miércoles, agosto 26, 2009

Fiebre

En cuatro días que he pasado encerrado en esta casa de paredes blancas y desnudas, asolado por la fiebre y tragando cristales blancos de pus he visto y hecho cosas que vosotros no creeríais… atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Pero hay más. La fiebre, desde muy pequeño, me enfrenta a mis obsesiones, a mis deseos, a mis miedos, a mis frustraciones, a mi rabia; los rescata del infierno acallado por los sentidos y los hace aparecer hirviendo, vivos como lenguas de fuego ante ese débil despojo humano en el que me convierte y al que maneja como a un replicante defectuoso. He paseado por casa desnudo y ardiendo a las 4 de la madrugada y me he abrazado al suelo lamiéndolo, intentando inhalar su fría y suave superficie. Ya os advertí que no me creeríais. En cuatro días he pasado un año en el ártico y conservo escrito medio diario de viaje. La otra mitad la quemé junto a una pastilla de aceite aromático de frambuesa. Me gusta ver las volutas de palabras gélidas ascendiendo lentas, perfumadas, inalcanzables y para siempre hacia las constelaciones cercanas. Bellatrix y ardiendo en rojo Betelgeuse de Orión, el cazador. Titilante y obscena con un clítoris recién excitado Vega en Lira. He cavado con mis propias manos fosos dentro de mis armarios y desenterrado cartas como cadáveres. Mis manos y mi nariz y mi boca todas impregnadas de putrescina, de cadaverina. Como una hiena. Porque después de leerlas al menos diez veces y acariciarlas y salpicarlas de ginebra azul he tratado de comerme una de ellas pero al morder el papel amarillento me han dado arcadas y no he podido seguir. He pensado en masturbarme en varias ocasiones. Pero la fiebre es una amante demasiado exigente. He colgado el teléfono a –probablemente- la mujer más triste del planeta a esa hora de la tarde en su hemisferio Norte. Hipertermia, mamá, hipertermia. Se trasmite de un terminal a otro a través de ondas electromagnéticas y es capaz de joderle el día a cualquiera a cientos de kilómetros de distancia. He leído un libro de Ilya Prigogine titulado “El Nacimiento del Tiempo”. El último que me quedaba en casa. Después de hacerlo me he prometido a mi mismo que jamás volvería a leer en este estado un libro que hablara de procesos irreversibles. He escrito mucho. Decenas de hojas. Cosas horribles. Cosas que nadie entendería porque he escrito con fuego y sólo el pirómano es capaz de entender sus incendios. La inmensa paz que en ocasiones me provocan. Después de quemar partes de mi vida sólo queda un espacio diáfano y negro. Todo arde, desaparece. Vuelve al comienzo. Al momento anterior a la vida. Y ya no queda nada por lo que preocuparse o lo que cuidar. Nada que pueda hacerme daño. Sólo un vacío oscuro que consuela. Y yo. Esa es la mecánica del incendio. Pero la vida no arde con facilidad. Y se regenera aún más rápido. El calor también atrae a los fantasmas. La fiebre y el verano. He recibido la visita de algunos durante estos cuatro días. Unos se deslizaron de libros que no había abierto en años. Otros resaltaron su nombre en negrita en su correspondiente carpeta-nicho de mi gestor de correo electrónico. Una, dos visitas. Los primeros se me aparecieron con forma de sirena de mascarón de proa. Sonreían y me susurraban que durante un breve espacio de tiempo fui el hombre de sus sueños. Eran voces que trajo la brisa desde lugares del pasado. Fue agradable volver a verlos. Los segundos también me sonrieron como pocas veces los vi cuando estaban vivos. Y me besaron. Con la dulzura que casi nunca mostraron cuando seguían vivos. Estos últimos me dejaron algo inquieto. No resulta fácil aceptar que has visto a un caimán amamantando a una camada de gatitos. He tratado de dormir. He puesto en modo aleatorio en el reproductor un disco de “Bosques de mi mente” que aún no había escuchado y que había descargado esta misma tarde y cuando estaba a punto de conciliar el sueño acunado en la dulce melodía, sin rastros de fiebre, a punto de que estos cuatro días se perdieran en el tiempo como lágrimas en la lluvia… He escuchado la voz profunda, devastadora, sombría como un mal presagio de Cortázar junto a mi oído susurrándome: “No lo sabe, lo terrible es que no lo sabe”, y repitiéndome: “No lo sabe, lo terrible es que no lo sabe”.

Entenderéis que se acerquen las 5 de la madrugada.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo dije una vez.
Lo repito.
Lo repetiré una y otra vez hasta que lo entiendas, o hasta que yo misma me quede sin voz.

"Deja que arda".

S.C.

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