martes, abril 06, 2010

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Los guardo íntegros y reenviados en una cuenta de correo que nadie, salvo yo, conoce, bajo una contraseña diferente letra a letra, número a número de cualquiera de las habituales. Los originales, escritos desde mis servidores de correo de uso cotidiano, fueron convenientemente arrojados al rogo de un código fuente en blanco. Incluso ya he designado a quien ha de hacerlo. Tenía que ser alguien frío, incapaz de leer, incapaz de sentir emociones. Y lo más importante: que me sobreviviera. Será él quien envíe cada uno de ellos una vez que yo haya muerto. Entonces, de alguna extraña forma, comenzaré a vivir muchas de esas vidas que en un momento dado decidí no vivir. Ellos constituyen mi ridículo pasaporte a la eternidad.


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