martes, marzo 01, 2005

Elixir



Origanum majorana


Esta tarde, a las tres en punto, me regaló un ramito de mejorana. “Prepárate una infusión esta noche cuando llegues a casa. Te sentará bien”, me dice sonriendo con la mirada, porque es de las personas que no necesitan labios para sonreír. Luego, cuando se marchaba, me ha hecho otro regalo: “Espero que te quedes mucho tiempo por aquí, aunque sea perjudicial para ti”. Y sus ojos negros seguían mostrando la misma sonrisa radiante y limpia. No he contestado porque la quiero lo suficiente como para no mentirle. Simplemente he sonreído. Con los labios, porque la sonrisa es más fácil de fingir.

Ya de noche, he recorrido a grandes zancadas la avenida principal camino de casa, mirando las ventanas iluminadas de los altos edificios que jalonan a un lado y otro la vía interminable. En muchas de ellas, tras los cristales, había rostros esperando ver la lluvia fina, aguda, convertirse en nieve. Los números luminosos de los relojes digitales de la calle marcaban impasibles una temperatura de menos un grado. He sonreído bajo el paraguas, cálidamente reconfortado por el peso leve de la hierba aromática que había guardado en una bolsa de plástico blanca en mi mochila, junto a mis libros y mis papeles, ahora fragantes. Y no sentía frío. Bajo la cortina de lluvia amarilla que vomitaban las farolas no sentía frío alguno.

Al llegar a casa he puesto a hervir agua en el cazo azul. He vertido en él un puñado de flores secas y grises y he esperado durante unos minutos a que el aire cambiase de textura – ahora fresco, perfumado, renovado- y el agua de color –ahora llena de matices dorados y ocres como el agua de un atardecer-. He puesto en el reproductor Árboles de ceniza, que últimamente escucho con voracidad insana y he acompañado cada sorbo del mágico elixir de unas cuantas páginas del delicioso Kawabata. Y no sentía frío alguno.

“La mujer, baja y de unos cuarenta y cinco años, tenía una voz juvenil, y daba la impresión de haber cultivado especialmente una actitud seria y formal. Los labios delgados apenas se abrían cuando hablaba. No miraba a Eguchi con frecuencia. Algo en sus ojos oscuros minaba las defensas de éste, y parecía muy segura de sí misma. Preparó el té con una tetera de hierro sobre el brasero de bronce. Las hojas de té y la calidad de la infusión eran asombrosamente buenas para el lugar y la ocasión –con objeto de tranquilizar al viejo Eguchi. En la alcoba pendía un cuadro de Kawai Gyokudö, probablemente una reproducción, de una aldea de montaña al calor de las hojas otoñales. Nada sugería que la habitación albergara secretos insólitos.”

El frío llegó después cuando alguien llamó, yo abrí la puerta, alguien entró y Bergman exhaló su aliento gélido sobre un rectángulo de mis paredes blancas. Y yo permanecía inmóvil, aterido, congelado bajo el hechizo de hielo de Victor Sjöström e Ingrid Thulin conduciendo un viejo coche en esa maravilla en blanco-nieve y negro-agujero llamada “Fresas salvajes”.

Ahora escribo de nuevo al abrigo de mis Árboles de ceniza y una taza de mejorana caliente a la derecha de mi ordenador. Celebrando que esta noche cuento con el elixir preciso para combatir los sueños helados del doctor Isak Borg, que en otro tiempo congelaron la sangre de mis venas. Ahora, en el asiento del copiloto, Ingrid Thulin me mira con infinita ternura… y me susurra que espera que me quede mucho tiempo por aquí… aunque eso… me perjudique…

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