domingo, enero 09, 2005

Noches sin cerezos.



Esta mañana me levanté inusualmente tarde, sin un solo jirón de sueño en los ojos, tras una noche demasiado larga. Porque es algo comprobado que no hay término medio con las noches. O son demasiado cortas o largas en exceso. En la calle se olía ya a comida del mediodía. Me regalé una ducha larga y me afeité también en la ducha mirándome la cara en el níquel del grifo. Preparé una tetera pequeña de té a la menta con una piedra enorme de azúcar y hierbabuena de una de las macetas que tengo en el balcón. Cuatro vasos exactos que bebí mientras continuaba sin entusiasmo la lectura abandonada de un libro de Wolfe y escuchaba los espíritus de la naturaleza de Yanni. Por un instante me imaginé en un hanami, tumbado en la ladera de una colina verde en plena floración de los cerezos. Estaba completamente solo. Apenas algunas fugaces sombras de pájaros revoloteando entre las ramas, el murmullo cristalino de un riachuelo y mi sonrisa. Pensaba en salmones rosados y piedras pulidas y negras. Y las largas horas de la noche comenzaron a extinguirse bajo la luz del sol que coronaba ya los más altos edificios de la ciudad.

“La nieve que ayer
caía como pétalos de cerezo
es agua de nuevo.”

Gozan


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