencibles.

Ya nadie podría decir que la habitación está vacía. En una esquina, Igor Stravinsky y el violinista Samuel Dushkin discuten sobre la imposibilidad de un acorde alrededor de la mesa de un café en San Petersburgo, aunque en realidad es sólo Dushkin quien discute. Igor, siempre sonriente, se limita a beber absenta de su vaso. Ahora, junto al bullicio del Café y al agudo lamento del suelo de barco, hay también música, la que nace de la sonrisa ensimismada del niño y desciende por su cuello y alcanza y recorre sus brazos hasta llegar a sus manos y de ahí al alma del violín, porque los violines también tienen alma, alma que pesa y se ve y se toca y que hasta se podría morder si alguien, a pesar de todo, necesitara creer en ella. Ya no es la pieza del maestro ruso la que suena. Aquel acorde imposible fue sólo la puerta que el niño abrió y por la que ahora la habitación que estaba vacía se va llenando. Sólo los niños son capaces de abrir imposibles. Y muy pocos los afortunados que consiguen ver qué hay tras ellos…

A la habitación le han nacido dos enormes ventanas en paredes opuestas. A través de una de ellas entra la luz limpia, cálida y anaranjada de un atardecer. Luz tamizada de un amanecer se filtra, en cambio, a través de los sucios cuarterones de cristal de la otra. Si abrimos la primera y miramos a lo lejos podremos ver un bosque tupido, de un verde tan oscuro que impide discernir los árboles individualmente y le confiere la apariencia de un animal al acecho. Frente a la boca del bosque corren dos niños. La niña viste un vaporoso vestido blanco con lazos de raso y bordados de color rosa, tiene el pelo rubio que cae sobre sus hombros en dorados bucles y los ojos muy azules. Arrastra de la mano a un niño moreno más bajito con humildes ropas de campesino. Entran en la boca del bosque mientras una lengua negra de pájaros se eleva en un grito desde las copas de los árboles y se relame. La ventana sucia del amanecer ilumina pobremente la mesa de Igor y Samuel y nadie, tras ver lo que ofrecía la ventana del atardecer, se atrevería ahora a abrirla. Porque nadie, absolutamente nadie, está completamente a salvo del miedo. Ni siquiera del que provoca una ventana cerrada y sucia. Los miedos ocultos o apenas intuidos son a veces los peores miedos porque se dejan imaginar.

El niño sigue tocando su violín, ahora con más brío, su ensimismada sonrisa más acentuada, los ojos aún ocultos bajo el largo flequillo. Rasga las cuerdas con intensidad variando continuamente y a gran velocidad el ángulo del arco. Comienzan a desprenderse hebras de la cinta de crin de caballo. Una tras otra colgando resplandecientes y livianas de los extremos del arco como hilos rotos de una tela de araña bajo la música vibrante que surge de aquella sonrisa ensimismada que recorre la madera y las cuerdas y estremece el aire y llena la habitación y la inunda de…

… de relojes que muestran sin rubor sus intestinos de metal y llenan las paredes y marcan horas diferentes de días pasados, presentes y futuros en el murmullo de un tic-tac inmenso y atemporal, de princesas tuertas que nacieron de amores prohibidos entre piratas y Reinas rendidas al tedio de reinos demasiado hermosos y de reyes demasiado perfectos, de bailarinas que bailan bajo la nieve de sus invernales bolas de cristal amando secretamente al marinero que toca su acordeón recostado sobre el mástil de su barco mirando la noche y el mar cristalinos de la botella de ron que habita con proa hacia un lejano tapón de corcho, de bulevares empedrados de cajas de música en los que conviven parejas que bailan el tango y moscovitas que cantan y bailan la historia de Katiusha, el águila y el soldado y hawaianas que tocan el ukelele moviendo las caderas, de desvanes y baúles de madera cerrados y de grandes libros polvorientos abiertos sobre el suelo en el mismo lugar en el que un día los abrió y estuvo leyendo un niño y al siguiente los olvidó un adulto, de fotografías en blanco y negro que muestran muertos aferrados con impostada dignidad a una vida de papel satinado incapaces de ser sólo muertos, de fantasías coloreadas con fuerza por crayones multicolor y dedos frágiles, de muñecas y ositos de trapo desgastados, pulidos y suaves por el caudal de cariño y el torrente de sueños de un niño…

Como ese niño que respira ahora agitadamente con la mirada fija en sus pies descalzos, con el arco deshilachado en una mano y el violín en la otra, el mismo niño que hizo que ella dijera, como si hubiera nacido sólo para pronunciar estas palabras: “Los cuentos ocurren en cualquier lugar”, que él sonriera ajeno a la trascendencia del momento y yo la mirara como si la viera por primera vez, con nueva luz; el niño del violín al que todos hubiéramos seguido como fascinados ratones bajo el embrujo de su música, junto a cuyos pies de gigante nos hubiéramos sentado a escuchar la miel que derrama su violín con nuestras orejas demasiado grandes y nuestro cuerpo demasiado diminuto para, al cabo, pensar en chocolate, unos labios, un cumpleaños, un verano o en el propio Yann Tiersen y elevarnos sobre las gradas, sobrevolando el teatro romano, el mar y la noche rumbo a Nunca Jamás…

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domingo, julio 10, 2005

La Pasión de Mike

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"Para ser el más grande sólo le faltaría que las fotografías de sus combates fueran en blanco y negro". (M. S., un 27 de Junio de 1987)

"I'm just like you. I enjoy the forbidden fruits in life, too. I think it's un-American not to go out with a woman, not to be with a beautiful woman, not to get my
d--k sucked"
. (Mike Tyson)

"I was gonna rip his heart out. I'm the best ever. I'm the most brutal and vicious and most ruthless champion there's ever been. There's no one can stop me. Lennox is the conqueror? no, I'm Alexander, he's no Alexander!. I'm the best ever, there's never been anybody as ruthless. I'm Sonny Liston, I'm Jack Dempsey, there's no one like me. I'm from Nasau. There's no one that can match me. My style is impetuous, my defense is impregnable and I'm just ferocious. I want your heart, I wanna eat his children. Praise be to Allah!" (Mike Tyson)






“Soy el boxeador más grande que ha creado Dios”, llegó a decir de sí mismo. Y muchos le creímos. Yo todavía lo sigo creyendo. Nadie de los que lo vieron abatir hombres como mosquitos los sábados por la tarde en televisión, nadie de los que lo vieron convertirse en el campeón de los pesados más joven de la historia tras destruir sin sudor a Trevor Berbick en apenas dos rounds, pensó por un instante que aquella frase hubiera sido pronunciada por un fanfarrón. Ni siquiera mi padre. Porque para entonces ya nadie pensaba que aquel negro de mirada iracunda, piel lisa y brillante como la de un tiburón y músculos de acero fuera un hombre normal. Ya era el “Terror del Garden”, “Iron Mike”, “El Asesino de Brooklyn”, “El hombre más malo del planeta”, “Dr. K.O.”. Y la gente abarrotaba los estadios para ver a ese terrible personaje de Marvel que no era necesario leer en papel coloreado en el metro porque habitaba un ring y era como ir al zoo a ver una criatura extraordinaria y feroz devorando hombres en las fluorescentes noches de las Vegas. Tal era así que cuando días antes a su pelea con Lennox Lewis amenazó con comerse a los niños del británico, muchos nos preguntamos en qué recóndito lugar los escondería el londinense para lograr mantenerlos a salvo de los afilados dientes de Tyson.

Fue precisamente tras su derrota frente a Lewis en la Pirámide de Memphis cuando mi padre me dijo que el ocaso de un boxeador comienza cuando se convierte en imperfecto de indicativo: Era, tenía, pegaba. Muchos de los que años antes le habían idolatrado ya habían empezado a hacerlo. Yo me negué con fuerza. Con la absurda obstinación del que cree que para la derrota de un supervillano es necesaria la existencia de un superhéroe que no conseguía encontrar en ningún cuadrilátero. Lewis era un gigante perezoso y abúlico capaz de vencer a Tyson y al día siguiente perder contra el Pato Donald y Holyfield un gordo saco de patatas desorejado que compraba sus calzones en tiendas pre-mamá.

Hasta la aparición de Mike Tyson mi padre y yo compartíamos admiración por Joe Frazier, aquel indómito guerrero de los cuadriláteros que alcanzó la gloria pugilística perdiendo combates a vida o muerte contra Muhammad Alí. Ni siquiera yo pude resistirme a la forma en que mi padre contaba el combate entre los dos gigantes en Manila demonizando a Alí como el charlatán fanfarrón que días antes de la pelea había insultado a Frazier llamándolo “gorila” y “demasiado feo para ser campeón de los pesados”, y canonizando a Smokin’ Joe como el tipo que resistió catorce rounds con el rostro ensangrentado y que motivó que su entrenador Eddie Futch arrojara la toalla porque era incapaz de ver los puños que lo golpeaban repetidamente en el rostro. “Joe voy a detenerla”, dicen que dijo Futch. “Pero jefe, le quiero ganar”, dicen que respondió Joe con el rostro fracturado. “Siéntate, hijo. Nadie olvidará jamás lo que hiciste hoy aquí”, dicen que le dijo su entrenador. Futch tenía razón: Nadie pudo olvidar aquel legendario combate de Manila en el que Alí, tras la pelea, afirmó que “había sido lo más cercano a morir que había estado nunca”. Frazier representaba todo aquello que mi padre admiraba en un boxeador: coraje, pundonor, nobleza, capacidad de sufrimiento y resistencia al dolor. De Alí dijo siempre que había sido el boxeador que mejor y más eficazmente había proyectado su propio miedo. Íntimamente, la noche en que Foreman y Alí pelearon en el Zaire en el denominado “Combate del siglo”, ambos deseamos que “Big George” le partiera la cara a ese jodido bravucón matasiete… sin demasiado éxito. Y en casa “se lloró y hubo indignaciones brutales seguidas de una humillada melancolía”.

Hasta que un 22 de noviembre de 1986 un chico de apenas veinte años con fuego en la mirada y hierro en los puños se subió a un ring y destruyó en dos rounds a todo un campeón del mundo de los pesados, Trevor Berbick, con la facilidad con la que se aplasta a la famosa cucaracha de la canción. Entonces ya ni siquiera los épicos relatos de mi padre, ni el heroico magnetismo de los grandes perdedores que tanto admiraba –Firpo, Jack LaMotta, Joe Louis, Joe Frazier- lograron que me resistiera a la fascinación que despertaba en mi aquel tipo inexpugnable que derribaba contrincantes de un solo golpe, de un soplido, en el primer asalto y les veía el miedo en las pupilas acercándose con sus habilidades primitivas y pulverizaba a leyendas como Larry Holmes y hacía agujeros con sus puños en la pared de su vestuario momentos antes de salir al ring y demoler a Michael Spinks en 91 segundos ante el asombro de 22.000 personas que contemplaron aquella furia desatada de la naturaleza, que contemplaron la “Ira de Dios”, como llegó a decir Bert Sugar, afamado periodista de boxeo. Su ira. De ella se alimentó siempre Tyson, esa fue su verdadera fuerza. Aquella ira inmensa que fue creciendo en ese niño debilucho que se dejaba empujar y robar por los compañeros que le llamaban “mariquita” y salía corriendo al triste apartamento de Brownsville donde vivía para llorar desconsolado con los pómulos húmedos y los párpados hinchados y subía a la azotea y le daba de comer a sus únicas amigas, las palomas. La ira inmensa que explotó el día que uno de aquellos chicos quiso matar a su paloma favorita para acabar siendo vapuleado, pateado por el pequeño Mike, la que le hizo jefe de una banda de jóvenes delincuentes a base de poner ojos morados y romper dientes, la que Cus D’Amato rescató del reformatorio y adiestró luego para convertirlo en el mejor boxeador del planeta. “Primero transformé la chispa en una llama. Ésta se tornó fuego, y el fuego en un incendio incontrolable”, dijo D’Amato, el verdadero “padre” de Tyson.

La llama de Mike Tyson se apagó definitivamente el pasado 11 de Junio frente al irlandés Kevin McBride. La ira que alimentó al supervillano neoyorkino durante años parecía haberse desvanecido de su espíritu. Nadie le vio herido por los golpes del irlandés pero estaba exhausto. Tardó una eternidad en levantarse de la lona para dirigirse tranquilamente a su rincón. Todos pudimos ver que no deseaba estar allí. "Esto es todo, estoy terminado. No está en mi corazón, ya no estoy interesado en pelear. Ya no tengo el deseo. Ya no tengo el estómago para hacerlo. Ni siquiera mato insectos en mi casa. Ya no mato a nada. Solía matar pajaritos, les arrancaba la cabeza. Ya no tengo el corazón para matar animales. Mi vida cambió en general. Eso probablemente haya cambiado mi manera de pelear", dijo en la rueda de prensa posterior al combate. La única motivación que había encontrado para subirse esa noche al ring había sido su deuda de 40 millones de dólares. "Quiero pagar mis deudas, pero sólo haré lo que pueda en la vida. Si tengo dinero, les pagaré. Si no tengo dinero, no les puedo pagar. Si me encierran, al menos tendré un lugar donde quedarme. Estoy acostumbrado a estar encerrado", añadió con una serenidad escalofriante.

“Soy el boxeador más grande que ha creado Dios”, llegó a decir de sí mismo. Y yo lo sigo creyendo. Cuando el pasado 11 de junio lo vi crucificado en las cuerdas de ese ring de Washington ya no me quedó duda alguna. Es de sobra conocida la afición de Dios por crucificar a algunas de sus creaciones más perfectas. Por fin, sobre un cuadrilátero había encontrado al superhéroe que habría de derrotar para siempre al supervillano Mike Tyson. No se llamaba Kevin McBride. Se llamaba Mike Tyson.

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lunes, junio 27, 2005

Carta Naútica.

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Mediodía en Erg Chebbi

“El arte de la navegación, como el de la conversación (que diría el vendedor del libro del mundo de Carver) es un arte moribundo”, pensó mientras lo veía alejarse en su radiante Sea Ray 630 hendiendo la superficie quieta y azul de la bahía. Sonrió con brevedad moviendo negativamente la cabeza, desenrolló la carta naútica y la clavó en el dintel de la puerta con cuatro golpes secos de martillo:

http://amantesdeloobvio.blogspot.com
http://clubdefansdePerogrullo.blogspot.com
http://logicabasicaparatorpes.blogspot.com
http://mefaltandosmesesdeincubadora.blogspot.com

“Te marchas una semana y cuando vuelves te encuentras con que Benji te ha lamido los cristales de todas las ventanas”, murmuró mientras le cerraba la puerta a un hermoso amanecer a las tres de la madrugada…

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lunes, mayo 30, 2005

Naufragio

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Amanecer en Mar del plata, Argentina.


Como en todos los naufragios, él despertó hoy al amanecer, a orillas del mar, semidesnudo y tiritando de frío bajo un trozo húmedo de tela, mientras contemplaba absorto el nacimiento de un sol pálido tras un horizonte azul. Un azul sin matices, sólo azul. Como el azul que utilizamos en nuestros sueños.

Como en todos los naufragios, muy cerca de él había un objeto de cristal –una botella, el búcaro veneciano del camarote del Capitán, un vaso herido de carmín- lamido por las primeras lenguas de sol. Un hermoso objeto de cristal con paredes y bordes brillantes de saliva solar.

Como en todos los naufragios, él estaba sentado, abrazado a sus rodillas, con la mirada perdida en el vuelo inmóvil de las gaviotas, y conservaba la paz, la serenidad, la placidez, el bienestar que otorgan las horas posteriores al vómito de agua salada. Y conservaba la palpitación de un hígado pequeño en la palma de su mano y en la mente la melodía, quizá, del último baile en el barco, justo antes de que buscara una bocanada de aire y encontrara una bocanada de agua de mar. Una canción de “La habitación roja” llamada "Scandinavia" de la que sólo conseguía recordar una estrofa: “Y me dicen que no, que tampoco es hoy el día en que tu voz pronunciará las palabras que me despertarán de este invierno fatal. Arde el cielo, grita el lienzo entre rojos violentos…”

Como en todos los naufragios, él sabía que lo peor llegaría con la canícula, cuando el sol coronara el cielo y el calor, la sed y el hambre se hicieran insoportables. Pero sobre todo, cuando los primeros restos del naufragio fueran llegando arrastrados por las olas hasta la playa: quizá un vestido negro de noche, tal vez unas pocas rosas amarillas aún fragantes y tersas, una vieja fotografía, una botella de champagne sin descorchar, algún cuerpo semidesnudo con una tierna e inocente sonrisa de ahogado en los labios… Y como en todos los naufragios, hizo todo lo que podía hacer, lo que hacía siempre en momentos como aquel: pensó en algo que había memorizado mucho tiempo atrás… cuando lo peor siempre llegaba con la canícula…


En los azules atardeceres del verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, a pisar la hierba menuda;
soñador, sentiré la frescura bajo mis pies
y dejaré que el viento me bañe la cabeza desnuda.

No hablaré, no pensaré en nada:
pero el amor infinito ascenderá en mi alma.
Y viajaré lejos, muy lejos, como un bohemio,
a través de los campos, feliz,
Como si estuviera con una mujer.

Arthur Rimbaud (Sensación). Traducción de C. G.

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viernes, mayo 27, 2005

never ever

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Y tengo una libreta que releo de cuando en cuando. Se llama “Never Ever”. Y nadie la ha bautizado. Al menos nadie que yo conozca. Esta vez no. Se llama así simplemente porque es lo que hay escrito con sencillas letras plateadas, en minúscula, sobre su cubierta: “never ever”. Nunca jamás. Así que supuse que ese era su nombre. La vi en el escaparate de una pequeña librería de barrio en Murcia hace ya casi tres años y la compré. Nunca jamás la habría comprado si ese no fuera su nombre, si no me gustara tanto detenerme frente a los escaparates de las librerías. Tampoco si no la hubiera necesitado. No soy de los que compran cosas que no necesitan aunque a veces lo parezca. Pero, ¿quién carajo sabe lo que necesito y lo que no? ¿Eh? ¿Quién? ¿Quién se atreve a juzgar mis necesidades?

Es una libreta de muelle y con las pastas de latón rojo. Pastas de metal que le confieren una sobria apariencia de inexpugnabilidad. De libreta blindada anti-tentaciones, anti-remordimientos de alto calibre. La parte interior de la cubierta es niquelada como un espejo y cuando la abro puedo mirarme directamente a los ojos y comprobar si hay miedo o culpa o ira o rencor antes de que tache o escriba en ella. Lo llamo el espejo de la verdad y nunca, nunca, nunca escribo algo en esa libreta sin mirarme antes a los ojos en ese espejo. Está escrito: “Nunca jamás escribas algo en esta libreta antes de mirarte en su espejo”. Lamentablemente no fue mi primer “nunca jamás” y las primeras páginas están tachonadas por equivocaciones. Algunas de ellas funestas. No siempre es fácil manejar una libreta como esa. Se hacen necesarios algunos filtros que te liberen de todo aquello que pueda influenciar tu percepción, tu reflexión y en último lugar, tu decisión hasta dejarla reducida a un trocito pulido, frío e inerme de pensamiento. El duro metal y el espejo son los primeros. Pero no es suficiente. Hay tentaciones, remordimientos, miedos, cóleras tan afiladas que ninguna aleación sería capaz de afrontarlas con garantías de éxito. Y mi voracidad es de una astucia tal que podría engañar con facilidad al espejo de la madrastra de Blancanieves por menos de unas miserables migajas. No, tampoco puedo fiarme de mi rostro cuando estoy realmente hambriento. Es un jodido impostor. “Nunca jamás hay que fiarse de un hambriento”. Sí, también está escrito. Por esta razón, el último filtro, el definitivo, es el tiempo. Nunca jamás escribo en esa libreta sin dejar pasar antes unos cuantos días. Justo cuando el hambre ha desaparecido.

No ha sido fácil dominar y aceptar sus reglas. Es exigente, inflexible y en muchas ocasiones cruel. Noventa y ocho “Nunca Jamás” en tres años. Trece de ellos incumplidos y veinticinco tachados. La mayoría de los restantes intactos, esperando agazapados en sus cuadrículas de tinta a escupirme en el momento adecuado mi cobardía, mi falta de orgullo, mi estupidez y mi traición. Mi traición… Y cómo escupen esa palabra: Traición. Con rabia y desprecio. No puedo permitirme traicionar nada más. No puedo. Ni siquiera una jodida libreta. “NUNCA JAMÁS TRAICIONARÁS” Y es el único en mayúsculas. Necesitaba algo que me lo recordara permanentemente. Un “Nunca jamás” escrito, implacable como una sentencia. Un “Nunca jamás” que me sonriera también de cuando en cuando con orgullo desde su “u” diminuta.


(“Nunca jamás prometas nada que no puedas cumplir")

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domingo, mayo 15, 2005

Volver...

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Cristina Peri Rossi

“Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar…” Así pensaba yo también, como Girondo en estos versos, cuando llegué ayer por la mañana a casa, abrí la puerta, abandoné mi mochila sobre el suelo y me derrumbé en el sofá con la vista naufragada en la ventana del salón tras doce horas de avión y cinco de tren. Vuelvo lleno. Lleno de rostros, voces, miradas, lugares, ambientes, sonidos, tactos, perfumes y olores, músicas, canciones y libros. Muchos libros. Tantos que tuve que comprarles una mochila para no convertirme en Diógenes. Las modernas cajas de cartón abrigan y tapan mucho menos que los confortables toneles de madera de antaño. Siempre hay libros esperándote al otro lado de un océano. Porque hay libros que no viajan, a los que no se les deja, que no lo necesitan o… simplemente son ya demasiado viejos para viajar. Vuelvo lleno también de nostalgia. A un país que amas, más tarde o más temprano, siempre has de poder volver –“siempre se vuelve a Buenos Aires”, dice un tango- pero hay otros lugares a los que con el paso de tiempo es imposible regresar. “No va más”, que dice otro tango. Lo acepto con la ligereza de escrúpulos que me acompaña de un tiempo a esta parte. Sin culpa ni resentimiento porque bailo muy mal el tango. Con nostalgia, porque sé escucharlos.

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lunes, abril 18, 2005

Nuevos Aires.

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Este será probablemente nuestro último viaje juntos. Porque si hay algo seguro es que el amor también se acaba. Es un principio de certeza. A veces parece que ocurriera repentinamente, de forma inesperada, como si un día te levantaras y ya hubieras dejado de amar. Como si en un acceso de tos, esa mañana, hubieras escupido el tumor amoroso. “¿Cómo es posible? Se os veía tan unidos”, “Me resulta difícil de creer, parecíais tan enamorados” Pero en realidad nunca sucede de esa forma. El camino hasta ese amanecer es largo y con frecuencia tortuoso. En ocasiones el camino es recorrido por ambos a un tiempo y en ese caso todo resulta mucho menos doloroso, menos traumático. Pero en otras, sólo uno camina, mientras el otro se queda sonriendo, con un saludo inocente y tierno en la palma de la mano, bajo el umbral de la puerta esperando que vuelvas pronto de comprar el periódico. Y sí, al principio piensas en volver con el diario bajo el brazo, pero cuando estás a punto de llegar, decides pasear un poco más y buscas el siguiente quiosco y de repente la ves a ella, de tela –imaginas su tacto recio, fuerte pero flexible en la yema de tus dedos-, gris –siempre te gustó tanto el gris- impermeable, con las hebillas plateadas –brillando, lúbricas, bajo el sol primaveral- bolsillos amplios y ese aire bohemio y aventurero de marino que hubiera doblado trece veces Cabo de Hornos; y entonces entiendes por fin que el cariño ya no es suficiente para volver con el diario bajo el brazo.

Recuerdo perfectamente el momento en que te compré hace ya muchos años en aquel mercadillo de Agea Napa en Chipre. Días de atardeceres lentos, grandes e interminables, sal en los labios y tortugas de alabastro en el cuello. “Es perfecta para ti”, me dijo ella. Y yo pensé que tenía razón. Ella casi siempre tenía razón en todo lo que me concernía. Entonces hice que aquel hombrecillo moreno de dientes afilados como un caribe te bajara del gancho donde estabas colgada. Suave, flexible, brillante, con hebillas doradas, fuertes correas y muchos bolsillos. Eras preciosa. Aquel hombre, en una demostración atávica, te manoseó, te dobló y te enrolló como un papiro hasta que pudo tocar su pulgar con su dedo corazón. “Pura piel de cabra chipriota”, dijo como durante siglos dijeron también sus antepasados, mientras yo me preguntaba si las pirañas sonreirían también de ese modo. Ella te llamó Vita (de suavita) en esa costumbre suya de poner nombre a todo lo que entraba a formar parte de su mundo. Yo le decía que sus ancestros debieron vivir alguna vez en el Macondo en que las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Ella creaba también su mundo de la misma manera. Dándoles nombre. A mi me gustaba, y a veces me parecía que la casa estaba llena de gente. Y eso, en los últimos tiempos, fue un alivio, porque no parecíamos tan solos. De hecho aún conservo esa costumbre: Tengo una planta de té que se llama Teresa, un buda arrepentido, una guitarra que se llama Irene y hasta una pluma estilográfica a la que llamo educadamente Sra. Parker por su elegancia, distinción e impecable buen hacer.

No es momento de reproches. Odio los reproches. Tampoco sería justo. Yo te he dado y tú me has dado. De mi hombro has conocido lugares que nunca hubieras podido imaginar colgada en aquel puesto de Chipre. ¿Cuántos lugares, verdad? Juntos hemos dado la vuelta al mundo. A ti te gustaba sobre todo Venecia. A mi últimamente, como a Corto, Venecia me daba cierta especie de pereza y tú, como Ear Mouth, plácidamente recostada sobre la mesa de un café con vistas a Santa Maria de Nazareth, parecías decirme que Venecia era para eso. Te he confiado mis objetos más valiosos y frágiles: libros, dinero, regalos, música y tú los has guardado celosamente y con ternura. También objetos íntimos que has ocultado en bolsillos secretos de tu anatomía hasta que mi mano u otra, con la complicidad de la primera, te los reclamaba. Te he cuidado y protegido siempre como si fueras una parte más de mi cuerpo. Incluso más. Aún hoy, quizá algo descolorida, con unas cuantas arrugas más y algunas cicatrices, te conservo casi como el primer día. Tú me has correspondido ofreciendo siempre tu piel frente a la lluvia, el viento helado, la nieve, el sol abrasador. Nos unen recuerdos imborrables. Jamás podremos olvidarnos. Cada uno formará parte de la vida del otro para siempre. Y lo mejor, Vita, es que nos recordaremos con infinito cariño. Y algún día nos reencontraremos en el fondo de un armario y una nostalgia profunda y cálida llenará mi pecho y te acariciaré con la punta de los dedos preguntándote “te acuerdas de…”, “y aquel día que…”

Nos debemos este último viaje juntos a la ciudad con el nombre más bonito del mundo. Te llevaré a los boliches de San Telmo a que una voz hermosa te cante tangos, y quizá a una velada de boxeo donde nos dijo el Negro, y a la Bombonera, donde está el templo del único Dios verdadero, el único que el hombre ha conseguido ver y tocar y disfrutar y creer y llorar. Un Dios que sí es verdad que se parece a todos nosotros y se parece tanto y es tan humano que a veces hasta nos da pena. Y te pasearé por la plaza de Mayo y la Calle Corrientes, y en el Café Tortoni, sentados ambos quizá en la mesa en la que una vez estuvo Borges o Alfonsina Storni, te rociaré con unas gotitas de mate para brindar por nosotros, por nuestro pasado, mientras canto bajito para que sólo tú puedas escucharme aquello de… “Fantasmas del pasado,/ perfumes de ayer,/ que evocaré doliente/ planteando mi sien./ Bandadas de recuerdos/ de un tiempo querido,/ lejano y florido/ que no olvidaré.” Y el cielo habrá recobrado un poco más de azul. Y el aire será mejor, más puro. Buenos Aires, por fin.

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domingo, abril 03, 2005

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Nota de prensa. “Diario de B-612”

“En la mañana de ayer el Presidente de la empresa Images & Words Co., en multitudinaria rueda de prensa, hizo público el despido de 303 palabras de una plantilla de 304, argumentando una reducción de personal que los sindicatos entienden como inadmisible. El presidente y portavoz de Images & Words subrayó especialmente que se pagarán todas y cada una de las indemnizaciones a las palabras afectadas. Los comités sindicales anuncian acciones de protesta por lo que entienden un claro atentado a sus derechos laborales. Se preveé una ardua pugna en los tribunales y fuera de ellos.”

sábado, marzo 05, 2005

Medicina natural

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A las ocho y media de la mañana me he despertado aferrado a las sábanas, encogido, tiritando y sacudido por fuertes escalofríos. Siempre he sido muy vulnerable a la fiebre. Desde muy pequeño. Me he levantado, he preparado una taza de té blanco con unas gotas de propóleo y equinácea y he puesto una aspirina en un vaso de agua. He sonreído al sorprenderme comprobando la fecha de caducidad de la caja a esas horas de la mañana de un sábado, sin demasiadas horas de sueño y enfebrecido. A veces me doy miedo. Jodido miedo.

El salón dormía silencioso en una penumbra azulada como de acuario. He subido las persianas y una luz ámbar ha teñido el aire, envolviéndome de forma cálida, acogedora. Una luz que abrigaba. Mientras la pastilla se disolvía en el agua del vaso me he tumbado en el sofá con la mirada fija en la ventana, con los párpados entornados bajo esa manta de luz ambarina y reconfortante. Al otro lado de la calle, en el balcón de enfrente ha aparecido un niño. De unos seis o siete años. Moreno, con el pelo ensortijado, descalzo y aferrado con ambas manos a los altos barrotes de hierro. Me miraba con sus grandes ojos muy abiertos, examinándome. Luego, poco a poco, lentamente, ha sonreído. He visto crecer su sonrisa desde la seriedad atónita, pasando por un divertido escepticismo hasta llegar a una dentadura escasa de dientes. Sin mudar la seriedad de mi rostro le he sacado la lengua y el niño ha abierto de nuevo sus ojos con sorpresa y ha ampliado la sonrisa. Luego, con timidez, aún no repuesto del todo de mi burla, me ha sacado también su lengüita apretándola con fuerza entre sus labios. He vuelto a sacarle la lengua pero esta vez cerrando con fuerza los ojos y sacudiendo frenéticamente la cabeza de izquierda a derecha. Tras la ventana he oído cómo estallaba en carcajadas agudas, estridentes. De repente, ha soltado las manos de los barrotes y ha entrado en casa para, al cabo, volver tirando del brazo de una niña pequeña, en pijama, que se frotaba los ojos con la mano libre. El niño me señalaba con el dedo metiendo el brazo entre los barrotes y la niña me miraba con somnoliento asombro, como si buscara al animal raro e inclasificable que le había prometido su hermano. Luego él me ha vuelto a sacar la lengua repetidas veces, ya sin timidez, sonriendo a su hermana cada vez, e invitándola a hacer lo mismo. He separado las orejas con mis manos, he bizqueado y he inflado de aire mis mofletes. Aferrados ahora ambos a los barrotes del balcón como diminutos reos reían con limpieza y sin mesura. Una cortina de aire frío ha caído de pronto sobre la calle sacudiendo los toldos, la ropa tendida y todas las plantas de los balcones y los cristales se han empañado de escarcha, y los dos niños han ido desapareciendo tras el cristal. La luz ha decaído y el ámbar luminoso de resina del salón se ha convertido en gélido ámbar gris. He cruzado las manos sobre mi frente y he notado que la fiebre había desaparecido y mis labios dibujaban una sonrisa beatífica y tranquila, como de niño agotado por el juego. El fregadero de la cocina ha eructado varias veces mientras se bebía mi aspirina intacta. Y he vuelto a la cama, mientras repetía con sereno desdén: “No voy a tomar esas malditas pastillas. No quiero pastillas en mi casa. No las quiero”.

martes, marzo 01, 2005

Elixir



Origanum majorana


Esta tarde, a las tres en punto, me regaló un ramito de mejorana. “Prepárate una infusión esta noche cuando llegues a casa. Te sentará bien”, me dice sonriendo con la mirada, porque es de las personas que no necesitan labios para sonreír. Luego, cuando se marchaba, me ha hecho otro regalo: “Espero que te quedes mucho tiempo por aquí, aunque sea perjudicial para ti”. Y sus ojos negros seguían mostrando la misma sonrisa radiante y limpia. No he contestado porque la quiero lo suficiente como para no mentirle. Simplemente he sonreído. Con los labios, porque la sonrisa es más fácil de fingir.

Ya de noche, he recorrido a grandes zancadas la avenida principal camino de casa, mirando las ventanas iluminadas de los altos edificios que jalonan a un lado y otro la vía interminable. En muchas de ellas, tras los cristales, había rostros esperando ver la lluvia fina, aguda, convertirse en nieve. Los números luminosos de los relojes digitales de la calle marcaban impasibles una temperatura de menos un grado. He sonreído bajo el paraguas, cálidamente reconfortado por el peso leve de la hierba aromática que había guardado en una bolsa de plástico blanca en mi mochila, junto a mis libros y mis papeles, ahora fragantes. Y no sentía frío. Bajo la cortina de lluvia amarilla que vomitaban las farolas no sentía frío alguno.

Al llegar a casa he puesto a hervir agua en el cazo azul. He vertido en él un puñado de flores secas y grises y he esperado durante unos minutos a que el aire cambiase de textura – ahora fresco, perfumado, renovado- y el agua de color –ahora llena de matices dorados y ocres como el agua de un atardecer-. He puesto en el reproductor Árboles de ceniza, que últimamente escucho con voracidad insana y he acompañado cada sorbo del mágico elixir de unas cuantas páginas del delicioso Kawabata. Y no sentía frío alguno.

“La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a Eguchi con frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión –con objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En la alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una reproducción, de una aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada sugería que la habitación albergara secretos insólitos.”

El frío llegó después cuando alguien llamó, yo abrí la puerta, alguien entró y Bergman exhaló su aliento gélido sobre un rectángulo de mis paredes blancas. Y yo permanecía inmóvil, aterido, congelado bajo el hechizo de hielo de Victor Sjöström e Ingrid Thulin conduciendo un viejo coche en esa maravilla en blanco-nieve y negro-agujero llamada “Fresas salvajes”.

Ahora escribo de nuevo al abrigo de mis Árboles de ceniza y una taza de mejorana caliente a la derecha de mi ordenador. Celebrando que esta noche cuento con el elixir preciso para combatir los sueños helados del doctor Isak Borg, que en otro tiempo congelaron la sangre de mis venas. Ahora, en el asiento del copiloto, Ingrid Thulin me mira con infinita ternura… y me susurra que espera que me quede mucho tiempo por aquí… aunque eso… me perjudique…

domingo, febrero 06, 2005

Liturgia





Hacía mucho tiempo que no le encendía una vela a mi “Buda Arrepentido”, como yo lo llamo. Esta noche volví a hacerlo. Porque siempre es preferible que alguien de madera esconda la cabeza entre sus manos y se arrepienta por ti. Y llore si es necesario. Y pida perdón entre sollozos. Y se humille. Hubo ocasiones en las que llegó a estar rodeado de velitas, tal era el número de veces en que necesitaba arrepentirme o la magnitud de la vileza. Esta noche bastará con una vela pequeña, porque no es culpa mía que haya ciudades demasiado pequeñas para rencores tan grandes. Porque no es culpa mía tampoco que las alcantarillas de esta ciudad sean demasiado estrechas para drenar un torrente de amor podrido. “Por eso, esta noche, mi sufrido Buda Arrepentido, bastará con una velita y la indefectible consciencia de nuestra no bondad, arrepentidos de nuestras culpas… pero con moderación.”

EL PASADO


Mira lúcido, no cedas el dominio a las sombras de la memoria.
Visita, después de los años, el pueblo Brie-Comte Robert,
Sigue por la arboleda entre las hojas secas de los castaños
Respirando profundamente, como solías hacerlo
Para ahuyentar el temblor que desbordaba en ti.
Pero no te ha sido escatimada la desesperación. Abandonar. Aceptar
Que desde entonces no habría para ti opción y que llevarías lo irrevocable.
Y lo has llevado. Y llegaste a ser éste que eres:
No demasiado honesto, pero consciente de tu no-bondad.
Avergonzado de tus culpas, pero sólo con moderación.

Czeslaw Milosz

miércoles, enero 26, 2005

Nieva.




Nieva. Justo ahí, tras el cristal de mi ventana. Al alcance de mi mano. Caen del cielo copos grandes y blancos como pétalos de cerezo.

Closer...




Hace apenas unos minutos que llegué a casa del cine en el que esta noche he visto “Closer”. Dos eran las certezas que abrazaba mientras caminaba de vuelta, aterido bajo este frío que pareciera desplomarse del cielo oscuro, inhóspito, glacial:

Una: Soy un tipo desmedido, exagerado, casi excesivo en muchas parcelas de la vida.

Dos: En el fondo, aún estando muy cerca, infinitamente cerca… muchos de nosotros nunca dejamos realmente de ser unos extraños.

Lo peor de todo es sentirse reconfortado por ambos pensamientos. Estúpidamente reconfortado. Tristemente reconfortado. Patéticamente reconfortado.

jueves, enero 13, 2005

Tierra en los zapatos




Heaney es de esa clase de tipos que me caen bien desde el primer poema. Uno de esos hombres que se forjan a sí mismos con tesón, fé, disciplina, paciencia, trabajo e indudable talento, sin olvidar jamás de dónde vienen, construyendo precisamente su mundo poético a partir de sus raíces. Leer a Seamus Heaney es verlo cavar junto a su padre en los apenas cinco acres de turba de su granja de County Derry y salir de ellos con los zapatos llenos de tierra y las palmas de las manos llagadas. En el poema que más adelante les ofrezco, dice: “Between my finger and my thumb/ The squat pen rests; snug as a gun./ Under my window, a clean rasping sound/ When the spade sinks into gravelly ground:/ My father, digging. I look down […] I’ll dig with it” (Entre el pulgar y el índice/ la rechoncha pluma descansa, ajustada como un arma/ Bajo mi ventana, el limpio y áspero sonido/ Cuando la pala se hunde en el suelo arenisco:/ Mi padre está cavando/ Yo lo miro desde arriba […] Yo cavaré con ella”). La imagen del poeta irlandés cavando con su estilográfica rechoncha, con los zapatos hundidos en la tierra oscura me sirve también para describir su poesía, siempre realista hasta la crudeza, directa, sin alardes, sencilla, eficaz y sólida. Sincera por encima de cualquier otro calificativo. Siempre con sus zapatos descoloridos hundidos en la turba en la que trabajaron sus antepasados, mostrando ese humilde y sosegado orgullo del que no necesita proclamarlo ni defenderlo porque sólo aquéllos que se enorgullecen de algo que se siente como vergonzoso se ven obligados a alzar la voz y los puños. A Heaney me une también mi abuelo. De forma inevitable y por motivos que se hallan enterrados (otra vez la tierra de sus zapatos) en muchos de sus poemas y que quizá en otra ocasión desentierre. A Heaney me llevó Yeats, otro premio Nobel irlandés al que nunca he tragado demasiado y que me vi obligado a leer por insistente recomendación de otros autores que sí admiro. El Acreedor me libre de poner en duda la calidad literaria de los poemas del místico dublinés, muchos de ellos verdaderamente sublimes, pero siempre me acompañó la idea de que lo sobrenatural, lo oscurantista y lo místico siempre perteneció a tipos que no tenían que levantarse cada día pensando en cómo comerían ese día o cómo alimentarían a su familia. No les culpo por ello. Siempre hubo quien se llenó los zapatos de tierra y quien lo hizo de nubecitas de algodón rosado. Y uno no puede evitar inclinarse de un lado o de otro a tenor de lo vivido. Además, qué carajo… el tipo del cuidado flequillito siempre se me antojó un pelmazo insoportable a juzgar por las innumerables veces que la Gonne (la Srta. Maud Gonne) lo rechazó. Al final, claro, ésta acabó casándose con un veterano de guerra. Como método disuasorio, supongo. Lo que no evitó que el obstinado Don Juan lo intentara también con la hija de ambos, a la que vio como prolongación rejuvenecida de su amada. La joven, como no podía ser de otra manera, lo invitó con delicados ademanes a imitar el firme pulso de Onán.

Heaney pertenece a esa raza de tipos a los que te llevarías a beber pintas de cerveza en Temple Bar para ir luego juntos a mearla en el Liffey después de ajustarle el nudo de la corbata a ese tipo estirado que le tocaba con mucha dignidad el culo a tu chica en el pub. Sí, exacto, al mismo tipo pálido con el flequillo bien peinado y pringoso algodón de azúcar pegado en las suelas de sus zapatos.

Y que las jodidas musas del Parnaso me perdonen.

DIGGING

Between my finger and my thumb
The squat pen rests; snug as a gun.

Under my window, a clean rasping sound
When the spade sinks into gravelly ground:
My father, digging. I look down

Till his straining rump among the flowerbeds
Bends low, comes up twenty years away
Stooping in rhythm through potato drills
Where he was digging.

The coarse boot nestled on the lug, the shaft
Against the inside knee was levered firmly.
He rooted out tall tops, buried the bright edge deep
To scatter new potatoes that we picked,
Loving their cool hardness in our hands.

By God, the old man could handle a spade.
Just like his old man.

My grandfather cut more turf in a day
Than any other man on Toner's bog.
Once I carried him milk in a bottle
Corked sloppily with paper. He straightened up
To drink it, then fell to right away
Nicking and slicing neatly, heaving sods
Over his shoulder, going down and down
For the good turf. Digging.

The cold smell of potato mould, the squelch and slap
Of soggy peat, the curt cuts of an edge
Through living roots awaken in my head.
But I've no spade to follow men like them.

Between my finger and my thumb
The squat pen rests.
I'll dig with it.



CAVANDO

Entre el pulgar y el índice
la regordeta pluma se acomoda; confortable cual arma.

Y bajo mi ventana, el limpio y áspero sonido
cuando la pala se hunde en el suelo arenisco:
Mi padre está cavando. Lo miro desde arriba.

Hasta que su costado que se esfuerza por entre los macizos de flores
se dobla, y se levanta veinte años atrás
agachándose al ritmo de surcos de patatas
donde estaba cavando.

La tosca bota se acunaba en la pala, el mango,
rozando con la pierna, se levantaba con firmeza.
Él arrancaba los brotes altos, y enterraba muy hondo aquel
brillante filo
Para desparramar patatas nuevas que nosotros asíamos
encantados con su fresca dureza en nuestras manos.

¡Dios mío, y cómo manejaba el viejo aquella pala!
Exactamente igual que lo había hecho su padre.

Mi abuelo cortaba más turba en un día
que ningún otro en la turbera de Toner.
Una vez le llevé leche en una botella
con un descuidado tapón de papel. Se enderezó
para beberla; luego se inclinó de nuevo a la tarea

cortando y rebanando con esmero, arrojando terrones
por encima del hombro, ahondando más y más
en busca de la turba buena. Cavando.

El olor frío del mantillo, el chapoteo y el golpe
de la turba empapada, los secos cortes del filo
atravesando las raíces vivas despiertan en mi cabeza.
Yo no tengo una pala con qué seguir a hombres como ellos.

Entre el pulgar y el índice
la regordeta pluma se acomoda.
Yo cavaré con ella.



Y además tiene un gusto exquisito para la poesía...


(Myriam Moscona) —Volvamos a Wordsworth: “Cuando los años avancen quizá no vea casi nada y querría dar, mientras todavía pueda, en la medida en que pueden dar las palabras, una sustancia y una vida a lo que siento...”. Quisiera comentar con usted el verso en el que Wordsworth dice: “En la medida en que pueden dar las palabras...”. ¿Cuál es el límite? ¿Cada poema da fe de otro límite?

(Seamus Heaney) —Cada poema nos lleva hacia el lenguaje, sea lo que esto fuere, y no creo que sea un límite. Pienso que el lenguaje nos adentra en la llamada vida real la primera vez que llega. Creo que no lo poseemos sino hasta el momento en que encontramos la manera de decirnos qué nos ha sucedido. Hay una hermosa expresión de un poeta a quien admiro mucho, Czeslaw Milosz: “Lo que se articula a sí mismo se fortalece; lo que no se articula tiende hacia el no ser”. En otro poema dice: “Siento que fui llamado para esto, para glorificar las cosas simplemente porque son”. Creo que a veces ciertos poemas, al nombrar simplemente lo que es, lo glorifican, lo perpetúan, lo fortalecen, lo comparten: lo hacen lenguaje. La poesía no sólo es cuestión de articulación o de expresarse con precisión científica. Es una tarea que intenta dar un sentido de totalidad, pero ante todo la poesía es forma y ésta fortalece al que la recibe.

(Fragmento de la entrevista concedida por Heaney al Diario mexicano “La Crónica de hoy”)

domingo, enero 09, 2005

Noches sin cerezos.



Esta mañana me levanté inusualmente tarde, sin un solo jirón de sueño en los ojos, tras una noche demasiado larga. Porque es algo comprobado que no hay término medio con las noches. O son demasiado cortas o largas en exceso. En la calle se olía ya a comida del mediodía. Me regalé una ducha larga y me afeité también en la ducha mirándome la cara en el níquel del grifo. Preparé una tetera pequeña de té a la menta con una piedra enorme de azúcar y hierbabuena de una de las macetas que tengo en el balcón. Cuatro vasos exactos que bebí mientras continuaba sin entusiasmo la lectura abandonada de un libro de Wolfe y escuchaba los espíritus de la naturaleza de Yanni. Por un instante me imaginé en un hanami, tumbado en la ladera de una colina verde en plena floración de los cerezos. Estaba completamente solo. Apenas algunas fugaces sombras de pájaros revoloteando entre las ramas, el murmullo cristalino de un riachuelo y mi sonrisa. Pensaba en salmones rosados y piedras pulidas y negras. Y las largas horas de la noche comenzaron a extinguirse bajo la luz del sol que coronaba ya los más altos edificios de la ciudad.

“La nieve que ayer
caía como pétalos de cerezo
es agua de nuevo.”

Gozan