domingo, julio 26, 2009

Los ciervos

Foto robada y manipulada por Sutpen


Empezaré por sus nombres. Porque, como sabes, lo que no se nombra no existe. O no acaba de existir del todo. Y convendrás conmigo que unas pocas viñetas de cómic –por hermosas que éstas sean- sobre el fino algodón de una camiseta conceden una existencia casi tan leve como una ensoñación, sobre todo si se carece de un nombre. Por eso fue lo segundo que me pregunté. Si lo tendrían. Cómo se llamarían. Esa macondiana obsesión mía por poner nombre a las cosas que no acaba de abandonarme.

Y lo tenían, claro que lo tenían. Él se llama Elafos. Ella, Elafina.

Ambos miran al mar sobre sus columnas venecianas saludando con broncínea altivez a los barcos que arriban, despidiendo a los que parten. Cuántos querríamos acabar como ellos. Descansando inmóviles en la bocana de un puerto, relucientes, inmortales y hermosos bajo el sol con la mirada perdida en un horizonte azul mientras escuchamos las historias –la Historia- que traen los marineros desde los más remotos confines de la tierra.

Erigidos por los conquistadores italianos a principios del siglo pasado en honor a Apollos Helios ocupan las dos huellas de aquel extraordinario coloso que asombró y alumbró al Mundo Antiguo durante los apenas 56 años que se mantuvo en pie. Ya sabes lo que ocurre con las cosas demasiado grandes. No suelen durar demasiado. Te hablo del coloso Mike Tyson, te hablo del coloso en llamas, te hablo de ese amor colosal. No hay en este planeta fuerza gravitatoria suficiente que los mantenga en pie.

No debes preocuparte demasiado. No ocurrirá lo mismo con nuestros pequeños ciervos apolíneos. Seguirán estando allí para saludarnos cuando una mañana soleada lleguemos al puerto de Mandraki en Rodas. Al fin y al cabo –y esa es una de las inestimables ventajas de las ensoñaciones de tinta o fino algodón- allí nos esperará eternamente Corto, paseando con las manos en los bolsillos, con la mezquita secreta a su espalda. Siempre un día antes de dirigirnos a Samarkanda.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Entiérrame ahí. Justo entre nuestros dos ciervos. Nada dura más que las cenizas.
S.C.

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