lunes, abril 19, 2004

Té quiero. Té.



"Es extraño cómo una taza de té puede representar al mismo tiempo las comodidades de la soledad y los placeres de la compañía"



J., V., D., y yo fuimos ayer por la tarde a la tetería. Pedimos dos teteras de pakistaní. Con las tazas mediadas y cuando todos miran la lluvia tras los cristales en silencio digo: “Estoy haciendo un blog”. V. es la primera en reaccionar. “¿Un blog?”, dice. Asiento con la cabeza con media sonrisa en los labios. Diez minutos más tarde he acabado mi taza de té y mi exposición teórica sobre el fascinante mundo del blog. Acompaño mis últimas palabras apurando la taza de un sorbo. Pasan diez segundos, quince quizá, en los que únicamente oigo la lluvia golpeando los cristales y a una chica de pelo negro en la mesa de al lado hablando de un cáncer de piel. “Pues el cáncer de piel es…”, es lo único que recuerdo haber oído. O algo parecido. “Deberías dejarte de tantas tonterías y terminar de una vez ese libro de relatos, me parece una pérdida de tiempo, la verdad”, dice D. J. tiene la mirada perdida en el fondo de su taza mientras la hace girar lentamente, una y otra vez, sobre el plato decorado con arabescos azules. V. sólo me mira. Sin expresión. Únicamente me mira. Vuelvo a sonreír y observo a D. Ha dejado de mirarme, tiene los párpados entornados y parece centrar su atención sobre unos nombres tallados sobre la mesa. ANA Y TOÑI, creo. O quizá es TONI. Sus dedos dibujan el contorno de las letras distraídamente. Conozco bien esa expresión. Quiere decir: “Allá tú y tus estupideces, a mi me da igual, tú ya sabes lo que pienso”. “El jueves mandé al carajo a L. y a S.”, digo. “¿Los del periódico?”, pregunta J. “Ahá”, contesto. “¿Por qué?”, pregunta D., abandonando por un instante su estudio grafológico. “Volvieron a sugerirme el tema de la columna. Como si en el mundo no hubiera otra cosa que elecciones y guerras en Irak. Como si todo lo demás desapareciera, como si dejara de existir.” “¿Qué les dijiste?”, pregunta V, sonriendo, expectante. Sonrío antes de contestar. “Que no iba a escribir sobre la guerra de Irak, sino de cómo exprimir correctamente una naranja”. Desde varias mesas cercanas nos miran reír a carcajadas. Ha dejado de llover y la camarera pasa junto a mi con un batido de fresa que deja una fragancia deliciosa en el ambiente. Tiene unos tobillos preciosos. Finos, estrechos, con una cadenita de plata adornando uno de ellos. “No vas a cambiar en tu puta vida”, me dice J. sonriendo. Es justo ahora, cuando nos encontramos realmente cómodos, cuando me gustaría explicarles que en ocasiones necesito escribir esos pensamientos de un solo uso, no reutilizables, que uno mastica mientras camina hacia el trabajo, o mientras come o va en el coche. Pero no lo hago. Porque ni siquiera yo soy capaz de entenderlo y no confío en que ellos lo entiendan tampoco. Simplemente me gusta hacerlo. “Oye”, dice V. “¿Cómo se exprime una naranja?”.