domingo, septiembre 04, 2005

Rosas amarillas

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Mucho tiempo después, mientras miraba la foto, seguía recordando aquel instante con la misma nitidez. Se despertó temprano cuando el amanecer se filtraba ya silencioso a través de las gruesas cortinas rojas de la ventana llenando la habitación de un fulgor sanguíneo. Como si habitaran el fondo de la bañera de un suicida. Se sentó desnudo en el borde de la cama, los antebrazos sobre las rodillas, la mano izquierda asiendo la muñeca derecha, la vista fija en el rectángulo de madera entre sus pies. La oía respirar plácidamente a su espalda. Giró la cabeza y la estuvo mirando. Dormía sobre un costado con la palma de su mano izquierda apoyada sobre el hueco que su cuerpo había dejado en el colchón de la cama al levantarse. Dos largos mechones de pelo oscuro caían sobre su rostro. Uno le tapaba parcialmente un ojo y el otro acariciaba sus labios entreabiertos. Él le retiró este último con cuidado de no despertarla acomodándolo en el arco de su cuello. La sábana blanca cubría su dorada desnudez hasta la amplia y pronunciada curva de su cintura. Mientras la miraba se sorprendió pensando en A., el hombre que ella amaba a miles de kilómetros de aquella habitación de motel. El hombre que ahora tendría que conformarse con los restos de su perfume sobre una almohada vacía. Y lo haría, quizá, imaginándola con los ojos cerrados y una sonrisa tierna en sus labios. El hombre al que, quizá, la mujer que dormía a su lado, besaba en estos momentos en los amplios corredores del sueño. Experimentó un profundo sentimiento de vacío y una leve sensación de ahogo que intentó aliviar aspirando fuertemente una bocanada de ese aire acre mezcla de sexo, sudor y alcohol exhalado. Una punzada aguda traspasó su vientre, lo que le obligó a incorporarse y dirigirse apresurado hacia el baño. Al abrir la puerta lo vio y fue como una revelación: las rosas amarillas bebiendo del agua de aquel recipiente de plástico que la noche anterior habían encontrado en un contenedor de basura, el papel higiénico sobre la mesa, el bolso y la falda de una mujer que era un acertijo, y que le recordarían un día, mucho tiempo después, mirando aquella fotografía, que durante una época de su vida vivió encerrado en un relato de Carver.

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