viernes, mayo 27, 2005

never ever

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Y tengo una libreta que releo de cuando en cuando. Se llama “Never Ever”. Y nadie la ha bautizado. Al menos nadie que yo conozca. Esta vez no. Se llama así simplemente porque es lo que hay escrito con sencillas letras plateadas, en minúscula, sobre su cubierta: “never ever”. Nunca jamás. Así que supuse que ese era su nombre. La vi en el escaparate de una pequeña librería de barrio en Murcia hace ya casi tres años y la compré. Nunca jamás la habría comprado si ese no fuera su nombre, si no me gustara tanto detenerme frente a los escaparates de las librerías. Tampoco si no la hubiera necesitado. No soy de los que compran cosas que no necesitan aunque a veces lo parezca. Pero, ¿quién carajo sabe lo que necesito y lo que no? ¿Eh? ¿Quién? ¿Quién se atreve a juzgar mis necesidades?

Es una libreta de muelle y con las pastas de latón rojo. Pastas de metal que le confieren una sobria apariencia de inexpugnabilidad. De libreta blindada anti-tentaciones, anti-remordimientos de alto calibre. La parte interior de la cubierta es niquelada como un espejo y cuando la abro puedo mirarme directamente a los ojos y comprobar si hay miedo o culpa o ira o rencor antes de que tache o escriba en ella. Lo llamo el espejo de la verdad y nunca, nunca, nunca escribo algo en esa libreta sin mirarme antes a los ojos en ese espejo. Está escrito: “Nunca jamás escribas algo en esta libreta antes de mirarte en su espejo”. Lamentablemente no fue mi primer “nunca jamás” y las primeras páginas están tachonadas por equivocaciones. Algunas de ellas funestas. No siempre es fácil manejar una libreta como esa. Se hacen necesarios algunos filtros que te liberen de todo aquello que pueda influenciar tu percepción, tu reflexión y en último lugar, tu decisión hasta dejarla reducida a un trocito pulido, frío e inerme de pensamiento. El duro metal y el espejo son los primeros. Pero no es suficiente. Hay tentaciones, remordimientos, miedos, cóleras tan afiladas que ninguna aleación sería capaz de afrontarlas con garantías de éxito. Y mi voracidad es de una astucia tal que podría engañar con facilidad al espejo de la madrastra de Blancanieves por menos de unas miserables migajas. No, tampoco puedo fiarme de mi rostro cuando estoy realmente hambriento. Es un jodido impostor. “Nunca jamás hay que fiarse de un hambriento”. Sí, también está escrito. Por esta razón, el último filtro, el definitivo, es el tiempo. Nunca jamás escribo en esa libreta sin dejar pasar antes unos cuantos días. Justo cuando el hambre ha desaparecido.

No ha sido fácil dominar y aceptar sus reglas. Es exigente, inflexible y en muchas ocasiones cruel. Noventa y ocho “Nunca Jamás” en tres años. Trece de ellos incumplidos y veinticinco tachados. La mayoría de los restantes intactos, esperando agazapados en sus cuadrículas de tinta a escupirme en el momento adecuado mi cobardía, mi falta de orgullo, mi estupidez y mi traición. Mi traición… Y cómo escupen esa palabra: Traición. Con rabia y desprecio. No puedo permitirme traicionar nada más. No puedo. Ni siquiera una jodida libreta. “NUNCA JAMÁS TRAICIONARÁS” Y es el único en mayúsculas. Necesitaba algo que me lo recordara permanentemente. Un “Nunca jamás” escrito, implacable como una sentencia. Un “Nunca jamás” que me sonriera también de cuando en cuando con orgullo desde su “u” diminuta.


(“Nunca jamás prometas nada que no puedas cumplir")

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