sábado, octubre 01, 2005

Las flores del mal

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Chefchaouen, norte de Marruecos. Foto de Sutpen


“¿Por qué no me escribes algo bonito?”, dijo. Y la pregunta surgió de sus labios lineales y breves, brillantes y perfumados de cacao labial de melocotón, como un haz de luz, como el fogonazo de un disparo que iluminó aquella casa en la que el viento cálido del sur que azotaba la casa cada tarde había arrastrado a través de las ventanas abiertas muchas de las negras plumas de cuervo que cubrían los suelos de madera de las habitaciones, limpiado el olor a sulfuro, azufre y salitre del aire que tiempo atrás habría quemado los pulmones de cualquiera que lo hubiera respirado, y arrinconado aquella antigua oscuridad densa y tangible hasta dejarla reducida a una incierta y bella claridad gris como de mar recién amanecido en una nublada mañana de invierno.

Pero la luz no se detuvo ahí. Después de hacer brillar la miríada de estrellitas de polvo de la estrecha franja de distancia que los separaba, penetró a través del duro cuero de su piel, atravesando músculos, tendones, huesos e inefables tipos de aleación hasta llegar a los nervios y poco más tarde al cerebro hasta iluminarlo: el recuerdo. La misma luz que emanaba de la misma pregunta. La mismas letras, las mismas palabras en idéntico orden, parecida entonación y quizá la misma sonrisa. Para entonces, como ya habrán podido adivinar, la luz había llegado a la imaginación del Diablo de forma ineluctable.

Guardó silencio durante unos instantes mientras buscaba con la mirada en aquella niña morena y pálida de mejillas intensamente ruborizadas a otra mujer. La que habitaba como una sombra aquel recuerdo de su memoria. Al cabo, bajó los párpados lentamente y dibujó en sus labios una sonrisa que no era más que el trazo afilado de un puñal. Ya no era aquella sonrisa de maldad explícita con la que, en otro tiempo, se ganó el infierno, sino una torpe celada de ajedrecista sin ambición, una trampa primitiva que, con la atención debida, uno podía bordear sin peligro. Una sonrisa que ya sólo era una advertencia. Que casi conseguía despertar ternura.

“Claro, algo bonito…”, dijo casi en un susurro, apenas sin despegar los labios. Lo había hecho otras veces en el pasado: lo hizo mientras paseaba por encima del infierno contemplando las flores y lo hizo también después, más tarde, cuando paseaba ya por los abrasadores círculos concéntricos del Averno pisoteando las mismas flores.

Miró a través de las ventanas abiertas que daban al porche y vio los ramilletes de flores ardiendo en diminutas llamas púrpura bajo la luz espesa y cálida del atardecer, mecidas por una brisa suave que les otorgaba la apariencia de delicados y frágiles seres vivos con pulmones. Inspirando. Expirando. Las primeras líneas las escribió el diablo mentalmente mientras las observaba:

“Uno de sus sueños era sentir entre sus dedos el tacto de una buganvilla. No comprendía la niña todavía que hay flores que siempre crecen demasiado lejos del lugar que te ha tocado vivir. Porque el aire que necesitan es otro diferente al que tú respiras y la tierra otra distinta a la que tú pisas. Flores que contemplas dichoso cuando caminas sobre el infierno. Flores que te conducen al infierno. Flores a las que nunca es posible acercarse demasiado.”

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