martes, agosto 23, 2005

Necesitará un nombre. Todas tienen uno.

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Tendré que acostumbrarme a que la gente formule deseos a mi paso cuando me vea correr. A sus sonrisas fascinadas y a los niños que estirarán los brazos, abrirán las manos e intentarán tocarme. A ser el bálsamo numérico de noctámbulos insomnes y soñadores irredentos. A que jóvenes poetas con el corazón intacto me comparen con ojos de mujeres que besos más tarde serán quizá pozos insondables. Acostumbrarme a la mirada voyeur de oscuras lentes anónimas ocultas en ventanas indiscretas y a que sextantes y astrolabios vuelvan a estremecerse entre las manos de viejos marineros anclados en tierra. A que me acusen de soberbio y, sin duda, lo peor de todo: a que la presidenta de mi comunidad de vecinos me obligue a interpretar el mismo papel en el belén viviente de cada Navidad.

Porque ayer me bebí una estrella y ahora brilla dentro de mi. La que ella me regaló. La que, desde hacía semanas, me esperaba viva, como un animal raro y antiguo respirando a través de los agujeritos que ella había hecho en el acogedor y bello firmamento de cartón coloreado que habitaba. Porque el milagro no es que una estrella quepa en un firmamento, sea del tipo que sea, sino proveerla de pulmones, hacerla respirar e incluso suspirar de impaciencia. Ése es el verdadero milagro.

Me la bebí sin sombra alguna de duda, como el niño obediente que casi nunca fui, sin preguntas, como una vez me prometí que haría con ella siempre. Tal y como me aconsejó que lo hiciera: sumergida en agua caliente, sonriendo en el porche blanco, sentado frente a la mesita de mármol y hierro bajo el nido de golondrinas, aturdido por el perfume de las glicinas, las buganvillas, los geranios y la menta de ese lugar casi real en el que es posible beber estrellas, tomar té bajo un baobab o simplemente desaparecer sin dejar rastro, mientras leía sus letras negras de trazos suaves y finos y miraba sus dibujitos casi desvanecidos, tímidos, sobre papel de acuarela que despertaron en mi un tacto desde hacía años olvidado. Y bebía a sorbos pequeños, tragando con sumo cuidado, procurando alojarla lejos de alguno de los agujeros negros que aún se resisten a desaparecer del todo.

Nos separan miles de kilómetros de distancia, pero como ocurre con la luz de las estrellas, nunca llegarás a notar que el beso que te envío es antiguo. Estará ahí para ti… brillando. Siempre.

Lo olvidé. Lo peor no será que la presidenta me obligue cada Navidad a representar el mismo papel. Lo realmente aterrador será… acostumbrarme a las nanas.

:/

Esa estrella también necesitará un nombre. Todas tienen uno. Quiero el nombre de mi estrella.

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