jueves, enero 12, 2006

"Diálogos"

De un tiempo a esta parte, la Navidad provoca en mi un profundo abatimiento y necesito, como Peter Pan, pensar casi constantemente en cosas alegres que me hagan remontar el vuelo. Una de esas cosas que desde siempre me hicieron sentir bien son los juegos. Adoro jugar.

Les hablaré de un juego. Es un juego un poco absurdo y bastante simple pero así son casi todos los buenos juegos. De hecho, si se acuerdan, de niños, siempre acabábamos abandonando el flamante scalextric o la hermosa muñeca de porcelana que nos regalaban los Reyes por aquella bolita de aluminio que encontrábamos en mitad de la calle, resto de algún bocadillo, y que convertíamos a nuestro antojo en el diamante de la Castafiore, en el planeta B-612 del Principito o en el ojo de plata del pirata Morgan. Y como tal, hubiéramos pasado por la quilla a cualquiera que hubiera osado acercarse un metro a nuestra bolita de papel de aluminio, diamante, planeta, ojo de plata. También ocurre que sólo nos damos cuenta de lo divertidos que pueden llegar a ser esta clase de juegos un poco absurdos cuando vemos a otra persona jugar a ellos. Así me ocurrió a mi. Aunque, en realidad, yo ya había jugado antes a este juego en muchas ocasiones sin saberlo. Hasta que alguien me dijo que eso que yo hacía era un juego. Y entonces ladeé la cabeza, porque siempre ladeo la cabeza un poco cuando algo me interesa o me sorprende más de lo habitual. “¿Y tiene nombre?”, pregunté. Porque también tengo la maldita manía de creer que no existen los juegos sin nombre y que al fin y al cabo los juegos existen porque se les nombra. Los nombres son muy importantes en los juegos. Casi más que el propio juego en sí. O al menos yo tengo esa convicción. “Claro que tiene nombre”, dijo. Pero en realidad no lo tenía, porque vi claramente cómo titubeó unos segundos antes de contestar. Es cierto que intentó disimularlo lo mejor que pudo pero no olviden que yo la miraba con los ojos muy abiertos y con la cabeza ladeada y en esa posición soy un agujero negro. Nada, absolutamente nada, se me escapa. Así que se lo inventó en un instante. “Diálogos”, dijo. “Se llama Diálogos”. Sí, ya sé, no era un nombre extraordinario pero los juegos tampoco necesitan nombres extraordinarios. Fíjense, por ejemplo, en “canicas”, “trompo” o “tulallevas”. Ya les dije que lo único que un juego necesita para existir es un nombre, por estúpido que el juego sea. Inmediatamente se convierten en juegos. Y éste ya lo tenía: Se llamaba Diálogos. “Diálogos, ¿eh?”, repetí yo. Porque, también, con mucha frecuencia, repito las cosas, no para retenerlas en la memoria sino para ver cómo suenan en mi voz o para saborearles las letras. Mis repeticiones tienen mucho más que ver con la música y la gastronomía que con la memoria. Prueben ustedes también. Repitan, repitan: “Di-á-lo-gos”. Eso es. Diálogos.

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