jueves, agosto 24, 2006

La grieta.

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Foto de Sutpen


El muro que separa realidad y ficción tiene grietas.

Una tarde –hace ya muchos años y tristezas- escribí que construiría un barco. Lo construiría en madera con mis propias manos y cuando lo hubiera acabado cosería las velas con la tela de la ropa blanca y perfumada de lavanda que noches antes hubiera robado de los tendedores sin vigilancia de la ciudad. Y en un amanecer cualquiera zarparía de una playa de arena blanca arrastrado por olas de color turquesa y vientos cálidos y suaves del Sur dejando una estela delgada, fugaz y brillante sobre el agua y un aroma fragante a flores en la brisa. Alguien que me observara desde la orilla pensaría que nunca antes había visto nada tan hermoso alejarse en el mar. Perdido en el tiempo y con algo de suerte perdido también en la memoria. Porque uno no desaparece de verdad hasta que no desaparece también en los demás. Al cabo de los años dejaría de ser un hombre. El sol, la lluvia, el mar, el viento, la soledad y el silencio moldearían un ser de necesidades primitivas y esenciales. Y cuando el capitán de aquel mercante turco hallara mi cadáver de anciano desecado por el sol, el viento y el salitre del agua de cinco océanos, el único resto de humanidad que encontraría en aquel barco a la deriva sería un estante en el pequeño camarote con unos cuantos libros amontonados y en desorden. Ni una bitácora. Ni una palabra. Ni una sola letra escrita de mi puño y letra. “Aquí no vivió un hombre. Vivió un árbol o una nube pero no un hombre”, diría.

En el muro que separa realidad de ficción he encontrado una grieta. No es muy grande, pero lo suficiente para que haya conseguido introducir un dedo.

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